domingo, 10 de mayo de 2009

LA HORA DE LOS BUITRES



En marzo de 1993 el fotógrafo Kevin Carter llegó a un Sudán azotado por la hambruna. Al bajarse del avión encontró la que sería la fotografía de su vida y de su suicidio: sobre el suelo duro y reseco del desierto había una niña rendida por el hambre, extenuada, doblada en posición casi fetal y con la cabeza apoyada en la tierra, esperando la muerte. La criatura carecía de fuerzas para levantarse y un buitre esperaba el momento para darse un festín.

El buitre no necesitaba que la niña muriese, sólo quería que Kevin Carter se alejara de su presa. Pero Carter aguardaba paciente el momento: quería que el buitre comenzase a caminar hacia la niña con las alas desplegadas, porque sabía que entonces la fotografía sería perfecta. El buitre y el fotógrafo observaban a la niña impasibles, esperando cada uno de ellos el movimiento del otro. Al final el fotógrafo se cansó o le apremiaron sus compañeros, y disparó la cámara congelando para siempre la imagen de la niña moribunda y del buitre que acecha. Después, sencillamente, se marchó y dejó solos al buitre y a la niña, y su fotografía fue publicada en la portada del The New York Times. En abril de 1994 Kevin Carter obtuvo el Pulitzer de Fotografía por la foto de Sudán. Dos meses después se suicidó, sin poder resistir más que le preguntasen qué hizo por la niña después de disparar la foto.

Hay algo terrorífico en esa fotografía: no es tanto la certeza del sufrimiento de la niña como los cálculos y los intereses del buitre y del reportero, que contabilizan los beneficios que pueden sacar del pedazo desmadejado de carne que respira a duras penas. El buitre es un animal con mala prensa, precisamente por la voracidad con la que se lanza sobre los restos y los despojos, sin respeto a la serenidad de la muerte. Pero buitres no son sólo esos pájaros pese a todo bellos, y muchos hombres se comportan peor que buitres, esperando pacientemente alrededor del sufrimiento de los otros para abalanzarse sobre los agotados cuando ya no tienen fuerzas, para obtener su parte del botín.

Ahora hemos visto esa actitud repugnante en la SGAE, que es una mafia consentida, tolerada y amparada por el gobierno de la Nación en pago a los muchos favores prestados por los “artistas de la ceja”. Ya no es que la SGAE quiera cobrar por la música anónima de las fiestas populares, ya no es que manden espías a las bodas, ya no es que hayan conseguido que todos los ciudadanos españoles seamos considerados delincuentes cuando compramos un CD virgen: ahora han dado un paso más en su política carroñera y quieren rapiñar también en las lágrimas de los niños enfermos.

Juanma es un niño de Almería al que una terrible enfermedad le ha puesto fecha de caducidad. Pero sus padres, en un alarde de heroísmo y de amor, están intentando reunir el millón y pico de euros que necesitan para que un profesor norteamericano investigue los medicamentos que pueden curar a su hijo. Dentro de esta lucha de titanes para salvar a Juanma, el pasado 16 de abril organizaron un concierto benéfico en el Auditorio Municipal de Roquetas de Mar, en el que actuó desinteresadamente David Bisbal. El espectáculo dejó un beneficio de más de 50.000 euros, un importante balón de oxígeno en la lucha por la vida que mantienen los padres de Juanma, que saben que cada euro y cada minuto son vitales para su hijo.

Pero los buitres olieron el sufrimiento y las lágrimas e hicieron cálculo de su beneficio. Y quisieron hincar sus picos duros sobre la carne de Juanma. Y así, la SGAE obligó a los padres a pagar el 10% de lo obtenido en el concierto benéfico. Los padres, claro, pagaron: la ley obliga a ello, porque la ley y la justicia son algo que no tienen nada que ver en este país en el que los gobiernos hacen leyes para amparar a vagos y maleantes y para garantizar el sustento de los buitres. Esta injusticia se habría quedado ahí si no hubiera sido porque el pasado 5 de mayo las radios y los periódicos de todo el país –las radios y los periódicos próximos al gobierno y a la SGAE también, pero menos– se hicieron eco de la felonía perpetrada por los artistas. De pronto, los buitres fueron descubiertos revoloteando alrededor de la enfermedad de Juanma y sus argumentos han quedado deslegitimados para siempre: ya sabemos que no se trata de recaudar lo que legítimamente corresponde a los autores, ahora ya sabemos que esto no es más que una política similar a la de los esbirros del sheriff de Nottingham y que lo único que se busca es exprimir todo lo exprimible, aún a costa del dolor y el sufrimiento de los inocentes.

Seguramente cuando la SGAE se embolsó los euros que legítimamente correspondían a Juanma (lo de menos es a quién correspondían legalmente) pensaban que esa fotografía de buitres que sobrevuelan alrededor del niño enfermo no iba a trascender al gran público. Pero al conocerse su actuación se han quedado desnudos y su gesto de devolver lo robado, empujados por la marea de indignación que surgía en la calle, ya no puede devolverles la decencia. Ellos cobraron la tajada de la vergüenza, que es legal pero no por eso moralmente aceptable, y es eso lo cuenta. (De hecho, todo esto lo que viene a demostrar es que en España cada vez hay más inmoralidades y desvergüenzas que son plenamente legales.) Estoy convencido de que si no hubiera sido por el revuelo mediático –interesado, sin duda, porque a la SGAE le tienen, le tenemos, ganas muchos españoles– los artistas solidarios nunca hubieran devuelto los cinco mil y pico euros.

La política de la SGAE está apoyada por destacados artistas que van por el mundo dándoselas de izquierdosos, intelectuales y redentores de quienes no comulgan con sus verdades, que ellos suponen “la verdad”. Se han dedicado a darle brillo y postín a todas las manifestaciones convocadas por la escuálida izquierda de este país –ya no me atrevo a escribir “izquierda española”–, y a boca llena han dicho estar en contra de la guerra y a favor de los derechos de los trabajadores y de los homosexuales, de la Tercera República y de no sabemos cuantos altísimos valores más. Pero cuando de verdad se han retratado es ahora, en el caso de Juanma: no hemos visto alzar su dignísima y solidarísima voz ni a Pilar Bardem ni a su hijísimo, ni a Víctor Manuel ni a su esposísima, ni a Joaquín Sabina ni a Pedro Almodóvar y por supuesto nada sabemos de Ramoncín… Supongo que ya habrían echado cuentas de a cuánto tocaban de los cinco mil euros y andarán mohínos.

Una sociedad que consiente estas barbaridades es una sociedad enferma. Tal vez la única cura sea contar la verdad, porque ya advirtió George Orwell que contar la verdad en época de mentiras se convierte en un hecho revolucionario. Y hoy urge una revolución. O muchas revoluciones: la primera, contra la SGAE, porque hay que abortar la hora de los buitres.

(Publicado en Diario IDEAL el 8 de mayo de 2009)

6 comentarios:

Luisca dijo...

Hola Manolo, saludos desde Hanoi (para que veas que aun desde mis viajes te sigo). No puedo estar mas de acuerdo con el articulo, pero la historia de la foto de Carter con la ninha y el buitre no fue exactamente asi ( http://www.elmundo.es/suplementos/cronica/2007/595/1174777207.html el resumen es que la ninha, aunque obviamente desnutrida y en una situacion precaria, no esta muriendose sino defecando y el buitre no esta tan cerca). Un abrazo!

Manuel Madrid Delgado dijo...

Querido Luisca, es un placer verte por aquí sabiéndote tan lejos. ¡Qué envidia nos das a algunos y qué envidia nos da ese blog tuyo que se hace con retales de muchos lugares del mundo que muchos nunca podremos visitar!
En fin, yendo a lo de este niño y a lo de la foto dos cosas. Creo que es imposible ser una persona más o menos decente y no estremecerse ante el comportamiento de la SGAE. Como sus ejemplos de buitres se comentan por sí solos, lo mejor es no darle más vueltas al asunto.
Con respecto al tema de Kevin Carter lo cierto es que la versiones son completamente contradictorias. Desde luego está la que tú apuntas, difundida por dos periodistas españoles que se suponen estuvieron en la zona y que hicieron una foto de una niña (con “mejor” aspecto que el de la niña de la foto) también con un fondo de buitres. Más allá de que la versión correcta sea esa o la que yo te apunto más abajo, lo cierto es que cuando menos Carter “pecó” de avaricia. ¿Espero veinte minutos mientras la niña defecaba para hacer la foto? ¿Si la niña estaba defecando y el poblado estaba a 20 metros, por qué no explicó eso después, simplemente porque le era rentable profesional y económicamente mantener la foto descontextualizada, porque así ganaba dramatismo? No sé, la verdad es que un tema tan complejo como este la discusión ética puede tomar muchos derroteros. Hay blog muy interesantes donde se trata este tema, sobre todo en el de periodistasenguerra. Yo, por mi parte, te transcribo el artículo que John Carlin (uno de los grandes periodistas especialistas en África) publicó en El País Semanal el 18 de marzo de 2007. No he podido ponerte en el enlace directamente porque no funciona en la web de El País, así que perdona por la larga cita:

“Un hombre blanco perfectamente bien alimentado observa cómo una niña africana se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre. El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboración del ave carroñera le salía una de premio, seguro. Niña famélica con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los días se conseguía una imagen así. Pero lo ideal sería que el buitre se acercara un poco más a la niña y extendiese las alas. El abrazo macabro de la muerte, el buitre Drácula como metáfora de la hambruna africana. ¡Ésa sí que sería una foto! Pero el hombre esperó y esperó, y no pasó nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas. Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue.

No se debería de haber desesperado. Una de las fotos se publicó en la portada de The New York Times y acabó ganando un premio Pulitzer. Pero incluso así se desesperó. Y mucho. El hombre blanco era un fotógrafo profesional llamado Kevin Carter. A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicidó.

Hay dos preguntas. La primera, ¿por qué se suicidó? La segunda, ¿por qué no ayudó a la niña? La respuesta a la primera es relativamente fácil. La respuesta a la segunda es más interesante. Remontemos.

Kevin Carter nació en Suráfrica en 1960, dos años antes de que Nelson Mandela empezara su condena de 27 años de cárcel. Al llegar a la adolescencia empezó a entender que ser blanco en Suráfrica significaba ser una de las personas más privilegiadas de la Tierra y, al mismo tiempo, cómplice de una atroz injusticia. Cumplidos los 24 años, Carter descubrió que el periodismo era el terreno donde libraría su guerra particular contra el apartheid.

Comenzó su carrera en 1984, cuando las poblaciones negras en las periferias de las grandes ciudades -como Soweto, que estaba al lado de Johanesburgo- se convirtieron en campos de batalla. Jóvenes militantes negros, cuya única fuerza residía en su ventaja numérica, lanzaban piedras a los policías y a los soldados, que respondían con gases lacrimógenos, balas de goma o balas de verdad. Cientos murieron, miles fueron encarcelados. Soweto ardía, y allá, casi permanentemente instalado, estaba Carter, fotógrafo novato de The Johannesburg Star, expiando su culpa.
La gran ironía de la historia reciente de Suráfrica es que cuando salió Mandela de la cárcel en 1990, cuando empezó el proceso de paz que condujo cuatro años después a la democracia, se desató una violencia mucho mayor. Durante casi la totalidad de aquellos cuatro años, Soweto y otra media docena de poblaciones negras en los alrededores de Johanesburgo vivieron una anarquía asesina demencial, nutrida por opositores al proyecto democrático, en la que murieron unos 12.000. Allí, una vez más, estaba Carter. Todos los días. Se presentaba temprano por la mañana a los campos de la muerte, como se presentan los oficinistas a sus lugares de trabajo.

Yo también me presentaba allí, pero con menos frecuencia y más tarde. Siempre que llegaba a estos lugares, en pleno tiroteo o minutos después de una masacre, ahí veía a Kevin Carter, sudado, polvoriento, bolso sobre el hombro, cámara en mano. A él y a sus tres amigos fotógrafos, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva. Les llamaban a los cuatro “el Bang Bang Club”. Hacían fotos espeluznantes y se exponían a peligros extraordinarios. Yo había llegado a Suráfrica en 1989 tras seis años cubriendo las guerras de Centroamérica. Vi pronto que daba mucho más miedo estar en 1992 en un lugar como Tokoza o Katlehong, a escasos kilómetros de Johanesburgo, que en 1986 en los frentes del oriente de El Salvador o el norte de Nicaragua. Porque en los lugares donde los negros, animados por los blancos, se masacraban podía pasar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar. Con un Kaláshnikov, una lanza, un machete o una pistola. Ahí trabajaba Carter. Ahí se pasaba desde las cinco de la madrugada hasta el mediodía haciendo fotos de gente matando y de gente muriendo.

Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión. Carter y sus tres camaradas dormían poco, además, y consumían drogas de todo tipo. Pasaban sus días y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes. Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hacían, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habrían sido incapaces de hacer su trabajo. El entorno era alocado, pero el trabajo era importante. Si se hubieran quedado en sus casas o se hubieran expuesto a menos peligro, habría habido más muertos, menos presión política para acabar con la violencia. Ésta era la contribución de Carter a la causa de sus compatriotas negros.

En marzo de 1993 se tomó unas vacaciones de Tokoza y Katlehong y se fue a Sudán. Ahí, apenas aterrizar, es donde vio a la niña y el buitre. Respondió con el frío profesionalismo de siempre. No habría podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El único objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera más impacto. Ahí empezaba y terminaba su compromiso. La lógica era muy sencilla: si hacía una foto potente, se beneficiaría a sí mismo, pero también ampliaría la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión -precisamente- que en él estaba necesariamente adormecida.
Por eso no hizo nada para ayudar a la niña. Porque si la hubiera ayudado, no habría podido hacer la foto. Porque había llegado al límite de sus posibilidades.

El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entendía. Fuera donde fuera, le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste a la niña?”. Se convirtió en un agobio, una pesadilla. Los únicos que no le hacían la pregunta, porque para ellos no era necesario hacerla, eran los amigos del Bang Bang Club.

En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que había ganado el Pulitzer. Seis días después, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, murió en un tiroteo en Tokoza. Toda la emoción reprimida a lo largo de cuatro años salvajes explotó. Carter se quedó destruido. Lloró como nunca y lamentó amargamente que la bala no hubiera sido para él.

El mes siguiente voló a Nueva York, recibió el premio, se emborrachó, incluso más de lo habitual, y volvió a casa. La guerra se había terminado. Mandela era presidente. Suráfrica tuvo su final feliz, pero la vida de Carter dejó de tener mucho sentido. Quizá en parte porque el peligro de la guerra había sido su droga más potente, la que le había creado mayor adicción. Siguió trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y -ahora que se había quitado la coraza- la angustia moral retrospectiva de la escena con la niña sudanesa, se hundió en una profunda depresión. No podía trabajar, o si lo intentaba, caía en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Y tenía problemas en casa: deudas, desamor...

El 27 de julio de 1994, exactamente tres meses después de las primeras elecciones democráticas de la historia de su país, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el apartheid, el sufrimiento, la injusticia. Y ahí, por fin, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, logró la paz, la anestesia final de la muerte.”

Anónimo dijo...

¡Enhorabuena, Manolo, una vez más por el presente artículo, así como por muchos de los que publicas!
Ya lo dijo un filósofo hace tiempo "Homo homini lupus", o buitre, da lo mismo; pero por desgracia esa es nuestra dura realidad.
Compruebo por tu extensa respuesta a "Luisca" lo perfectamente informado y documentado que estás. A través de tus escritos te voy conociendo cada día más. Desearía que charláramos también sosegadamente y nos enriqueciéramos mutuamente. Entiendo perfectamente que la televisión te aburra.
¡Qué pena que a tantos jóvenes no les pasara lo mismo y tuviéramos una juventud, con sus honrosíssmas excepciones (que las hay, gracias a Dios),más culta, instruida y dada a distraerse con los libros y todo lo que ellos conllevan!

En fin, no quiero yo hacer otro artículo con mi comentario, cuando mi intención sólo es felicitarte y compartir las ideas que expones, a la vez que animarte a seguir denunciando la injusticia, venga de donde venga.
En ese "camino" nos encontraremos muchas veces.
Un cordial saludo. Creo te imaginarás quien soy.

Luisca dijo...

Es un placer leer tus lineas, Manolo. Muchas gracias por tomarte la molestia de ampliar la informacion del tema. Un abrazo.

Manuel Madrid Delgado dijo...

No es ninguna molestia ampliar este asunto. Me parece un tema grave, de profundas repercusiones éticas, que lleva al centro del debate cuestiones muy importantes. Como hay muchas versiones sobre la actitud de Carter y las razones de su suicidio me parecía que lo correcto era conocer las dos versiones. La que apareció en el reportaje de El País Semanal parece más convincente, creo, o al menos aporta más datos.
En este Camino se intenta ser serios, para que no nos confundan con los de la SGAE. :-)
Un abrazo, Luisca, y cuídate.

Manuel Madrid Delgado dijo...

Para Anónimo. Es norma de este Camino no contestar a los anónimos que escriben por aquí, y creo que en contadísimas excepciones se ha roto esta norma, que se ha mantenido incluso cuando algunos anónimos han escrito mensajes insultantes. Pero como este anónimo cree que lo conozco, tengo que decirle que, la verdad, ahora mismo no caigo en quién es, y que si quiere echárse unas cañas conmigo para charlar de cosas es que me conoce y que quedo a su disposición y que se identifique, hombre, que se identifique.
Un saludo.