viernes, 2 de noviembre de 2012

ELEGÍA DEL CEMENTERIO





Situado al final de un camino orillado de árboles y levantado alrededor de las ruinas de una vieja ermita, el cementerio está habitado por una forma inesperada de quietud, ajena al trajín de la ciudad. Sólo el caprichoso ruido de la pajarería invisible entre la fonda negra de los cipreses rompe el silencio y el sosiego del cementerio. Y, sin embargo, no resultan ajenos los pájaros al conjunto coral de sensaciones que el cementerio es, porque nada tienen que ver los estorninos o los gorriones con «el mundanal ruido», ese «mundanal ruido» que es —él sí— radicalmente extraño al discurso estético y existencial del cementerio. Vivimos siempre buscando soluciones a nuestros problemas e intentando eludir las respuestas, y el cementerio se burla de nosotros y nos sirve un sedante para el espíritu: todo en él está hecho conforme a un molde de tristeza, tristeza sin dirección ni contorno, decantada en los recuerdos de quienes allí terminaron su trasiego y en la certeza de que un día todos seremos parte de esa infinita cadena de seres apresados por el vacío, perdidos en la estepa fría e infinita de las sepulturas. El cementerio responde —sin torcer el gesto, sin esbozar una sonrisa, sin apuntar una lágrima— a la única pregunta importante de la vida. No hay en el cementerio ansias ni esperanzas, porque ya no las tienen quienes en él descansan de la lucha de la vida convirtiéndose lentamente en seda ajada, en huesos, en ceniza, en polvo... en nada. No responde el cementerio a los criterios y los afanes de la sociedad; todo, en él, se acomoda a otro fin, a ese fin ineludible, inevitable, que es el fin —el final— de toda vida. Mostrándonos la fragilidad de la que estamos hechos, el cementerio nos enseña lo pueril, lo presuntuoso de nuestras preocupaciones. El cementerio, ¡oh paradoja!, seda y cura la angustia del espíritu que dentro de sus muros se ve cercado y se siente asfixiado por el rostro inapelable de la muerte; el cementerio ofrece una celda para que el espíritu, retirado momentáneamente en su interior, se busque: en medio del silencio de la tarde encrespada de nubes grises y húmedas, por entre las sombras de las arcadas herrerianas, en la llama que oscila quebradiza sobre los charcos que dejó el chaparrón de la mañana, por entre el laberinto indescifrable de cruces y ángeles dolientes que se elevan como una plegaria de imposible salvación. ¿Y qué tiene que buscar el espíritu por entre los nombres que nombran ausencias imposibles de llenar, qué en las flores que mañana estarán secas, qué sobre las piedras y los mármoles y los bronces —anhelos vanos de una última fatuidad de lo puramente humano— que van gastando y oxidando los años con la perseverancia mineral de lo que no conoce el agotamiento? ¿Qué se le perdió al espíritu en la madeja trágica del cementerio...?

Se levantó el cementerio como una necesidad sanitaria y es, en realidad, una exigencia para la salud del alma. Porque nos recuerda el material en el que estamos consumados: «estamos hechos de la misma materia de los sueños», exclama desolado un personaje de Shakespeare. Y sana la triste tranquilidad del cementerio porque poda nuestro engreimiento, porque achata las cúpulas de nuestras soberbias y nos deja desnudos y solos en el fondo de la pura carne doliente y gozosa —penosamente frágil, amargamente rebosada de esperanzas— en la que vivimos y que nos morirá un día.

(Estuvo la tarde jugando con el sol de noviembre y el celaje de nubes, mezclándolos como una niña traviesa. A la anochecida, rompió el viento del otoño su canción nostálgica sobre los nombres incontables de los muertos, sobre las fechas y sobre la aflicción de los epitafios... Y en aquella vieja tumba que ya nadie limpia y delante de la que nadie reza, se troncharon los tallos desgastados de unas flores de plástico: suprema fábula del abandono, metáfora definitiva del acabamiento...)

(IDEAL, 1 de noviembre de 2012)

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