Cada tarde, después de tomarse el café con mucha espuma que tanto le gustaba, se marchaba a la estación de tren, y se sentaba allí, a la sombra de las marquesinas de hierro de los andenes, esperando no sabía qué, tal vez que se abriera una puerta que le permitiera escapar, acaso una bocanada de aire nuevo que le ventilase ese espíritu suyo que se había ido cosificando en las preocupaciones de cada día, en una sorda amargura que le corroía el interior y le mordía las entrañas con la misma falta de piedad con la que una manada de lobos despedazaría a un cordero herido. En medio del trajín de la estación descansaba un rato, dejaba que su cabeza volara, se olvidaba de los fantasmas que lo habitaban y soñaba con que de uno de esos trenes se bajara una mujer en blanco y negro, resuelta y de una belleza lánguida, como la Lauren Bacall o la Ingrid Bergman de las películas que tanto le gustaban, y que fuera a buscarlo para regalarle una mirada, tal vez un beso fugitivo, acaso una invitación a subir al vagón de cola, desde el que divisar paisajes nuevos, horizontes sucedidos en el recuadro de la ventanilla con la velocidad de lo que siempre es nunca. Llegaban puntuales los trenes por el este, como lentas orugas gigantes que arrastran un cargamento de polen robado en el último minuto de vida de una flor, pero nunca traían lo que él esperaba. Nunca llegaban con otros futuros que no fueran los futuros imposibles, su cargamento era siempre una suma de palabras negadas y de sobres vacíos.
Y lo que comenzó siendo una ocupación de cada tarde acabó convirtiéndose en una obsesión, y mes a mes fueron creciendo las horas que pasaba en la estación. Sentado, viendo pasar los trenes, observando los ancianos que llegaban a los andenes arrastrando sus maletas, contemplando a las adolescentes que al terminar el llegar del viaje se echan en brazos de sus amantes y los besan con la fuerza de todo lo que se reivindica puro y necesario, sintiendo la risa de los niños o la premura de las madres para no llegar tarde a la hora de salida fijada en el billete que apretaban en la otra mano. Allí, construía las vidas imaginarias de todas esas personas que para él eran personajes de una gran novela sin escribir: llegó a distinguir a los caminan por el andén con las manos engarrotadas de los que por apurar la despedida con alguien que se quiere y se necesita mucho tenían que correr y subirse al vagón cuando ya el tren había arrancado, pero también le daba contenido a las personas que sólo veía, fugazmente, a través de la ventanilla, las que no se bajaban en esa estación y continuaban su viaje, esas personas que cuando el tren llegaba levantaban furtivamente la cabeza del libro o la revista que venían leyendo y contemplaban la vida desbordada de los pasajeros y de los revisores, personas que alguna vez habían cruzado con él la mirada rápida que pronto, muy pronto, tal vez avergonzada o asustada por la ansiedad que habitaba en sus ojos sin fondo, había vuelto a posarse en las largas frases de Proust o a los versos de algún poeta sin lectores.
Ninguno de esos trenes era su tren, todos partían sin que él pudiera subirse al vagón arrastrando la maleta en la que tenía planchados y doblados los veranos de la infancia, alguna tarde de enero que había estado siempre arrugada en el fondo de un bolsillo de sus pantalones vaqueros, un puñado de libros y un rosario de discos de Bach. Soñaba siempre con que llegase un tren con su nombre que lo llevase hasta Venecia para simplemente asomarse a una ventana gótica desde la que ver pasar las góndolas, que a él, al pensarlas mecidas por las aguas densas, duras, de la laguna, se le figuraban algo tan frágil y quebradizo como una mariposa que vuela bordeando el círculo avariento de las hogueras.
(IDEAL, 16 de junio de 2011)
2 comentarios:
"Planchados y doblados los veranos de la infancia".
¿Qué tienen los trenes, que nos llevan tan lejos?
Miguel Pasquau.
Maravilloso. Ojalá el verano taiga muchos como éste
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