El olivo está “triste, cansado, pensativo y viejo”, es un árbol sobrio que contagia su emoción contenida y gris a la tierra que habita y a los pueblos que lo adoran. El olivo carece de efusiones líricas –su flor, en mayo, es apenas visible– y el color de sus hojas tiene como todo un tiempo encima y es resumen de todas las edades: ¿al mirar los olivos sobre el campo de Jaén, en las campiñas de Córdoba y Sevilla, no parece que el paisaje ensaya un desengaño, como si estuviese el viejo árbol de los troncos retorcidos vuelto ya de todos los viajes? Los trigales son una niñez revoltosa del campo, y los naranjos una adolescencia, y los viñedos el pregón de la risa oscura en las noches de fiesta. Pero los olivares y olivares de las tierras altas de Andalucía han puesto los paisajes y a sus habitantes de color taciturno, sobrio, como el propio olivo, que no es pródigo en vanidades. El olivo ha marcado un carácter para muchos andaluces, porque se puede ser andaluz a la manera del olivo y del aceite, que es una manera triste pero densísima: se contiene lo de fuera para que crezca y arraigue lo de dentro, nada se derrama para que nada se pierda en la vorágine de los días que pasan porque todo debe estar atado en el tiempo que queda.
Es ese el milagro del olivo, que no anuncia su riqueza –su flor es tímida, el fruto oscuro y pequeño, sus hojas apagadas y el tronco está hecho de tierra reseca– para luego desbordarla con la lentitud de lo que resume en su interior toda la fuerza de la creación: ahí el aceite, brillante, dorado, hermosísimo, que se despereza en chorros tranquilos de arroyo sin prisas, de río que no tiene mares a los que llegar, el aceite como una fuente amarilla con la que se ungió el cadáver de Patroclo y el cuerpo mismo de Cristo, el aceite como venero pálido que alumbró las noches de los muchos inviernos y que se escurrió con mil sosiegos por sobre las frutas cortadas o entre las carnes que había que conservar, y en el aceite están las lluvias de la primavera y el sol de agosto y la brisa de octubre, y es el aceite un compendio de los siete días en los que Dios hablaba, aunque no sabemos ver ese milagro porque no miramos en la dirección de la profundidad. El olivo es triste y es profundo, pero es generoso, como las manos de nuestros abuelos –llenas de callos y durezas–, que abrieron la tierra y la regaron con sus lágrimas y sus hambres, que al olivo le dieron nombre de madre y lo llamaban “oliva”, que recogían aceitunas y apenas podían luego aliñar sus vidas con el aceite, pero todo esto ya lo dijo Miguel Hernández.
El olivo imprime un carácter. El aceite es el carácter del olivo. Y también el carácter de las naciones del Mediterráneo, que desde hace muchos tiempos han honrado con aceite a sus dioses y bendicen el óleo de tierra y sol para que con el aceite bendito cubra Dios la frente de los recién nacidos y los ojos cegados de los muertos. El aceite que nos recibe en la vida y nos despide en la muerte, que nos acompaña y nos enseña con su silencio voraz, el aceite que horada orillas en las almas de tantos andaluces hechos a imagen y semejanza de los olivares y que hermana pueblos y religiones, el aceite que es madre de todos los dioses y de las tribus y de los solitarios y que ya estaba en las bodegas de Argo cuando Jasón y los argonautas navegaron en la noche del temporal, que es nuestra noche.
…Al pie de las murallas derruidas se extiende un mar de olivos. En la mañana de mayo el olivar anuncia una marea de platas, una pálida y suave evocación de todas las vidas. Están las olivas enfrascadas en sus pensamientos, reflexionando sobre el aceite que bulle ya en las arrugas de sus troncos. Y se agitan sus ramas, como si quisiera un dios anidar entre aceitunas.
(Publicado en PERLAS DE ANDALUCÍA, Revista de Ganadería, Agricultura y Pesca en Andalucía. Distribuida el día 13 de mayo de 2009 con los diarios Ideal, La Voz, Sur y ABC-Sevilla).
Es ese el milagro del olivo, que no anuncia su riqueza –su flor es tímida, el fruto oscuro y pequeño, sus hojas apagadas y el tronco está hecho de tierra reseca– para luego desbordarla con la lentitud de lo que resume en su interior toda la fuerza de la creación: ahí el aceite, brillante, dorado, hermosísimo, que se despereza en chorros tranquilos de arroyo sin prisas, de río que no tiene mares a los que llegar, el aceite como una fuente amarilla con la que se ungió el cadáver de Patroclo y el cuerpo mismo de Cristo, el aceite como venero pálido que alumbró las noches de los muchos inviernos y que se escurrió con mil sosiegos por sobre las frutas cortadas o entre las carnes que había que conservar, y en el aceite están las lluvias de la primavera y el sol de agosto y la brisa de octubre, y es el aceite un compendio de los siete días en los que Dios hablaba, aunque no sabemos ver ese milagro porque no miramos en la dirección de la profundidad. El olivo es triste y es profundo, pero es generoso, como las manos de nuestros abuelos –llenas de callos y durezas–, que abrieron la tierra y la regaron con sus lágrimas y sus hambres, que al olivo le dieron nombre de madre y lo llamaban “oliva”, que recogían aceitunas y apenas podían luego aliñar sus vidas con el aceite, pero todo esto ya lo dijo Miguel Hernández.
El olivo imprime un carácter. El aceite es el carácter del olivo. Y también el carácter de las naciones del Mediterráneo, que desde hace muchos tiempos han honrado con aceite a sus dioses y bendicen el óleo de tierra y sol para que con el aceite bendito cubra Dios la frente de los recién nacidos y los ojos cegados de los muertos. El aceite que nos recibe en la vida y nos despide en la muerte, que nos acompaña y nos enseña con su silencio voraz, el aceite que horada orillas en las almas de tantos andaluces hechos a imagen y semejanza de los olivares y que hermana pueblos y religiones, el aceite que es madre de todos los dioses y de las tribus y de los solitarios y que ya estaba en las bodegas de Argo cuando Jasón y los argonautas navegaron en la noche del temporal, que es nuestra noche.
…Al pie de las murallas derruidas se extiende un mar de olivos. En la mañana de mayo el olivar anuncia una marea de platas, una pálida y suave evocación de todas las vidas. Están las olivas enfrascadas en sus pensamientos, reflexionando sobre el aceite que bulle ya en las arrugas de sus troncos. Y se agitan sus ramas, como si quisiera un dios anidar entre aceitunas.
(Publicado en PERLAS DE ANDALUCÍA, Revista de Ganadería, Agricultura y Pesca en Andalucía. Distribuida el día 13 de mayo de 2009 con los diarios Ideal, La Voz, Sur y ABC-Sevilla).
3 comentarios:
Gracias amigo por tus palabras por mis 50. Internet tiene esta cosas, mucho ruido , mucha confusión y pocas y valiosas amistades que enriquecen nuestra vida.
Un abrazo
tu amigo "argentino"
Sublime, Manolo.
Me vienen a la mente mil pensamientos, mil emociones, y quisiera yo ahora desparramarlas, como el aceite mismo.
Pero no digo mas, sublime.
Ya te di las gracias por tu comentario en persona, Javier, pero me parece que de bien nacidos es ser agradecidos y lo lógico es que quede constancia aquí, aunque sea con tanto retraso. Pero ya sabes que el dichoso lumbago me ha tenido unos días en el lecho del dolor... ¡y qué dolor!
En el fondo, y después de tanto tiempo con esto del blog y aunque no te lo creas, esto comentarios elogiosos me siguen poniendo colorado.
Un saludo.
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