martes, 1 de mayo de 2012

VIENE LA VIRGEN





PRIMAVERA. Por lo que respecta a sus “tradiciones”, Úbeda puede copiar a marchas forzadas muchas cosas que vienen de fuera y que salen, relucientes y lustrosas, por televisión. Pero ni Úbeda ni ningún otro pueblo pueden importar esos matices de la tradición que no dependen de los hombres sino que vienen impuestos por los ritmos de la naturaleza, y que tanto sirven para adornar las tradiciones y celebraciones primaverales de la Baja Andalucía. Por eso, salvo que la luna de Nisán reluzca bien adentrado abril, la Semana Santa de Úbeda difícilmente puede oler a azahar. Por eso, los vencejos, obedientes a su reloj biológico, es extraño que sobrevuelen el cielo del Viernes Santo ubetense. La primavera, en Úbeda, no madruga ni tiene prisas: necesita que abril la ronde, que la sorprenda con sus fríos de última hora, necesita que la riegue con sus aguaceros alegres, para poder despertar. Y por eso, la primavera, que puede despistarse mandando algún pregón adelantado en la tarde del Domingo de Ramos, sólo se instala entre nosotros cuando viene la Virgen de Guadalupe.

Viene la Virgen. Medió ya abril y se encara, irremediablemente, hacia la plenitud azul de mayo. Y de pronto, los capullos del azahar han comenzado a eclosionar en los naranjos y cualquier mañana nos hemos encontrado con que ya estaban aquí los vencejos, tejiendo las mañanas azules con la alegría de sus chillidos. Las flores y los vencejos, el sol y las tardes dulces: todo en la naturaleza se ha dispuesto, como cada año, para recibir a la Virgen de Guadalupe.

COSAS PEQUEÑAS. La romería de Úbeda no es para aparecer en las guías de viaje ni para acumular títulos de interés turístico concedidos por las administraciones, lo que está bien, porque la salva de la banalización en que van cayendo las procesiones de Semana Santa, convertidas en producto turístico. En la romería de Úbeda no hay acontecimientos espectaculares que atraigan la atención de turistas aburridos y poco respetuosos, en la romería de Úbeda no se congregan caballistas en número incontable ni hay multitudes ni cofradías filiales que recorran caminos largos con bueyes y carretas y tamboriles. En la romería de Úbeda no hay arenales ni pinares ni ríos y sólo con un poco de suerte, y si fue generoso el invierno, el arroyo del Gavellar puede arrastrar un caudal mínimo y cristalino. La romería de la Virgen de Guadalupe, por suerte, no está hecha ni pensada para las masas estandarizadas porque se ha ido haciendo a lo largo de muchos años con gestos y grupos muy pequeños, con horas hondísimas de significados.

Basta enumerar la suma de actos de la romería de Úbeda para descubrir su vocación de intimidad, su contención espiritual. No, que no piense nadie en ir a la romería a penar ni sufrir, porque en la romería de Úbeda no se sufre ni se pena. No, ni siquiera cuando hay que madrugar porque a las tres de la mañana se ha quedado con los amigos en “Los Buñoleros”, donde Pepe va poniendo despaciosamente los cafés y los coñac y los anises: no se pena con ese madrugón. Y no se pena cuando se comienza a andar hacia Santa Eulalia ni cuando se para uno delante del cementerio y recorre la carne un escalofrío hecho de muchos siglos cuando se reza pensando en los que ya se fueron a un Gavellar de la eternidad, ni cuando comienza a bajarse la cuesta, todavía en lo profundo de la noche, y el viento de los trigales hace presentir la cercanía del Santuario: no, no se pena con esa caminata hecha con amigos, que ya forma parte de nuestras vivencias mejores. Y, por supuesto, no se pena cuando se llega al Santuario y se entra a ver a la Virgen, en la soledad fría de la pequeña iglesia, ni cuando Cristóbal, sin que haya amanecido aún, termina las migas que ha preparado y que se riegan con vino y con cerveza y con risas y chistes; ni se pena cuando se escala la cuesta agreste con la Virgen en los hombros. No, no es la de Úbeda una romería hecha para penar, sino para encadenar en el fondo del corazón oraciones sin palabras, plegarias mudas, amistades, risas, abrazos: la de Úbeda es una romería para vivirla con las personas que se quieren —tu mujer, tu hijo, tus amigos—, en grupos pequeños y bien avenidos, paseando por la aldea de Santa Eulalia, bebiéndote aquí una cerveza y allí un porrón de vino mientras haces cola, cuchara en mano, para probar las “gachasmigas” de Pepe Robles procurando que no se te adelante los de “la arpillera”, paseando otra vez, yendo a la ermita a ver a la Virgen y a responder las preguntas inusitadas que Manuel hará, seguro, cuando la vea tan pequeña.

No hay nada en la romería de Úbeda que te deslumbre. No llegas a ella y dices “¡pedazo romería!”. No, a la romería de Úbeda llegas y un año te atrapa un poquito, al siguiente algo más y cuando llevas tres ya la sientes como algo tuyo, íntimo, personal, irrenunciable.

RECIBIR A LA VIRGEN. La romería ubetense es una romería “rara”. Y de eso, da buena cuenta el recibimiento que se le hace a la Patrona cuando entra en Úbeda. Llega la Virgen al atardecer, después de parar en las puertas del cementerio. Esperan a la Virgen miles de ubetenses, siempre en el mismo lugar, ese en el que antaño estuvo la ermita de la Vera Cruz y luego el Molino de Lázaro y que hoy es una avenida más de la ciudad, fea y anodina, en la que hasta los árboles han sido talados. En otros lugares, recibir a la patrona puede traducirse en un desbordamiento popular: en Úbeda no. En Úbeda, después de los cohetes y del himno de España y de algunos vivas, un ubetense —este año, el elegido es nuestro amigo Alfonso Donoso— se sube a un pequeño estrado y en nombre de todo su pueblo recibe a la Virgen de Guadalupe. Donde otros ponen una efusión, donde otros derrochan una ilusión muchas veces impostada y artificiosa, Úbeda pone un discurso: la jarana artificiosa ha sido sustituida aquí por la reflexión serena, por unas palabras que siendo las de uno de nosotros son las de todos, también de los que ya no están, también de los que un día estarán sustituyéndonos en el Molino de Lázaro cuando llegue la Virgen. Úbeda, en esto, también es distinta, diferente: hay pocos momentos del año en que se muestre con tanta claridad como en la llegada y la despedida de la Virgen de Guadalupe, el carácter sobrio, contenido, reflexivo, de una ciudad tan poco dada a desbordamientos que cuando se desborda resulta ficticia.

Cuando llegue la Virgen a Úbeda y las palabras del hijo que la recibe suenen en el fondo de nuestros corazones —hilando emociones, despertando recuerdos, desperezando esperanzas— el viejo bronce de la voz de nuestros antepasados volverá a sonar límpido, argentino, transparente. Convocándonos a todos en la tradición pura y sin aderezos, en la costumbre que nos envuelve y nos arrulla. Para ser romeros en Úbeda no se necesita más.

(UBEDA IDE@L, Núm. 6, mayo de 2012)

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