viernes, 18 de mayo de 2012

Y NO HALLÉ COSA






Cada vez es más difícil superar el desánimo. Es imposible no sentirnos presas de un pesimismo generalizado que mira —mira sin ver— con los ojos de Quevedo: “y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte.” Miramos a nuestro alrededor, desde la atalaya de nuestros sillones, y todo remite a un derrumbe, a un desplome, como si nuestras vidas y el futuro de nuestros hijos hubieran sido encarcelados en un vasto campo de escombros y cascotes, y como sin en las fronteras del país estuviera a punto de colgarse un cartel que diga que hemos cerrado por puro agotamiento. Leemos los periódicos y oímos la radio como perros que olisquean la catástrofe en el aire que la precede, desorientados, ansiosos de que alguien trace un mapa de la catástrofe. Somos conscientes de que se avecina algo que no sabemos qué es ni como nos afectará: nuestra casa es el miedo.

¿Qué habrá quedado de nuestro mundo —del mundo que para nosotros ganaron nuestros padres y nuestros abuelos— cuando haya pasado esta pesadilla, si es que pasa, cuando todo esto haya terminado, si es que puede tener final? Dickens y Zola y Gorki novelaron la pavorosa vida de hombres, mujeres y niños reducidos a la condición de mercancía que puede comprarse y venderse y abandonarse a su suerte y su miseria cuando no podían producir. Esa capacidad física e intelectual de los trabajadores —que Marx denominó “fuerza de trabajo”— y las vidas de sus hijos valían para los poderosos de la época lo mismo que un saco de habas secas: nada. Contra esa situación surgieron los movimientos obreros y se rebelaron intelectuales y poetas: gracias al esfuerzo y al compromiso de todos los que se dolían de la injusticia y del sufrimiento social fue que se consiguió la prohibición del trabajo infantil, la dignificación de los salarios, la protección de los parados y los ancianos, la escuela y la sanidad públicas, las vacaciones pagadas y el descanso semanal, todo eso que hoy se cuestiona y se quiere finiquitar. Nada cayó del cielo ni fue gratuito: nosotros parece que hemos olvidado aquella vieja lucha, pero los herederos ideológicos de aquellos a los que se les arrancaron nuestros derechos tienen buena memoria y se están tomando la revancha.

Asistimos a la voladura del edificio del bienestar instalados en nuestros comedores, devorados por la televisión y el fútbol, asustados y comidos por la rabia pero paralizados, forzados a creer que todo esto es inevitable y que no hay otra opción. ¿Podremos despertarnos de este mal sueño? Para ello sería necesario que quisiéramos abrir los ojos. Pero, ¿acaso no se vive a gusto en esta ceguera que nos mantiene aislados del dolor y la angustia de tantos? No queremos curar nuestra ceguera para no ver la dimensión del sufrimiento que se ha instalado a nuestro alrededor. Cáritas avisa de que en Asturias se están produciendo altercados alrededor de los contenedores: la gente se pelea por la comida que se tira a la basura. Y una madre deja a su hija recién nacida en la puerta de una guardería de El Ejido pidiendo que no se la juzgue porque es lo más duro que ha hecho en su vida: carece de medios y de casa para cuidarla. Son ejemplos de la enfermedad que asola este país: no, no es —solo— la economía la que está enferma, es nuestra sensibilidad ética y cívica, es nuestra capacidad para ponernos en el lugar de los otros lo agoniza. Nos cerca el sufrimiento de nuestros vecinos, pero encontramos razones para justificar lo que está pasando: “vivimos por encima de nuestras posibilidades, los recortes son imprescindibles.” Ni siquiera cuando las organizaciones sociales nos avisan del sufrimiento que la situación está causando en miles de niños somos capaces de abrir los ojos para ver. Creo que es Joe Gould el que dijo que había llegado tan bajo que para poder tocar fondo tenía que ponerse de puntillas. Así estamos nosotros como país. Tan en el fondo.

(IDEAL, 17 de mayo de 2012)

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