Pasó la huelga general y las masivas manifestaciones que llenaron las calles de ciudadanos hartos. Y como era de esperar cada uno acentuó la huelga conforme a la graduación de sus gafas ideológicas: los unos resaltaron los insultos, neumáticos quemados o zarandeos de los piquetes sindicales a quienes acudían a trabajar o a abrir sus negocios; los otros, el chantaje, las amenazas y las presiones que seguro sufrieron en silencio y humillados decenas de miles de trabajadores que acudieron ese día a su puesto de trabajo por temor a perderlo si secundaban la convocatoria cívica. Pasó la huelga general y pasaron las manifestaciones, adornadas por el inevitable coro de los conformistas con la cantinela de que “no sirven para nada” ni la huelga ni las manifestaciones. Y barnizadas por el desdeñoso comentario de los contertulios de los medios de la derecha que apuntaban una y otra vez que por muchos que hubiese en las calles clamando contra el sufrimiento que causan los recortes, el gobierno está legitimado porque son muchos más los que una y otra vez se quedan en sus casas. Ambos tipos sociológicos –los ciudadanos que se dan a sí mismos argumentos para convencerse de que lo sensato es no secundar huelgas ni manifestaciones y los tertulianos que, como en los viejos tiempos, apelan a la mayoría silenciosa– pecan de desmemoria y son, en realidad, una vía de agua en el edificio de las libertades públicas y de los derechos sociales.
Parecen olvidarse los opinadores de los medios de la derecha, que se proclaman a sí mismo como liberales, de que la dinámica de la historia no les da la razón: siempre fueron grupos comparativamente reducidos y muy perfilados ideológicamente los que impulsaron los cambios sociales. Creados por estos grupos el caldo de cultivo del cambio, fue luego este impulsado por la sociedad. Así ocurrió con las revoluciones burguesas. Así ocurrió con el mismo final de la dictadura franquista: no hubo manifestaciones multitudinarias que pusieran al régimen contra las cuerdas; hubo –como la hay ahora– una ebullición de malestar, de deseo de cambio y transformación, no masivo pero sí muy vivo en las universidades, las parroquias de los barrios obreros, las incipientes asociaciones de vecinos, las comisiones obreras clandestinas, las primeras asociaciones feministas. Fue allí, entre esa minoría concienciada, donde se creó la barrera social que hizo imposible la continuidad histórica del régimen surgido del golpe de Estado de 1936, que apelaba a la “mayoría silenciosa” para perpetuarse pero que, llegado el momento, se encontró con que el silencio no era síntoma de aquiescencia para con la tiranía sino temor o vergüenza a sumarse a la causa de la libertad.
Y cabe suponer desconocimiento absoluto de su propio pasado a quienes piensan que nada de lo que está sucediendo en las calles de Europa y de España sirve para nada. Son ciudadanos ilusos, encantados de haberse conocido, que piensan que todo cayó del cielo o que es algo que ha existido siempre aquello de lo que hoy disfrutamos: el derecho de voto, la libertad de expresión, la libertad de huelga, la libertad de reunión y asociación, los derechos de las mujeres, la protección de la infancia, la sanidad y la escuela públicas, las vacaciones pagadas, la jornada laboral limitada, los sueldos más o menos dignos, la igualdad en el acceso a la Justicia y ese largo etcétera de pequeñas cosas que hacen nuestras vidas más dignas y más libres que las de nuestros antepasados. Se olvidan de que no hay ni un solo de nuestros derechos, ni una sola de nuestras libertades, que no haya tenido que ser arrancada a los poderosos con huelgas y con manifestaciones. Y muchas veces con cárcel, tortura y sangre. Sólo por respeto a quienes dieron sus vidas y sus sueños para que nosotros hoy disfrutemos de lo que nos quieren robar, sólo por eso, deberían abstenerse de decir que “no sirve para nada” la lucha cívica. No la secunden sino quieren, pero no olviden que todo se ganó así.
(IDEAL, 22 de noviembre de 2012)
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