viernes, 25 de mayo de 2012

TÍSCAR





El paisaje, en Tíscar, puede encresparse como un mar sacudido por la tormenta y las moles rocosas se levantan poderosas como las olas grises del temporal. Pero más allá de las caprichosas formaciones de piedra, los parajes trazados en la dirección de Granada ofrecen un remanso, una especie de puerto de llegada o refugio para el naufragio que el espíritu había sentido apabullado bajo la sombra sin resquicio de duda de la mole de Peñas Negras, que levanta orgullosa, invencible, sus ruinas, su pasado. El paraje de Tíscar no es fácil; pero es su dificultad como de barroco trazado por la naturaleza en una continua sucesión de ciclos geológicos lo que lo convierte en un rincón realmente bello. Es como si a través de Tíscar las palpitaciones del cosmos hubieran querido lanzar un mensaje: lo hermoso cuesta, la felicidad —suprema perfección ética del ideal de belleza— es algo recóndito que tiene que ser peleado porque no se consigue fácilmente. Eso es lo que se sospecha en la explanada del Santuario, alrededor de la cual se erizan los fríos garfios de la piedra; eso es lo que se entiende anclar en la Cueva del Agua o de la Virgen.

La Cueva está situada en la cavidad torácica de la montaña, en un fondo sombrío y palpitante como un animal vivo al que se llega descendiendo por un camino de escaleras empinadas, por un estrecho túnel de resonancias evangélicas. A medida que se presiente la cercanía de la gruta, anunciada por el rumor infantil del agua, se acrecienta la belleza de lo que nos rodea: el canto de la pajarería oculta entre la cabellera verde y despeinada de los pinos y los álamos, los tirabuzones de zarzas y hiedra que caen desde las alturas, las paredes minerales en las que el agua ha pulido mil formas caprichosas... El descenso a la Cueva es un viaje iniciático hacia la mansedumbre de lo bello, hacia la serenidad de lo absoluto, hacia esa soledad en la que puede habitar el “amor herido”: no otra cosa que un refugio de heridas íntimas es la Cueva del Agua. Pero sólo puede sentirse esa punzada en el fondo del corazón cuando uno contempla la bóveda gigantesca y el chorro blanco del agua que cae sobre el azul profundo de la poza, construyendo con su voz una especie de paradójico silencio que no podemos expresar con palabras pero cuyo mensaje comprendemos —porque nos sacude dulcemente y sin piedad— en cuanto nos atrapa la belleza del lugar escondido.

El lugar recóndito no es lugar de paso ni de partida: la Cueva de la Virgen de Tíscar es sólo lugar de llegada. San Juan de la Cruz se habría sentido conmovido ante un lugar así, donde “secretamente mora” algo capaz de enamorarnos delicadamente. “Qué bien se está aquí”, nos dice el corazón cuando acampa en el cimiento de la Cueva del Agua, cuando desde la umbría de las rocas que la cercan se abre glorioso el punto de fuga del horizonte, hacia Belerda y Huesa, lleno de sol, ondulante, generoso, como un mapa sin márgenes. En los parajes de Tíscar, Manuel Lozano llegó a la conclusión de que las golondrinas nunca saben la hora, lo que supone un presentimiento de que apresados por el silencio y la voz de Tíscar, por su luz y su sombra, el tiempo se detiene o directamente deja de existir, entregándonos a un sacramento de la celebración íntima, a una efímera eternidad del ser barrido por las brisas de la historia: porque allí cesa todo y todo nos deja en trance de abandono interior, de pura elevación, dejando nuestro cuidado “entre las azucenas olvidado”. En Tíscar —que tiene la belleza de las cosas que no se callan por la noche, que diría Proust— nos sentimos atraídos por el misterio de lo divino: nos habla dentro del corazón algo que si no es el silencio de Dios se le parece mucho. Un silencio que hiere con la manifestación epifánica de una nostalgia: la del paraíso del que fuimos desterrados y que dejó aquí, en las entrañas de Tíscar, un pregón para nuestra vocación de trascendencia.

(IDEAL, 24 de mayo de 2012)

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