Fui anoche a ver Lo Imposible, la película de J. A. Bayona y muy pocas veces he sentido en el cien ese torrente de sentimientos. Qué difícil respirar cuando nos sentimos aplastados por la tromba de agua del maremoto y golpeados por los mil objetos que el mar arrastra tierra adentro con miles de esperanzas y de sueños y de vidas, qué difícil respirar cuando el nudo se nos atraganta y las lágrimas burbujean en la frontera de los párpados. Qué fácil identificarse con los protagonistas, con su angustia y su sufrimiento, con su dolor íntimo y dignísimo, con su solidaridad, con su deseo de sostener la vida de los que aman, con su desesperación por encontrar a los tragados por el mar, con su profunda sensación de impotencia y de desolación, con su angustia, con su alegría egoísta cuando comprueban que todos los suyos están vivos.
Lo Imposible es una película excepcional que recrea el drama humano que la furia de la naturaleza provocó el 26 de diciembre de 2004: de todo aquello quedaron trescientos mil muertos, decenas de miles de personas que desaparecieron para siempre y que no pudieron ser recuperadas por sus familiares, medio millón de heridos, cientos de miles de personas desplazadas y sin hogar. Conmueve, especialmente, el sufrimiento de los niños, que siempre se llevan la peor parte de los desastres de la naturaleza y de los desastres de los hombres. Lo Imposible es una película extraordinaria no ya sólo por el virtuosismo con el que recrea aquel drama de dimensiones apocalípticas y al que nosotros asistimos desde la comodidad de nuestras casas, sino sobre todo por la capacidad para introducir en nuestro interior un profundo sentido de la humanidad, de la humanidad concebida en un sentido radical, con todo lo malo que los seres humanos llevamos dentro de nosotros, pero sobre todo con tanto bueno como somos capaces de demostrar: nuestra capacidad de amar, nuestro amor reptiliano por nuestras parejas y nuestros hijos y nuestros padres y nuestros amigos de corazón, esa necesidad de proteger lo que queremos y de sentirnos amparados por ello, nuestras posibilidades para superar lo peor y para encontrar siempre dentro de nosotros una llama de luz diminuta que nos permite ponernos en el lugar de los que sufren y de los que lloran.
Y ese es el mérito principalísimo de Lo Imposible: que al poner de manifiesto lo absurdo del Universo, su absoluta carencia de sentido o finalidad, que al demostrar que somos producto del azar y del caos y que por lo tanto estamos sometidos a los caprichos y las arbitrariedades del azar y del caos que en cualquier momento pueden romper de un manotazo feroz la frágil red que sostiene nuestras vidas y nuestros proyectos y nuestros amores, que al enseñarnos todo eso nos enseña que estamos solos en esto de la vida, que nada cabe esperar de fuera de nosotros mismos y que por lo tanto sólo de nuestra capacidad para conformar lazos de compasión, de generosidad y de entrega para aliviar el sufrimiento de los demás depende el hacer una vida mejor y más decente. El gran drama del ser humano es que somos los únicos seres conscientes de lo absurdo de la existencia y de su fragilidad; la cara de esa pesada carga que llevamos con nosotros desde que el primero de los nuestros tuvo miedo y amontonó lágrimas en los ojos ante el dolor o la muerte de alguien a quien quería, la cara de esta carga tantas veces insoportable, nos la enseña Tom Holland en su excepcional papel como Lucas en Lo Imposible: somos seres que sufren y que tienen miedo, pero somos sobre todos seres que hemos aprendido a tender la mano. Esa mano que rescata a los niños atrapados por los matojos amontonados por el maremoto, esa mano que levanta el pie sangrante de la madre para ponerla a salvo en lo alto de un árbol y que luego le da gajos de mandarina para aliviar su sed, esa mano que guía al padre sueco hasta la camilla en que la está su hijo, esa mano que estrecha a los hermanos y al padre en el momento feliz del reencuentro. Al fin y al cabo lo que diferencia a los seres humanos del resto de los animales es un cerebro capaz de pensar y de hacernos sentir y una mano dotada de un pulgar excepcional, capaz de plegarse sobre sí mismo para sostener comida y para agarrar las manos de los que necesitan ser levantados y para cerrar los ojos de los que se nos van muriendo.
Al salir del cine a la noche estrellada y fría, era imposible no sentirse perdido en medio de tanta inmensidad pero feliz de tanta generosidad como puede anidar en el corazón de las personas. Ser generosos en medio de este laberinto sin sentido: he ahí el mensaje implacable de Lo Imposible.
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