Se han conmemorado los primeros veinticinco años de vida del taller alfarero de Paco Tito. Ah, ¿qué ustedes nunca han visitado un taller de alfarería? Pues no sé, pero me parece que se están perdiendo una de esas emociones que, siendo casi diminutas, son capaces de remover cosas muy hondas dentro del alma. O al menos a mí presenciar el trabajo del alfarero siempre me ha causado ese sosiego, porque sigue siendo un misterio ver como de la masa informe de barro, de la tierra empapada en agua –tierra y agua: un resumen del cosmos en las manos de un hombre– las manos de estos hombres de antiquísima sabiduría son capaces de obtener las formas brillantes, rotundas, de los cacharros.
Paco Tito tiene su taller en la Calle Valencia: dice una vieja coplilla ubetense que allí –calle de arrabal, de árboles cansados y guijarros gastados– los alfareros con el agua y el barro hacen pucheros. Me gustan esos alfares ubetenses de la Calle Valencia, que antaño fueron decenas y que hoy apenas son un puñado de casas cargadas de historia y de historias. Es fácil que desde el patio de esos alfares, subiéndose uno al viejo horno de piedra que construyeron los árabes, se vean la huerta de los carmelitas y las ruinas de la Merced y la torre de San Millán y la muralla derruida. El paisaje es hermoso desde los alfares, lleno de luminosidad y de pájaros que cantan en las tardes de primavera y poblado de vapores y nieblas en los días de invierno, cuando uno es incapaz de comprender como las manos no se quedan ateridas al abrazar el barro para ir buscando el espíritu que guarda dentro. Supongo que al fin y al cabo todo lo que un alfarero es lo es por las manos y que el ser –si tiene honduras– no tiene fríos. A mí siempre me ha parecido que hay una sabiduría sin tiempo en las manos, un saber transmitido sin palabras durante muchas generaciones que se basa en el movimiento de los dedos, en los gestos de los pulgares sosteniendo el barro para que los otros dedos vayan arañado la forma del cántaro o del botijo o de todos los utensilios que nos hablan de los afanes de otros tiempos, cuando la vida era más pobre pero más intensa y sincera. La alfarería es uno de los últimos vestigios –vestigio ennoblecido ahora que los cacharros de barro ya no son ajuar para la casa del pobre– de aquel tiempo en que el trabajo de las manos sostenía todos los arcos de la riqueza de un país.
Ver trabajar a los que saben hacerlo con las manos me da envidia y me produce sosiego. Las manos sobre la madera, sobre el hierro, las manos del albañil o las que recogen tomates o aceitunas dicen una verdad que jamás podrán decir los otros oficios, los oficios tramposos que hurtan esfuerzos perdiéndolos en palabrerías vanas. Al fin y al cabo uno puede mentir con las palabras pero nunca puede hacerlo con las manos: las manos son una sabiduría antigua, ya lo he dicho, pero también son una verdad incontestable, y por eso el oficio del juez o del político es mentiroso y no lo es el de alfarero. Uno es lo que sus manos hacen, con lo cual algunos apenas si somos nada porque tenemos torpes las manos, y otros –los alfareros– lo son todo.
Y luego, claro, está la otra admiración que nos produce a los que no sabemos hacer nada ese señorío de los que trabajan con las manos: las manos son capaces de crear sagas, de hilvanar muchas generaciones en un hilo común, en una cantinela que declina muchas voces con un mismo son, como si la habilidad de las manos sobre el barro se heredara con la sangre y las palabras sosegadas del alfarero. En la casa de Paco Tito hay una foto hermosísima en la que, junto al retrato en barro del viejo abuelo Tito, están situados Paco, Juan Pablo y el pequeño Tito. Al verla uno entiende de golpe el misterio definitivo del barro, del que está hecha la escultura del primer Tito de la saga y del que al fin y al cabo estamos todos hechos, y uno entiende que la virtud de este trabajo basado en el esfuerzo de las manos es que reúne en un cántico sin fronteras a todos los que desde hace siglos han bajado a la Calle Valencia a sentarse frente al torno y, perdidos en sus pensares –hondos pensares de hombres sabios, o sea, de hombres que nunca pisaron la universidad–, trabajar dándole forma a los cacharros, jugando a ser Dios.
…la puerta del horno es pequeña. Dentro, una cúpula de piedra está llena de cacharros relucientes, recién cocidos con un ritual más antiguo que las vigas de madera que sostienen el alfar de Paco Tito. Unas horas antes el fuego ha vibrado rojísimo dentro de este recinto casi sagrado, luchando por llenar de eternidad la quebradiza fragilidad de la tierra empapada en agua de lluvias. Cuando los alfareros saquen las piezas verdes del horno lo harán lentamente, con la ternura del hombre que conoce y podría dar nombre a cada una de las piezas que ha realizado, con la lentitud de quien sabe que las manos no tienen prisa porque ellas serán capaces de jugar con el tiempo hasta que el tiempo las venza definitivamente sobre el corazón apagado… ¿Nunca han estado en una alfarería?… A mí me gusta ir de vez en cuando a la Calle Valencia y pasear silencioso por las estancias blanqueadas de estas casas de Melchor o de Paco Tito. Y asomarme a la ventana y ver la tarde sobre el barrio de San Millán, detenida en los granados del patio. Y no me calma el ansia tanto saber que el tiempo está suspenso en el viejo barrio mozárabe como la certeza de que abajo, en el obrador, Paco Tito o Juan Pablo siguen hablando de eternidades con sus manos puestas sobre el barro. Y que mañana las manos de ese niño que llama Tito seguirán evitando que se pierda este oficio de hombres rectos y de sabidurías elementales.
(Publicado en IBIUT, núm. 161, abril de 2009)
Paco Tito tiene su taller en la Calle Valencia: dice una vieja coplilla ubetense que allí –calle de arrabal, de árboles cansados y guijarros gastados– los alfareros con el agua y el barro hacen pucheros. Me gustan esos alfares ubetenses de la Calle Valencia, que antaño fueron decenas y que hoy apenas son un puñado de casas cargadas de historia y de historias. Es fácil que desde el patio de esos alfares, subiéndose uno al viejo horno de piedra que construyeron los árabes, se vean la huerta de los carmelitas y las ruinas de la Merced y la torre de San Millán y la muralla derruida. El paisaje es hermoso desde los alfares, lleno de luminosidad y de pájaros que cantan en las tardes de primavera y poblado de vapores y nieblas en los días de invierno, cuando uno es incapaz de comprender como las manos no se quedan ateridas al abrazar el barro para ir buscando el espíritu que guarda dentro. Supongo que al fin y al cabo todo lo que un alfarero es lo es por las manos y que el ser –si tiene honduras– no tiene fríos. A mí siempre me ha parecido que hay una sabiduría sin tiempo en las manos, un saber transmitido sin palabras durante muchas generaciones que se basa en el movimiento de los dedos, en los gestos de los pulgares sosteniendo el barro para que los otros dedos vayan arañado la forma del cántaro o del botijo o de todos los utensilios que nos hablan de los afanes de otros tiempos, cuando la vida era más pobre pero más intensa y sincera. La alfarería es uno de los últimos vestigios –vestigio ennoblecido ahora que los cacharros de barro ya no son ajuar para la casa del pobre– de aquel tiempo en que el trabajo de las manos sostenía todos los arcos de la riqueza de un país.
Ver trabajar a los que saben hacerlo con las manos me da envidia y me produce sosiego. Las manos sobre la madera, sobre el hierro, las manos del albañil o las que recogen tomates o aceitunas dicen una verdad que jamás podrán decir los otros oficios, los oficios tramposos que hurtan esfuerzos perdiéndolos en palabrerías vanas. Al fin y al cabo uno puede mentir con las palabras pero nunca puede hacerlo con las manos: las manos son una sabiduría antigua, ya lo he dicho, pero también son una verdad incontestable, y por eso el oficio del juez o del político es mentiroso y no lo es el de alfarero. Uno es lo que sus manos hacen, con lo cual algunos apenas si somos nada porque tenemos torpes las manos, y otros –los alfareros– lo son todo.
Y luego, claro, está la otra admiración que nos produce a los que no sabemos hacer nada ese señorío de los que trabajan con las manos: las manos son capaces de crear sagas, de hilvanar muchas generaciones en un hilo común, en una cantinela que declina muchas voces con un mismo son, como si la habilidad de las manos sobre el barro se heredara con la sangre y las palabras sosegadas del alfarero. En la casa de Paco Tito hay una foto hermosísima en la que, junto al retrato en barro del viejo abuelo Tito, están situados Paco, Juan Pablo y el pequeño Tito. Al verla uno entiende de golpe el misterio definitivo del barro, del que está hecha la escultura del primer Tito de la saga y del que al fin y al cabo estamos todos hechos, y uno entiende que la virtud de este trabajo basado en el esfuerzo de las manos es que reúne en un cántico sin fronteras a todos los que desde hace siglos han bajado a la Calle Valencia a sentarse frente al torno y, perdidos en sus pensares –hondos pensares de hombres sabios, o sea, de hombres que nunca pisaron la universidad–, trabajar dándole forma a los cacharros, jugando a ser Dios.
…la puerta del horno es pequeña. Dentro, una cúpula de piedra está llena de cacharros relucientes, recién cocidos con un ritual más antiguo que las vigas de madera que sostienen el alfar de Paco Tito. Unas horas antes el fuego ha vibrado rojísimo dentro de este recinto casi sagrado, luchando por llenar de eternidad la quebradiza fragilidad de la tierra empapada en agua de lluvias. Cuando los alfareros saquen las piezas verdes del horno lo harán lentamente, con la ternura del hombre que conoce y podría dar nombre a cada una de las piezas que ha realizado, con la lentitud de quien sabe que las manos no tienen prisa porque ellas serán capaces de jugar con el tiempo hasta que el tiempo las venza definitivamente sobre el corazón apagado… ¿Nunca han estado en una alfarería?… A mí me gusta ir de vez en cuando a la Calle Valencia y pasear silencioso por las estancias blanqueadas de estas casas de Melchor o de Paco Tito. Y asomarme a la ventana y ver la tarde sobre el barrio de San Millán, detenida en los granados del patio. Y no me calma el ansia tanto saber que el tiempo está suspenso en el viejo barrio mozárabe como la certeza de que abajo, en el obrador, Paco Tito o Juan Pablo siguen hablando de eternidades con sus manos puestas sobre el barro. Y que mañana las manos de ese niño que llama Tito seguirán evitando que se pierda este oficio de hombres rectos y de sabidurías elementales.
(Publicado en IBIUT, núm. 161, abril de 2009)
1 comentario:
Creo que un Úbeda estamos tan acostumbrados al apellido Tito (como a tantas otras cosas) que olvidamos que tenemos de paisanos a una familia de grandes artistas.
Buena entrada esta de los alfareros, en la línea de lo que siempre escribes. Enhorabuena Manolo.
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