miércoles, 7 de enero de 2009

O EL CAOS O EL REALISMO DE LA ESPERANZA



En los años transcurridos desde la caída del Muro de Berlín la historia ha ofrecido ejemplos suficientes –desde el genocidio de Ruanda hasta los grandes atentados islamistas pasando por las guerras balcánicas o el temor a una pandemia de gripe– para demostrar que no era cierta, o al menos no del todo, la profecía de Francis Fukuyama, que tras el derrumbe del imperio comunista anunció que la historia había terminado. La verdad es que la historia ha seguido fluyendo por los cauces habituales, pero en un punto la teoría de Fukuyama ha resultado ser absolutamente cierta: la historia, como dinámica de tesis y antítesis ideológicas, finalizó en 1989, de tal modo que a fecha de hoy el capitalismo carece de alternativas como sistema económico. Más aún: si consideramos que los regímenes en los que se conjugan libertades públicas y modelos capitalistas de producción son el estadio superior de la historia del hombre, lo cierto es que no se avecina por el horizonte ningún paradigma capaz de suplantar este modelo por otro más eficaz en la provisión de libertades y de riqueza. La democracia liberal capitalista ha ganado la batalla de la historia y parece ser que Fukuyama tenía razón: no porque haya terminado la historia pero sí porque han dejado de existir los diálogos para decidir qué historia se hace y cómo se hace la historia.

Y sin embargo, un malestar creciente, un desasosiego sin nombre, agita las profundidades de las sociedades de la opulencia, cómodamente instaladas hasta el momento en su abanico de derechos y riquezas. La crisis energética y la crisis financiera conforman dos caras de una misma moneda: la más profunda crisis que ha sufrido el capitalismo desde la Gran Depresión de los años 30, lo que en realidad supone un interrogante que llena el futuro de oscuridades: ¿y ahora qué?

Pese a lo que algunos profetas de la utopía parecen anunciar con felicidad, la crisis actual no supone –o al menos no por ahora– un cuestionamiento generalizado del capitalismo y mucho menos de la democracia. Lo que pone de manifiesto la crisis es el agotamiento de una cosmovisión de la realidad surgida de la revolución conservadora de los años 80, basada en una amalgama amoral de neoliberalismo descarnado en lo económico, darwinismo en lo social y neoconservadurismo en los ámbitos de lo político y lo moral. El estrepitoso derrumbe del modelo comunista y la estela de miseria generalizada que dejó tras de sí, no ha hecho sino agudizar la imagen victoriosa de la revolución postcapitalista: es como si en 1989 los ideólogos y defensores del Modelo RT (Reagan/Tatcher) hubiera encontrado entre los cascotes del Muro de Berlín las razones definitivas –la solución de continuidad de la historia– que han servido para justificar los ataques generalizados contra las reaciones sociales basadas en la solidaridad entre clases y estados, contra el modelo económico del bienestar sostenido por el reparto de la riqueza, el control de los flujos financieros y el respeto al medio ambiente, y contra una alternativa política basada en la distensión, el multilateralismo y la consiguiente ampliación de los foros internacionales. La esperanza de un mundo diferente y mejor, surgida tras el fin de la URSS y de su imperio, pronto fue destruida por los ritmos propios de la historia y convenientemente ocultada –no lo olvidemos– por los pregoneros del postcapitalismo, que nunca mostraron interés alguno en buscar soluciones profundas y reales a los problemas de la exclusión social, la inmigración o los fenómenos de terrorismo islamista, conscientes de que cuanto más agudos se hicieran estos problemas más razones encontraría ellos para dar una vuelta de tuerca a su política de depredadores sociales y guerreros morales.

Y hete aquí que de pronto la crisis pone sobre el tapete de la historia los grandes asuntos que venían sacudiendo las fallas del bienestar occidental. Casi de un día para otro las sociedades de la opulencia se han encontrado con que existe un intrincado laberinto de problemas interrelacionados, que ponen al hombre del siglo XXI ante el que posiblemente sea el conjunto de retos más difíciles a los que se ha enfrentado el ser humano a lo largo de su historia. La carencia del petróleo y su previsible agotamiento en el horizonte de un par de generaciones, provocando en treinta años una crisis que puede alcanzar proporciones civilizatorias; las evidencias de los efectos que la acción humana está teniendo en los cambios de ritmo del medio ambiente y sus repercusiones sobre bienes fundamentales como el agua; la tensión creciente generada en tres cuartas partes de la humanidad por el agujero negro de la pobreza y la reacción ciega del mundo rico, negándose a afrontar la solución de ese drama y construyendo muros que cierran los caminos a la inmigración, lo que no hace sino aumentar la espiral de desesperación y odio entre los países subdesarrollados; el auge de los movimientos islamistas radicales que articulan el único paradigma que parece oponerse a las democracias capitalistas; o el renacer de los autoritarismos de la derecha en Europa, de los que la Italia de Berlusconni, avant la lettre, vuelve a ser como ya la fuera en los años 20 tan sólo un heraldo, son algunos de los grandes retos a los que nuestras sociedades se enfrentan, recién despiertas del espejismo producido por la fiebre financiera.

Ante retos de tal magnitud, ¿cómo sostener que Fukuyama tenía razón y que su descabellada profecía está resultando ser cierta más allá incluso de lo pensado por él? Hemos dicho que no existe una alternativa al capitalismo, pero la realidad que esta crisis ha dejado al descubierto es aún más grave: tampoco existe alternativa al postcapitalismo declinado sobre la base de neoliberalismo, darwinismo y neoconservadurismo. Las razones construidas por el Modelo RT han sido tan potentes y su creencia en ellas tan firme, que en realidad no han servido tanto –según vemos– para garantizar el éxito de ese paradigma, que ahora hace aguas, como para abortar cualquier constructo que no se fundamente en la reducción de impuestos, la contención del gasto público, el adelgazamiento hasta la anorexia de la protección social y los derechos de los trabajadores o el tratamiento de todo aquello que puede comprarse y venderse –incluso la fuerza humana de trabajo– como un bien susceptible de ser sometido al imperio del mercado. En realidad las políticas de desprotección de los trabajadores y de privatización de lo público, de disminución de la presión fiscal directa y de reducción sistemática de los niveles de reparto de la riqueza han sido fielmente seguidas por los grandes partidos socialdemócratas europeos, con la única excepción del modelo Jospin: el laborismo de Blair, el SPD de Schröder e incluso el PSOE de Rodríguez Zapatero –con su rebaja del IRPF y su aumento de los impuestos indirectos, por ejemplo– han abundado en las razones de la revolución conservadora. Y ahora la socialdemocracia y la democracia cristiana –que fueron las grandes valedoras del capitalismo social del bienestar– carecen de argumentario que ofrecer frente a las evidencias de la crisis, mientras que desde el postcapitalismo se sigue defendiendo la idea de que la crisis se ha producido porque aún no se ha permitido al mercado desplegar sus leyes internas sin trabas algunas. Digan esto por convencimiento o por cinismo, lo cierto es que frente a las razones de Aznar o de Bush no se atisban razones –y soluciones, tan urgentes– sólidas basadas no en un incierto utopismo de pseudomarxismo marchito sino en el necesario realismo de las correcciones plausibles del sistema.

El Nobel Paul Krugman es una de las pocas voces que con autoridad y argumentos pide la expansión del gasto público o el control de los flujos financieros, una vuelta al keynesianismo, que ha demostrado ser la teoría económica más eficaz para garantizar la estabilidad del sistema. Tal vez este sea el gran reto de la (post)izquierda en este tiempo convulso: pensar en términos de realidad. Porque no se trata hoy –posiblemente mañana tampoco– de superar el capitalismo sino, simplemente, de hacerlo habitable y compatible con el futuro viable de la especie humana. La izquierda tiene que volver la vista atrás y extraer lecciones necesarias para el futuro: pero no hay que mirar a los movimientos revolucionarios que se tradujeron en nada o en miseria y dictadura, sino a la gestión eficaz de los políticos que, sostenidos por la teoría keynesiana, hicieron posible a partir de los años 50 y 60 el tiempo de mayor prosperidad y más amplio bienestar de nuestras sociedades. Y en esta empresa tampoco estaría mal que la izquierda volviera a pensar en términos internacionales, proponiendo medidas que sirvan no sólo para corregir problemáticas nacionales sino también para influir en un nuevo marco de relaciones internacionales a todos los niveles. La globalización ha demostrado que las bombas que explotan en Afganistán provocan parados en España y que las fábricas que se abren en Turquía son las mismas que se cierran en Holanda. La globalización también ha demostrado que la sequía que asola Etiopía y las guerras del Zaire cuando provocan oleadas de emigrantes en busca de la tierra prometida, generan movimientos neofascistas en una Europa desorientada y asustada que se ampara en el miedo a lo desconocido para ir cuajando, como carne podrida, una nueva forma de autoritarismo bajo la epidermis de nuestras sociedades.

La crisis le ha dado la razón a Fukuyama: no existe una historia plausible que oponer a las historias del capitalismo Modelo RT. Y cuando urge pensar el futuro de otra manera, nos abocamos del caos provocado por la crisis al caos provocado por la ausencia de alternativas no ya al sistema sino incluso dentro del propio sistema. Desgraciadamente la profecía del fin de la historia ha venido a ser más certera de lo que su creador pensó, salvo que alguien tenga la audacia suficiente para pensar el realismo de la esperanza.

(Publicado en TEMAS PARA EL DEBATE, núm. 170, enero 2009)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Uf...

Anónimo dijo...

Denso y largo artículo, pero muy interesante, fructífero y bien escrito.
Antonio.