Me gustan los paisajes nocturnos de ventanas iluminadas, porque te permiten novelar no sé qué vidas desconocidas de gentes que en esos momentos están bañando a sus hijos, preparando la cena, desperezándose tras el orgasmo o leyendo a la luz de una lámpara, en el silencio de la noche con niebla. La luz de una ventana es una invitación a vivir otras vidas, que no siempre son felices, porque también hay detrás de una ventana iluminada el anciano que vive solo, o la mujer que acuesta a sus hijos y aprieta las manos, nerviosa, temiendo el momento en el que el marido abra la puerta y se inicie el repertorio de voces o golpes. Cada ventana iluminada guarda una vida.
De noche el tren van pasando por entre la autopista y los pueblos iluminados y uno tiene la certeza de que a esa hora las personas se aíslan en sus casas del mundo tormentoso de fuera, de los ruidos y los desánimos, en la hora cómoda en que los manteles de la cena se tienden sobre la mesa y los niños recogen sus cuadernos y se cuelgan en las perchas las camisas y los pantalones, para poder vestir ropa cómoda, que es la de estar en casa. A mí las ciudades o los pueblos iluminados, a lo lejos, me provocan una nostalgia, un deseo de que detrás de cada uno de esos rectángulos llenos de amarillos familiares pueda haber una sonrisa, una felicidad, y aunque sé que eso no es así, y menos ahora que la crisis arrastra ilusiones y esperanzas en su torbellino de paro y carestía, sigo pensando que a cada ser humano le es concedido un instante de felicidad al día, y que ese instante tiene lugar cuando se regresa a casa al anochecer y al abrir la puerta se repite automáticamente el gesto de encender la luz, dejar las llaves, quitarse la chaqueta y adentrarse en ese reino privativo y privado que es el salón, el sillón, el olor de la tortilla en la cocina, la risa o el llanto de los niños, que son como un rescate, el libro que espera en la mesita la hora en que la casa se queda en silencio, como encantada por la luz de las bombillas y por la vibración tenue y lejana de los electrodomésticos y por el sonido amortiguado que llega de la calle o de la autopista que se abre más allá de los descampados.
Los paisajes de nuestro mundo son cada vez más desolados, cartografías inmensas de cemento y de parques con árboles anoréxicos. Daniel Salido ha captado en sus cuadros –paisajes devastados de las grandes ciudades– esta hora deshumanizada del mundo, esas lejanías solitarias donde los hombres se pierden. Salido ha pintado los paisajes y los perfiles de Madrid, Barcelona o Los Ángeles, y parece que en ellos no hay lugar para el hombre. A mí, sin embargo, me gusta imaginar –cuando miro sus cuadros– que debajo del óleo hay un bullicio de ventanas encendidas que encandilan el horizonte y encrespan en la nada una multitud de soledades que viven o malviven en esas ciudades orilladas en los caminos por los que viajamos de noche y en silencio, mientras la música de un coro tristísimo de armónicas pone un fondo gris a nuestros pensamientos.
(Publicado en Diario IDEAL el 7 de mayo de 2009)
De noche el tren van pasando por entre la autopista y los pueblos iluminados y uno tiene la certeza de que a esa hora las personas se aíslan en sus casas del mundo tormentoso de fuera, de los ruidos y los desánimos, en la hora cómoda en que los manteles de la cena se tienden sobre la mesa y los niños recogen sus cuadernos y se cuelgan en las perchas las camisas y los pantalones, para poder vestir ropa cómoda, que es la de estar en casa. A mí las ciudades o los pueblos iluminados, a lo lejos, me provocan una nostalgia, un deseo de que detrás de cada uno de esos rectángulos llenos de amarillos familiares pueda haber una sonrisa, una felicidad, y aunque sé que eso no es así, y menos ahora que la crisis arrastra ilusiones y esperanzas en su torbellino de paro y carestía, sigo pensando que a cada ser humano le es concedido un instante de felicidad al día, y que ese instante tiene lugar cuando se regresa a casa al anochecer y al abrir la puerta se repite automáticamente el gesto de encender la luz, dejar las llaves, quitarse la chaqueta y adentrarse en ese reino privativo y privado que es el salón, el sillón, el olor de la tortilla en la cocina, la risa o el llanto de los niños, que son como un rescate, el libro que espera en la mesita la hora en que la casa se queda en silencio, como encantada por la luz de las bombillas y por la vibración tenue y lejana de los electrodomésticos y por el sonido amortiguado que llega de la calle o de la autopista que se abre más allá de los descampados.
Los paisajes de nuestro mundo son cada vez más desolados, cartografías inmensas de cemento y de parques con árboles anoréxicos. Daniel Salido ha captado en sus cuadros –paisajes devastados de las grandes ciudades– esta hora deshumanizada del mundo, esas lejanías solitarias donde los hombres se pierden. Salido ha pintado los paisajes y los perfiles de Madrid, Barcelona o Los Ángeles, y parece que en ellos no hay lugar para el hombre. A mí, sin embargo, me gusta imaginar –cuando miro sus cuadros– que debajo del óleo hay un bullicio de ventanas encendidas que encandilan el horizonte y encrespan en la nada una multitud de soledades que viven o malviven en esas ciudades orilladas en los caminos por los que viajamos de noche y en silencio, mientras la música de un coro tristísimo de armónicas pone un fondo gris a nuestros pensamientos.
(Publicado en Diario IDEAL el 7 de mayo de 2009)
2 comentarios:
Fantástico. No había hecho ningún comentario en tus entradas, pero este artículo me ha animado. Tú siempre con la hondura del pesimismo que caracteriza tus escritos, sin embargo, aquí destaca el aliento existencial y la poesía que contiene nuestras vidas cotidianas. Ventanas que esconden secretos, donde se olvidan recuerdos, y ventanas que abren carceles, que ofrecen otro mundo, otro camino.
Un abrazo.
Querido Juan Antonio, me parece que tenemos que ser capaces en este momento crucial del mundo de conjugar un pensamiento a base de vitalismo, pesimismo (que no es sino clarividencia ante la certeza de la limitación del hombre y de lo incierto del futuro) y poesía.
Es un placer saber que transitas por este Camino, aunque hasta ahora no te hayas animado a escribir.
Un abrazo.
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