viernes, 19 de febrero de 2010

LA LECCIÓN DE LA CENIZA



Ayer, Miércoles de Ceniza. Demasiadas cosas en nuestros calendarios para reparar en el sentido de esa celebración. Triste celebración del pueblo católico, sin duda, pero necesaria. ¿Por qué? Porque el mundo está agobiado de urgencias fatuas y de prisas que sólo conducen a callejones sin salida, y algo debe recordarnos la brevedad de la vida, la fragilidad de la existencia, la inconsistencia de lo que somos. El Miércoles de Ceniza humilla nuestro orgullo de dioses tecnológicos: somos polvo, dijeron ayer en los templos grises de invierno y lluvia; somos tiempo que se lleva el viento, que se deshace como papel quemado en el vendaval que agita los desiertos. Somos polvo... y en polvo nos convertiremos, y al polvo volveremos: esa es la advertencia definitiva, el augurio fatal que no deberíamos olvidar para verdaderamente apreciar el valor de la vida que vivimos sin pensar en ella, arrebatados de superfluidades. Es valioso lo que tenemos simplemente porque es fugaz, porque mañana seremos polvo nosotros y nuestros todos. “Polvo enamorado” el de los amantes, “polvo tedioso sobre las aceras” el de todos los que vivieron sin un armazón, sin un esqueleto que articulase, que diese sentido, ritmo, movimiento a sus vidas. Polvo: todo destinado a volver a la ceniza del primer incendio de la creación, y por eso todo tan precioso y preciso, todo tan valioso. Todo tan urgente de ser mordido con hambre de vida y saboreado con paladares de amor que hiere.

Cada segundo caminamos hacia “los vastos jardines sin aurora”. En cada azada que clava en el barro que somos, el tiempo enterrador nos reseca un poco, nos aja la carne, nos otoña, nos acerca al polvo hacia el que caminamos desde que nacemos. Y sin embargo no apreciamos el valor de ese segundo, tan definitivo que una vez que pasa no vuelve a ocurrir. ¿Lo hemos pensado alguna vez? ¿Somos conscientes del tiempo que derrochamos como si pudiéramos volver a vivirlo, como si se nos fuese a brindar otra oportunidad, como si no fuese esta vida la ocasión única que se nos ha concedido para ser felices? Pulvis es et in pulverum reverteris, sí; pero tenemos una especie de deber moral –vital– de oponer la sed de eternidades a la certeza polvorienta del horizonte. Por eso, la ceniza sobre la frente turbada no es en realidad un pretexto para desánimo sino un sendero insinuado en nuestras cabezas para llegar a una rebeldía.

Al salir del templo el viento de la noche barre la ceniza de nuestra piel. Pero, ¿no han quedado huellas de la ceniza y de su proclama en nuestro interior? ¿Todo se lo lleva el aire húmedo? Huellas de la ceniza: pero no las huellas de una tristeza que nos embarga –...in pulverum reverteris–, sino las que nos recuerdan la necesidad de desprendernos de todos los aderezos que nos sobran, de tantos adornos que nos ocultan la realidad que estamos llamados a vivir. La ceniza, así, es una rebelión del alma oprimida, un grito agudo de la humanidad atosigada de imposturas que exige una oportunidad para poder saborear a chorro lleno el agua limpia de la vida pura, que es la única que queda cuando todas las vidas que no fueron tales vuelven al polvo para ser sólo ceniza, polvo, nada.

(Publicado en Diario IDEAL el 18 de febrero de 2009)

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