Puedo buscar mil razones egoístas, puramente personales, para sumarme mañana a la huelga general. Soy funcionario, y por tanto he perdido sueldo, me han robado la paga de Navidad y cada día veo como los políticos dudan de la profesionalidad del colectivo al que pertenezco. Soy padre de un niño que va a la escuela pública en la que se recorta sin piedad. Yo hijo de una persona que necesita ahora más que nunca de una sanidad pública en la que el único interés sea cuidar a las personas. Soy amigo de pequeños empresarios y profesionales a los que les han subido el IVA y que ven como sus negocios van tirando a mal porque la gente sólo tiene miedo en los bolsillos. Soy amigo de trabajadores a los que sus jefes les han modificado las condiciones laborales según les ha venido en gana y sin importarles ni sus derechos ni su derecho a disfrutar de su familia, amigos que mañana no podrán sumarse a la huelga porque han sido amenazados por sus jefes y que ni siquiera podrán denunciar esas amenazas porque pasarían a engrosar las listas del paro. Soy amigo de parados que no tienen perspectivas de encontrar trabajo digno. Soy hermano de jóvenes que sólo encuentran horizontes fuera de este país. Soy familiar de pensionistas que sólo a duras penas pueden llegar a final de mes. Soy uno de esos millones de españoles que el año pasado tuvieron que pagar más de 1.800 euros para salvar a los bancos, lo que significa que el poder político le robó a mi familia más de 5.400 euros y se los traspasó, vía presupuesto, a la banca.
Puedo encontrar mil razones políticas —de política de bajo vuelo— para sumarme a la huelga general de mañana. Estoy convencido de que hay mil razones para hacer una huelga contra el PP y el PSOE y contra toda la casta política que nos gobierna, una huelga contra los bancos, contra Merkel, contra los propios sindicatos convocantes, contra la patronal, contra la monarquía y la Conferencia Episcopal, una huelga del enfado y de la indignación contra casi todo y contra casi todos.
Pero sin embargo no tengo la sensación de sumarme a una “huelga general” clásica. No voy a la huelga bajo la bandera de ningún sindicato ni de ningún colectivo ni de ningún partido. Voy a una huelga cívica, civil: me sumo a la huelga como ciudadano y mañana mi única bandera es la de mi conciencia. Simplemente como ciudadano. Nada más y nada menos que como ciudadano. Porque veo que el país en el que creo está siendo desguazado. Yo no puedo sentirme patriota de la bandera ni de Lepanto ni de la españolización de Cataluña: yo me siento patriota de la escuela y la sanidad pública, de la compasión por los que sufren, de las ayudas a los dependientes, de las becas a los hijos de los trabajadores, de los investigadores y los artistas. Y esa patria decente y posible, digna, civil, democrática, solidaria, está siendo ahogada por la política de los recortes de derechos que costó mucho sacrificio conseguir y que se le arrancaron a los poderosos con huelgas como las de mañana: no lo olvidemos. Para mí, que me siento ciudadano antes que patriota, la huelga es, ya digo, un acto de conciencia civil. Y además no quiero que, por la noche, el gobierno y su fascinante método de contabilidad de apoyos sociales me contabilicen entre los contentos con la situación. Pero deberían sumarse a ella también los patriotas que piensan que España es un ente incorpóreo: porque la soberanía nacional de esa patria suya está siendo violada por las imposiciones que vienen de Alemania.
Mañana me sumo a una huelga de ciudadanos.
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