Hay días en los el café se anuda en la garganta y a la tostada le cuesta bajar por el esófago. Hay días en los que el periódico pesa tanto que las manos no pueden sostenerlo y el alma se te baja a los pies. Hoy ha sido uno de esos días, porque hoy la prensa venía cargada con el sufrimiento de los niños. Pero no con el sufrimiento de esos millones de criaturas que son esclavizadas en Iberoamérica o Asia o que se mueren de hambre en África, no con ese sufrimiento al que ya nos hemos acostumbrado y que no nos conmueve si no es para donar unas monedas que nos laven la conciencia. No: hoy la prensa hablaba del sufrimiento, del dolor de los niños de aquí, de España, de los niños que nos rodean, de los que juegan con nuestros hijos.
El periódico se hacía eco hoy del informe que ayer presentó UNICEF relativo a la pobreza infantil en España en el año 2010. Entonces, uno de cada cuatro niños vivía bajo el umbral de la pobreza, con todas las consecuencias que ello conlleva en todos los órdenes de la vida. Y la situación afecta ya no solo a las clases tradicionalmente desprotegidas y vulnerables: es una situación que cuaja entre la clase media, que afecta a los niños que hasta ayer vivían en familias integradas, protegidas por un trabajo estable, acomodadas. Desde 2010 las condiciones laborales, sociales, asistenciales, económicas y morales de este país se han deteriorado notablemente: los datos actuales, el drama que ahora mismo tienen que estar viviendo millones de niños en nuestro país, debe ser realmente desolador.
“Desolador” era el título que Rosa Montero le ponía hoy a su artículo en El País, hablando del drama de los niños asistidos por la Administración, que carece de sentimientos.
Desolador era el relato de unos padres con cinco hijos. Los quieren, no quieren que les falte nada, ellos son capaces de pasar hambre con tal de que sus hijos puedan comer, pero no pueden darle todo lo que sus hijos ven que tienen sus amigos.
Desolador era el testimonio de una madre que ve como los recortes en educación pueden acabar con la atención que su hijo con problemas recibe en una humilde escuela catalana, en un pueblo obrero devastado por la crisis en el que muchas familias ya no pueden atender a sus hijos con dignidad y decencia.
Desolador era leer esto en el periódico: “Si pudieran decidir, los niños se asegurarían de que todo el mundo tiene algo para comer. En una encuesta a 6.000 escolares, 3.250 dijeron que esa sería su prioridad, por delante de tener una videoconsola, opción que marcaron solo 274 pequeños, relegándola a la cola de sus decisiones.” Asegurarse de que todo el mundo tenga algo para comer: cuando los niños señalan esto, es porque ven a su alrededor a niños –aquí, en nuestro país– a los que comienza a faltarle eso tan básico. ¿Es descabellado pensar que en los recreos hay niños que les cuentan a los otros que para poder darles de comer sus padres tienen que ir, con su vergüenza y su rabia y su angustia a cuestas, a Cáritas o a los desbordados Bancos de Alimentos a pedir pan, leche o fruta?
Desolador es ese ejemplo de solidaridad de los niños, que no entienden de primas de riesgo ni del interés de los banqueros ni de crisis ni recortes, aunque se están convirtiendo en las víctimas de toda esta farsa, de todo este montaje interesado y destinado a destruir el bienestar y la felicidad y los derechos tan duramente conseguidos.
Desolador es el silencio cómplice de todos nosotros, que asistimos impasibles, como si esto no fuera con nosotros y con nuestros hijos, a ese llanto que surge del fondo de tantos y tantos hogares españoles: ¿qué puede esperarse de un país que trata así a sus niños? Siempre tiene razón Juan de Mairena: ahí están los señoritingos preocupados por el himno y la bandera, por la patria eterna, por la España una grande y libre, mientras en la calle, en los patios de las escuelas públicas, en los parques, está la única España real, la España a la que las banderas y los himnos le resultan algo ajeno y lejano y a la que se la suda ese patriotismo barato de toda la vida que para salvar a España no duda en sacrificar a los españoles, esa España dolorosa y terrible para la que lo urgente es tener un bocadillo de nocilla que darle a sus hijos, un juguete para la noche de Reyes, un puto euro para cuando llegue el Ratoncito Pérez, el dinero justo para pagar la hipoteca y no acabar en la calle o para pagar la luz antes de que la corten o para pagar el agua con el que poder bañar a sus criaturas.
En su muro de Facebook ha escrito Ricardo Menéndez Salmón unas palabras sacadas de la película Hoy empieza todo, de Bertrand Tavernier, y se las dedica el escritor grande a don José Ignacio Wert en “el día de su vergüenza”, cuando miles de maestros y profesores y padres y madres y alumnos se han vestido de verde para luchar por ese elemento esencial, central, de la democracia y la libertad y la igualdad de oportunidades que es la escuela pública. “Están en la tierra, montones de piedras apiladas una a una con las manos del padre, del abuelo. Toda su paciencia resistió a la lluvia, al horizonte. Haciendo pequeños montoncitos para retener la luz de la luna, para estar erguidos, para inventar montañas y jugar con el trineo y creer que tocamos las estrellas. Se lo contaremos a nuestros hijos, les diremos que fue duro, pero que nuestros padres fueron unos señores y heredamos eso de ellos: montones de piedras y el coraje para levantarlas.” Palabras tristes y hermosas. Esperanzadas: eran necesarias en un día como éste: desolador.
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