viernes, 2 de octubre de 2009

DIVINA ATALAYA




Mañana, en Úbeda, hay una cita ineludible con lo mejor del ser humano: mañana actúa sobre las tablas del Teatro Ideal Cinema la Compañía Atalaya, y eso es un lujo. Un lujo espiritual de los de verdad, de los que calan hondo, de los que aran profundo: Atalaya es una expresión vivísima del mejor teatro, que no es el teatro más comercial o el que trae actores más conocidos o televisivos sino el que expresa mejor los valores universales y atemporales de la tradición occidental. Y mañana, para abundar más en la importancia de la cita, dan voz y vida y cuerpo a una obra de Valle Inclán, en el que caben todo el español y toda esta patria que supera océanos.

He podido presenciar en otras ocasiones la puesta en escena de Atalaya, dirigida por el ubetense Ricardo Iniesta: reinterpretaciones riquísimas de mitos clásicos como Antígona, donde asomándonos a las simas del ser humano podemos encontrar el entramado de dramas y corajes que somos. En esta ocasión vienen a Úbeda con las Divinas palabras de Valle, en una interpretación de la obra que lleva causando pasmo entre los amantes del teatro desde hace muchos años. En realidad Valle es una apuesta segura cuando las cosas se hacen tan bien como las hace Atalaya, porque Valle lo es todo, porque la palabra de Valle es fundadora, creadora, porque el lenguaje bellísimo y barroco de Valle se dispersa en alturas y en estremecimientos, nos amarra a las páginas del libro –¿alguno de ustedes ha olvidado la impresión de la primera vez que se lee Luces de bohemia?– o, en este caso, a las butacas del teatro. Y sin embargo, estoy convencido de que mañana en el teatro habrá algo más que la pura palabra de Valle Inclán: porque la compañía sevillana, atravesada de una fuerza poética, transfigura la palabra literaria y teatral del texto que trabajan para alumbrarla convertida en una experiencia casi mística, o en un mística de lo sobrecogedor, de lo desgarrador. Así, cuando los focos se apagan, el espectador queda unos segundos atrapado en la butaca, sin poder siquiera aplaudir, aturdido de belleza y también de una tristeza como de acordeón cansado y viejo que hay en todas las obras de Atalaya. Hay que coger prestado un verso de José Antonio Muñoz Rojas, que se fue del mundo hace tres noches, para poder decir que las obras de la compañía de Iniesta nos hablan “de tantas esperanzas deshaciéndose”.

El tiempo que se deshace y que lo arrastra todo como una riada: he ahí la permanente reflexión de cada propuesta que Atalaya lleva a las tablas. He ahí la fuente de la que se extrae ese complejo lenguaje gestual, esa rica sucesión de cromatismos escénicos que nos ponen al borde de un estado físico de elevación. El tiempo, que no es más que el nombre inocuo que damos a la muerte, es el argumento básico del trabajo de Atalaya: para ver sus obras y saber apreciarlas hay que amar la belleza de lo irremediablemente fugaz, la trágica belleza de los dolores que asaetean las entrañas de la existencia y a los cuales Atalaya pone nombre, oscuro nombre teñido de poesías teatrales.

(Publicado en Diario IDEAL el día 1 de octubre de 2009)

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