Cada año, por noviembre, el día de Todos los Santos le devuelve a la muerte su actualidad nunca perdida. Jugamos los hombres contemporáneos a intentar esconder o burlar la muerte, a alejarla del entramado cotidiano de nuestras vidas, como si fuese posible desdibujar el horizonte que ella pone delante de todas las existencias. Y cuando llega el 1 de noviembre —con su ritual de las flores y las castañas y las gachas y las flores y las visitas a los cementerios, y con su nuevo ritual de Halloween que a nosotros nos resulta extraño pero que nuestros hijos ya asumen como suyo— la muerte reivindica su puesto preferente dentro de todo lo que es humano.
Decía Spinoza que «el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría es una meditación no sobre la muerte sino sobre la vida», cuando lo cierto es que cualquier pensamiento sobre la vida tiene que hacerse siempre desde el amarradero de certezas que la muerte es. Porque si no pensamos así ocurre lo que está ocurriendo en este tiempo nuestro: que al creer que podíamos renunciar a la meditación sobre la muerte, al creer que podíamos obviar su dura realidad —al fin y al cabo la muerte es lo único real de toda vida—, pensamos que ganaría el pensamiento sobre la vida, y ha resultado todo lo contrario, pues al querer privarnos del telón de fondo de la muerte hemos reducido la vida a una sucesión de insustancialidades y banalidades. Vivimos una vida sin peso ni fondo porque queremos vivir una vida sin muerte. Y al fin y al cabo sólo somos «mortales amantes de mortales», según dice Compte Sponville, cuerpos frágiles que se troncharán con la visita inesperada de la muerte —«para morirse sólo hace falta estar vivo» dice un buen amigo—, carne herida de finitud. Queremos acallar esa conciencia de la caducidad que nos espolea desde el fondo de nuestro cuerpo; pero la realidad de la muerte es tan tozuda, tan omnipotente, que tenemos que buscar otros sustitutivos: por no querer hablar de la muerte vemos películas de miedo en las que la muerte es el personaje principal, o nos disfrazamos de fantasmas o seres terroríficos, porque sabemos que no hay terror mayor que el de haberle visto los ojos a la muerte y volver para contarlo.
¿Por qué nos espanta tanto la muerte? En realidad porque nos priva de manera radical de nuestro cuerpo, que es la única certeza y la única propiedad que tenemos y sobre la que podemos ejercer algo parecido a la soberanía. Por más que aderecemos nuestra carnalidad con religiones, filosofías y teorías, somos carne y desde la carne pensamos y amamos, gozamos y reímos. Pero la carne que somos es demasiado frágil, muy poco consistente: «Se muere con demasiada facilidad. Morir debería ser mucho más difícil», señala Elías Canetti. Y es esa facilidad con la que nuestra carne puede apagarse lo que le otorga a la muerte su inmenso poder, la sobrecogedora fascinación que ejerce sobre nosotros: ante la muerte somos siempre niños suspendidos en el abismo.
Como el cuerpo es la vida, cualquier cosa que recorte esa plenitud de la carne se transforma en una evocación o en un anticipo de la muerte. Hay, por eso, muchas maneras de estar muertos sin necesidad de que nuestro corazón haya dejado de latir: la muerte es también la lenta agonía que produce cualquier tristeza, cualquier desesperanza. «Muerto en vida», decían los antiguos para referirse a aquellos que, presos de una pena terrible, simplemente se limitaban a sobrevivir, desdibujado el perfil de su plenitud existencial, cansado su cuerpo de reivindicar el sol y el viento y el mar. La sabiduría de nuestros antepasados captó la esencia misma de la muerte: morir es cualquier forma de acabamiento, de renuncia, cualquier derrota que se vaya apoderando del ser humano.
Por desgracia vivimos un tiempo que se ha especializado en producir en masa «muertos en vida». Muertos en vida son todos esos parados que han perdido la esperanza de encontrar trabajo y que sólo pueden darle de comer a sus hijos pasando por la humillación de la caridad; muertos en vida son las familias sobre las que pende una orden de desahucio y que se verán arrojadas al arroyo con la complicidad de políticos, banqueros y jueces; muertos en vida son los padres que han perdido a una hija víctima de un asesinato cruel o del cáncer o de un accidente de tráfico; muertos en vida son los enfermos que han renunciado a la lucha... Morir mientras se vive es entregar por fascículos nuestra vida a la muerte, es un sufrimiento inconsolable que provoca la piedad de los otros. Porque ese el «lado positivo» de la muerte: que es capaz de inspirarnos una «ternura sobrecogedora» según Elías Canetti. Dice el filósofo que cuando sabemos que una persona podría morir pronto nos inspira una ternura así y amamos irresponsablemente su vida, su cuerpo, sus ojos, su respiración, y que si se recuperan la amamos más aún y «les suplicamos que no vuelvan nunca a morirse». ¿Será que es la muerte —la conciencia de la muerte— la que funda nuestra humanidad y que el primer ser humano fue el que supo que se moría? Si así fuese, la muerte sería madre. Madre terrible, madre que no se ama sino que se aborrece y se teme, pero madre al cabo que nos crea como lo que somos y que termina acunándonos para siempre, en la eternidad o en la nada.
Para amar la vida es necesario asumir la muerte. De igual modo que para disfrutar de la felicidad necesitamos el contrapunto del dolor y para comprender la dicha de la plenitud hay que padecer la tragedia de la pérdida. En el «Libro de los Muertos» se pregunta Canetti qué sustituiría el dolor de la pérdida si la muerte no existiera y duda si lo único que habla a favor de la muerte no será «el que necesitemos este inmenso dolor, el que sin él no seamos dignos de llamarnos hombres». Todo lo que se ama causa dolor: nos causa dolor dejar la vida porque la amamos demasiado. Y la humanidad, que se funda sobre el amor y el dolor, sólo puede ser encarada a la muerte, que otorga su poderosa fuerza a esas dos potencias fundadoras de lo humano. La muerte crea el dolor y le da sentido al amor, que es la única herramienta de las personas para paliar la devastación del dolor y de la muerte.
Le tenemos miedo a la muerte, legítimamente: con ella terminamos y se termina cuanto somos y tenemos y queremos. Pero el remedio contra la muerte no es la inmortalidad. Recordemos el espanto de Marco Flaminio Rufo —el protagonista del cuento «El Inmortal» de Borges— cuando llega a la Ciudad de los Inmortales y contempla el suplicio terrible que supone no poder morir. (¿Cómo olvidar la agonía sin límite del sediento al que no dan agua?) La inmortalidad priva de sentido a los actos de la vida: es la muerte lo que dota de sentido a la vida. Un sentido paradójico y terrible, pero el único sentido que tal vez la vida pueda tener. ¿Hay, pues, otro remedio para la muerte que no sea la inmortalidad? Shakespeare lo dijo con claridad: solamente «quien se quita la vida, se quita el miedo a la muerte». El suicidio como respuesta a la muerte: morir para intentar vencer a la muerte, fundirnos con ella pensando que nos liberamos. La radical incomprensibilidad de lo humano, hijo de la muerte, el laberinto indescifrable en el que nos sumió el descubrimiento de nuestra mortalidad.
(ÚBEDA IDE@L, Núm. 12, octubre de 2012)
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