sábado, 31 de diciembre de 2011

CERRANDO UNA PUERTA





Alguien muere en un hospital de Jaén: una buena persona con una buena familia.

Alguien necesita un hígado en un hospital de Granada.

También un bebé de sólo seis meses necesita un hígado, en un hospital de Córdoba.

Los familiares del hombre muerto en Jaén donan sus órganos, entre ellos el hígado. El afortunado es el hombre ingresado en Granada, que no duda en autorizar que un trocito de ese hígado sea seccionado para implantárselo al bebé que lo espera en el hospital de Córdoba. Hoy, el hombre y el bebé están bien, vivos, en la lucha de ser felices.

Sucedió en octubre, en tres hospitales públicos andaluces. Pero hasta ayer no conocimos ese milagro hilvanado por la generosidad del ser humano y por la profesionalidad de quienes hoy son puestos en tela de juicio por los señores del ajuste y del recorte, por los postuladores de la codicia y del dinero como únicos valores legítimos de nuestras sociedades.

Era la mejor noticia que nos podía regalar el final de un 2011 atiborrado de desesperanzas y angustias. Tal vez no todo está perdido: hoy, sabemos que los políticos y los banqueros y los empresarios y “los mercados” no tienen razón, hoy sabemos que es posible reconstruir la esperanza y la decencia.

Están a punto de cerrarse las puertas de 2011: que alguien guarde en un cajón estos milagros y que eche el cerrojo, que alguien comience a caminar, que en la frontera se divisa una promesa.

viernes, 30 de diciembre de 2011

LOS INOCENTES





Pero en el conjunto alegre que forma el nacimiento con las mil ocupaciones de sus pastores y sus labriegos se cuela —oscuridad furtiva— una imagen desgarradora que perturba el orden de la felicidad proclamada por los querubines: en el castillo de Herodes unos matones vestidos de soldados romanos (!) sujetan a los bebés por los pies mientras levantan la espada, o amenazan con el puño a sus madres que intentan ocultarlos entre los pliegues de los mantos pardos. Es la esquematización en barro de ese paseo de la muerte que en el cuadro de Pieter Brueghel «El Viejo» llama a las puertas para que las madres entreguen a los hijos, y que se los devuelve, sobre la nieve sucia, para que lloren sus cadáveres acunados en los regazos. La matanza de los inocentes parece cortar el hilo de la Navidad: la alegría que se anunció a los pastores y las pavesas de paz que las galaxias dejaron caer sobre los poblados de corcho, se han visto ensangrentadas. De pronto. Sin motivo: ¿no podía haberse evitado? La matanza tal vez remuerde la conciencia de Dios. En «El Misterio de los Santos Inocentes», Charles Péguy hace interrogarse a Dios: su Hijo huía hacia Egipto mientras esos inocentes pagaban por Él: «yacían en el suelo, en el polvo y en el barro, abandonados sobre los cuerpos de sus madres». La matanza chirría en el corazón de la Navidad: los inocentes no han sido asesinados por causa de Jesús —«no sólo por su causa»—, «sino por él, valiendo por él». También la matanza chirría en el fondo del corazón de lo divino, como si la muerte fuese inabarcable e incontrolable. ¿También para Dios? ¿Qué misterio quería desvelarnos Dios con ese crimen fundador?

Péguy dice que es más fácil «destruir que fundar; / y hacer morir que hacer nacer; / y dar la muerte que dar la vida». El mal siempre encuentra un camino expedito, mientras que los caminos del bien son estrechos y angulosos y están cuesta arriba. El mal, que es fácil, empacha; por el contrario el bien, que es difícil, alimenta y hace crecer. La facilidad del mal. Por eso, aunque los Santos Reyes han intentado burlar a Herodes, los personajes del mal se han introducido violentamente en el guión de la esperanza, que «es una niña muy pequeña», según Péguy. ¿Y qué sentido tiene el mal dentro de la función de la Redención? ¿La matanza de los niños —que se ha enquistado, como un tumor voraz, en las montañas del belén— nos brinda alguna enseñanza? Precisamente esa: la facilidad con la que puede segarse la esperanza, que es un brote que tiene que ser cuidado para que se transforme en árbol poderoso. Y así la leyenda de los Santos Inocentes cobra sentido en el plan general de la Navidad, que nos susurra al oído: «Ahí tenéis la esperanza —ofrenda débil y preciosa— asediada por las fuerzas del mal, por la codicia y la sed de sangre, por la insensibilidad de los que no se conmueven con el llanto y la angustia de los niños. Ahí tenéis la esperanza, recién nacida cada mañana, para que la cuidéis y la llevéis al oasis del corazón cuando sintáis que galopa por el fondo pedregoso del alma el ejército de una derrota, la mesnada de un odio, la división acorazada del mal.» He ahí el misterio que nos desvela Dios con esa metáfora de la esperanza que son los Santos Inocentes: que dentro de nosotros actúa «esa libertad que es el misterio de los misterios», y que podemos empeñarla en acunar a los inocentes o en segar sus vidas, en acrecentar la esperanza o en empedrar los caminos de la desesperación.

«Toda vida procede de la ternura», dice el Dios de Péguy. Una frase preciosa. Y valiente. Que nos compromete. Sobre todo ahora que el ajuste —que es sufrimiento y sacrificio, de los inocentes, principalmente— se proclama como una virtud. Contemplamos el cuadro desgarrador en una esquina del nacimiento y nos preguntamos quién puede frenar la espada que cae sobre los inocentes, quién puede rescatar a la esperanza de las cadenas que la atan: y la respuesta está rodeada por un buey y una mula. La ternura, es la ternura el arma que nos brinda la Navidad para evitar las lágrimas de los inocentes.

(IDEAL, 29 de diciembre de 2011)

miércoles, 28 de diciembre de 2011

RETABLO DE NAVIDAD (II)





EL NACIMIENTO DE MAGDALENA.

«Madalena», como nosotros la llamábamos, era una vecina que vivía justo enfrente de nuestra casa en la Calle Don Juan, una de esas vecinas de toda la vida, amiga de mi abuela Juana desde que se criaron juntas en la Calle Chirinos. «Madalena» era casi de la familia y la queríamos como a una «chacha», que era como llamábamos a de pequeños a las tías-abuelas. Pero lo mejor de «Madalena» eran los tesoros que guardaba: un botijo casi mágico que siempre estaba a nuestra disposición en su portal enchinado cuando, en los días de verano, nos salíamos a jugar a la calle; una portentosa facilidad para contar cuentos e historias y dejarnos embobados, sentados a sus pies; un perro que balanceaba la cabeza diciendo siempre «si-sí, si-sí»; y un nacimiento precioso, que tenía montado todo el año en el aparador de una cocina de aquellas de antes, y en el que las figuras de barro, muy pequeñas y posiblemente con más años que la propia «Madalena», se agrupaban de manera casi perfecta en grupos que nos causaban verdadera admiración. La Virgen María embarazada y montada sobre una burra, y parada delante de la posada, era, junto con los tres reyes y un sereno embozado en una capa de recio negro, lo que más nos gustaba, quién sabe por qué.

«Madalena» no tenía problema en enseñarnos su nacimiento siempre que se lo pedíamos. Bastaba con cruzar los tres metros de la calle, llamar a la puerta y pedirle que nos dejara entrar hasta la cocina en la que una vieja leyenda de los vecinos de la calle contaba que una mañana de aceituna, después de partir la cuadrilla hasta el campo, un perro se comió una fuente de borrachuelos y se murió del empacho. El nacimiento de «Madalena» era en cierta medida de nuestra propiedad, pero mi hermano Juanito y yo queríamos tener uno nuestro, montado en nuestra casa, al modo en que nos contaban nuestras tías que lo montaban mi padre y sus hermanos cuando eran pequeños. Con qué poco se hacía felices a los niños de antes, y qué fáciles de atender eran sus sueños.

UN TESORO EN CAJAS DE SOMBRERO.

Nuestro sueño de tener un belén para nosotros se cumplió cuando yo tenía nueve o diez años. Un día de diciembre —si los recuerdos estofados sobre las volutas de mi retablo no me engañan, aquel día lloviznaba y hacía frío—, mi abuela nos llevó a Juanito y a mi a la cocina de la casa grande, que entonces nadie habitaba y que estaba tal y como se había construido en 1885. Supongo que estaríamos nerviosos: mi abuela —cara redonda, moño blanco, vestido negro— iba a darnos un tesoro que se había guardado en una alacena rinconera hacía muchos años. ¡Ah, aquel tesoro! Iban saliendo cajas redondas de los sombreros de mi abuelo Manuel, cuidadosamente atadas con cinta roja; mi hermano y yo las llevábamos, atravesando los corrales con cuidado para no escurrirnos con las piedras húmedas, hasta nuestra casa, una a una, despaciosamente, absolutamente felices. Se la dábamos a nuestra madre, y salíamos disparados para la otra casa, corral a través, hasta que nuestra abuela nos dio todas las cajas.

Las cajas cilíndricas, amontonadas allí en el pasillo de nuestra casa, sobre las baldosas de barro cocido. Creo que si me esfuerzo todavía soy capaz de revivir la emoción con la que desatamos la cinta y fuimos sacando cuidadosamente —a mi hermano Jose, que era un poco desastre, le prohibimos que se acercase para evitar que rompiera nada y porque al fin y al cabo aquel era un tesoro que habíamos conquistado Juanito y yo— las piezas del tesoro: las figuras amorosamente envueltas en papel de seda de color blanco: allí un pastor, aquí una lavandera, allí el cerdo colgado del árbol y el matarife al que le faltaban los brazos, lo que a nosotros —tan ilusionados estábamos— poco nos importó, por aquí los tres Reyes montados en caballos y no en camellos, y en el fondo de las cajas la Virgen y San José y el Niño en un pesebre de madera; las cajitas de penicilina dentro de las que se guardaban los terneros o los corderos o los patos; las casas de papel; el papel de seda azul en el que habían pegado las estrellas hechas con papel de plata; las casas de corcho y el molino y el castillo de Herodes… Si lo pienso, descubro que nunca he sido más rico que aquella tarde de vísperas de la Navidad en la que mi abuela Juana nos dio el belén que mis tíos y mi padre habían ido coleccionando cuando eran niños a fuerza de privarse de alguna chuchería, de algún capricho, nunca más rico que al ir alineando sobre la mesa del pasillo las figuras de barro y las casas de papel o de corcho.

SERRÍN, MUSGO Y CORTEZAS DE OLIVO.

La pieza del retablo que se sitúa justo al lado de la anterior es un viaje en el R-6 de mi padre. Ya teníamos todo el contenido de nuestro nacimiento, todo su despliegue de ángeles y ovejas y vacas y pastores y pastoras de toda clase. Pero faltaba el continente: del tablero de madera que, apoyado sobre una mesa, tendría que sostener toda la tramoya del nacimiento, se encargó mi padre en solitario. Pero para la fiesta de recolección de los otros elementos sí fuimos llamados: una mañana de sábado, después de desayunar, nos montó a mi hermano Juan y a mi en su flamante Renault 6 —como no tenía calefacción, supongo que llevábamos las manos entre los muslos para intentar burlar el frío— y nos llevo de viaje, nada menos que a San Bartolomé, a cuatro o cinco kilómetros de Úbeda, porque el lugar era lo suficientemente húmedo como para que en la tierra y sobre los troncos hubiera planchas de musgo que él cortó despaciosamente con un cuchillo muy afilado y que iba apilando en una espuerta. Luego, nos fuimos hasta la Cañada de la Vaca, al olivar que había heredado de mi abuelo, y con el hacha descarnó de los olivos unas gigantescas cortezas con las que haríamos las montañas y la cueva de Belén. Y por último, paramos en una carpintería para que nos diesen un saco de serrín con el que hacer los caminos que llevan a Belén. Y con todo eso, llegamos a mi casa para ayudarle a mis padres a montar el nacimiento, viendo con absoluto pasmo como se pegaba el cielo azul sobre la pared, como crecían sobre el tablón yerto los prados para las ovejas y los caminos, como se levantaban las montañas sobre las que luego echamos harina que simulaba nieve, como florecía el poblado de corcho y papel, como se quedaba vacía hasta el mismo día 24 la cuna del Niño Dios, como se había trazado el camino por el que cada noche, hasta el amanecer del 6 de enero, iríamos moviendo un poquito a los tres Reyes y como nuestro nacimiento se llenaba con esa actividad incesante que las figurillas de barro le dan a todos los nacimientos.

Aquella noche no nos cansamos de mirarlo y ya soñábamos con el año siguiente: porque mi padre había prometido que haríamos un río natural sobre un trozo de canalón, con su motor y todo para que el agua corriese. Creo que estábamos convencidos de que en pocos años, el belén en el que en la Nochebuena, antes de acostarnos, todos juntos poníamos al Niño Jesús sobre la cuna, nuestro belén, nuestro nacimiento, sería el mejor de la Calle Don Juan, ganándole incluso al de «Madalena».

(IDEAL, 27 de diciembre de 2011)

martes, 27 de diciembre de 2011

RETABLO DE NAVIDAD (I)





LA EDAD PARA LA NOSTALGIA.

Es fácil que la Navidad de ahora nos agote, con su sucesión interminable de cenas, comidas, copas, brindis, compromisos familiares y laborales, regalos, felicitaciones de cumplido, tarjetas que sólo son de papel. Y sin embargo, estoy convencido de que si cada uno de nosotros miramos en nuestro interior somos capaces de encontrar una especie de era dorada para la Navidad de nuestras vidas, un catálogo casi infinito de piezas tan pequeñas que es fácil que la mayor parte de los días pasen desapercibidas, almacenadas sin pena ni gloria en un catálogo de lo vivido, hasta que llega ese momento en que reparamos en ellas, en que tomamos el libro gordo y polvoriento de nuestro propio pasado y lo abrimos por una página en la que pone «Navidad», y descubrimos que en los días pasados de la Navidad labramos, sin nosotros saberlo y a veces incluso a pesar de nosotros quererlo, minuciosas tallas, preciosos paneles tallados con delicadeza, y que nos permiten reconstruir un retablo de Navidad, nuestro personal retablo de la Navidad. ¡Ah!, si la Navidad no estuviera tan saturada de preparaciones, de disposiciones, de compras, de calles atiborradas de gente. ¡Ah!, si fuera posible dedicar la mañana azul y fría del día de Navidad o las tardes oscuras y acogedoras en las que el tiempo invita a pararse, a simplemente contemplar nuestro paisaje interior, sentados en el brasero, dejando que una música delicada nos transporte, nos eleve, nos levante por encima de tanta obligación impuesta, o charlando con los amigos una conversación lenta, minuciosa, acordonada de café y de ponche y de mantecados o bombones. ¡Ah!, entonces, solo entonces, como podríamos quitar aderezos y hojarascas a nuestro personal retablo, como podríamos dejarlo en el esquema de sus más vívidas representaciones, en todo aquello que la niñez o la juventud nos entregaron como un precioso tesoro que hay que pulir en días como estos, para que reluzcan y nos alumbren.

LOS NIÑOS DE SAN ILDEFONSO.

¿Qué niño de mi generación no ha soñado la mañana del 22 de diciembre con ser uno de esos niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid, que cuando nosotros nos íbamos a la escuela, ese día sin carteras ni libros, nuestras madres ya tenían puestos en la televisión o en la radio, con su cantinela tan querida: «ciento veinticinco mil pesetas»? Y nuestras madres se quedaban en la casa soñando —sueño gordo— con el «Gordo» de Navidad o conformándose, más modestas, con una simple pedrea, con sus décimos y sus papeletas apiñados debajo de una vela encendida delante de la estampa de la Virgen de Guadalupe. Y nosotros íbamos camino de la escuela, cogiendo de la mano a nuestros hermanos, allá perdidos entre una montaña de gorros y bufandas y abrigos, preguntándonos qué sería aquello de «la pedrea».

Ahora, según parece, los niños también hacen exámenes el día 22 de diciembre, incluso el 23, porque parece que así, «des-almando» la escuela, tienen que justificar los políticos de este país el haber laminado el sistema educativo. A nosotros —niños de hace veinte, de hace treinta años— ese día se nos regalaba como un día para la felicidad, y estaba permitido dedicarlo a cierta especie de laboriosa vagancia: a cantar los villancicos que habíamos aprendido durante todo el mes de diciembre, en las horas de la clase de música, a desayunar dentro de la clase si fuera hacía demasiado frío o estaba lloviendo, a hablar en grupos y… a jugar a los Niños de San Ildefonso. Qué envidia provocaban en nosotros, y cómo nos dedicábamos a imitarlos: uno cantaba un número, al azar, —«veintiocho mil trescientos cuarenta y nueve»— y el resto, henchidos de felicidad, contestábamos a coro con la cantinela de las «ciento veinticinco mil pesetas», hasta que de pronto comprendíamos que el honor verdadero era el de dar «el Gordo», e inesperadamente, nos poníamos todos de acuerdo y después del número de rigor —«mil doscientos treinta y uno»— saltábamos con lo de «ciento cuarenta y cuatro millones de pesetas». Qué barato es soñar cuando se es niño, qué fácil convertirse en protagonista de algo tan prosaico y a la par tan poético como es el universo que la voz siempre igual de los Niños de San Ildefonso ha construido en el fondo cuajado de ilusiones y proyectos de nuestra vida.

De mayores, anhelamos que uno de los números estampados en los décimos que guardamos en nuestro bolsillo sea el elegido por el azar para cruzarse en el camino de la bolita amarilla que lleva estampada la cifra del «Gordo»; de niños, lo que queríamos es ser uno de aquellos niños casi mitológicos que nos regalaban su voz y que habían dejadas llenas de esperanzas nuestras casas.

EL FRÍO Y EL CORDERO.

La pieza más antigua de mi personal retablo de la Navidad debieron tallarla mis cuatro o cinco o seis años allá por el comienzo de la década de 1980, cuando la cena de Nochebuena todavía no había sido tomada al asalto por los platos sofisticados y por el deseo de que nuestras mesas se parezcan a las de los señoritos de las series de televisión. Cojo la pieza, con mimo, temiendo que pueda romperla el lustre artificial de las Nochebuenas de hoy, y me veo en el patio de la casa de mi abuelo Juan, que olía a frío y a cielo con estrellas y al calor a paja y vaho que salía de la cuadra del mulo. Mi padre, que venía de familia de carniceros, había matado un cordero y lo iba despiezando, dejando las chuletas y los costillares en fuentes blanquísimas desde las que iría a parar a las ascuas de la cocina. Supongo que a mi hermano Juanito y a mi primo Toni y a mi, una vez que vimos como mataban el cordero y lo desangraban y lo desollaban, todo lo que siguió después debió aburrirnos y cansarnos, porque de pronto me veo sentado con ellos en el bordillo de la acera —entonces, las calles del Barrio de las Canteras todavía eran de arena prensada y humedecida por el frío oscurísimo de aquella Nochebuena poblada de estrellas que nunca se me irá de la memoria—, cada uno con nuestra pandereta en las manos, aporreándola con suavidad mientras recordábamos los versos inconexos de un villancico, intentando darnos valor para llamar a las puertas de los vecinos y cantar un puñado de villancicos a cambio del «aguinaldo», que, como ocurría con la consoladora «pedrea», no sabíamos muy bien qué era pero que debía ser algo bueno, según contaban los que eran mayores que nosotros y tenían más valor o menos vergüenza, o tal vez una zambomba, que posiblemente era imprescindible para la hazaña.

Y por último, en esta pieza tan antigua del retablo de la Navidad me veo rodeado de todos —de mis abuelos, de mis padres, mis tíos y mis tías, de mis tías solteras y jovencísimas, de mi hermano y mi primo (mis primos más pequeños debían estar en una cuna, en el dormitorio de los abuelos), yo—, acomodados a la buena de Dios en el comedor pequeño de la humilde casa, pudiésemos cenar entre el alborozo y las risas y los recuerdos de una familia muy numerosa.

(IDEAL, 26 de diciembre de 2011)

domingo, 25 de diciembre de 2011

FELIZ NAVIDAD






Al leer anoche, antes de la cena de Nochebuena, a Antonio Muñoz Molina y su reflexión sobre la música de Bach, supe que no tenía manera mejor de felicitar la Navidad a todos los amigos, y a quienes no lo son también, que pasan por este Camino. Así que esa música que suena a felicidad, a volteo arrebatado de alegrías que acuden en tropel a los arrabales del corazón, a campanas luminosas en la mañana azul del día de la Navidad, es lo único que se me ha ocurrido para deciros a todos FELIZ NAVIDAD.

sábado, 24 de diciembre de 2011

EL TITO PEPE




Al tito Pepe no le habría gustado verse, antesdeanoche, desempeñando el papel que la muerte le había reservado para el día de la lotería de Navidad. En el velatorio, él hubiera preferido ser lo que siempre había sido: el que contaba chistes y anécdotas hasta conseguir que una risa imparable se contagiara, de madrugada, a todos los demás, el hombre de las respuestas que te dejaban parado un momento, como si hubiera suspendido el pensamiento, para después desencadenar la carcajada. A él le habría gustado eso, seguir como siempre, siendo “el tito Pepe”, sin más. Pero tuvo que conformarse con que esa multitud de hijos, nietos, hermanos, sobrinos, amigos venidos de tantos lugares, el gremio de carniceros de la Plaza de Abastos, su cofradía de Jesús Resucitado, los viejos vecinos de la Calle Don Juan, se acercaran hasta él para decirle adiós, adiós ya para siempre, intentando buscar en su gesto definitivamente serio la mueca sonriente y picarona que siempre tuvo, cuando jugaba a la lotería, cuando iba a los toros, cuando recordaba las mil anécdotas de una familia tan grande en las que muchas veces él era el protagonista o cuando las mañanas de Reyes de nuestra infancia subíamos a ver que nos habían dejado los magos en casa de los titos Pepe y Angelita .

El tito Pepe era muchas cosas, pero ahora que ya no está es una de esas personas a las que comienza a echarse de menos muy pronto. El tito Pepe.

viernes, 23 de diciembre de 2011

RESTAURAR LA NAVIDAD





La Navidad se acerca vacía de contenido: cuando el medio se convierte en fin, la fiesta desarbola todos sus significados. Y eso ha ocurrido con la Navidad: que ya nada celebramos, que nada se eleva sobre las luces, los regalos, la lotería y las cenas opulentas, y que todo eso se ha transformado en un fin en sí mismo. La celebración del nacimiento del Sol o de Cristo impregnaba la Navidad con el magnetismo de lo trascendente, con el soplo del misterio; pero hemos cambiado el guión y hoy lo numinoso es una excusa barata para justificar el despilfarro superlativo de una fiesta que atosiga al alma y agota moralmente: ¿por qué reunirse el 24 de diciembre y no el 27 de abril, por qué regalar el 6 de enero y no el 9 de noviembre? Nada bendice la cena o el regalo, nada le da significado: es como un banquete de bodas en el que no hay novios ni rito ni boda ni nada. Por eso el despliegue de platos sofisticados y de regalos incontables, genera angustia. La Navidad está vacía de contenido: y sin embargo no hay otra celebración en la que resulte tan fácil la restauración.

La Navidad no está hecha para el consumo sino para la esperanza: la esperanza pagana de los días que arañan segundos a las densas noches invernales; y también la esperanza cristiana, esa trascendencia de la felicidad tan necesaria contra este imperio de los avarientos. Los libros de los profetas están plagados de invectivas contra los ricos y los poderosos, que personifican el mal: Amós denuncia a los que oprimen a los pobres y quebrantan a los menesterosos. De pobres y menesterosos —pastores y lavanderas, el herrero, el molinero...— llenamos nuestros «nacimientos». No es algo gratuito, pues hacia su angustia apunta la luz que nace del fondo de la cueva de Belén: «Os ha nacido un Salvador», les dice el ángel posado en la rama yerta de encina, a la vera de las ascuas que esperan al viento. Y da fe que los pastores se creen la Buena Nueva, el hecho de que se levantan y cargan los corderos sobre los hombros para ofrecérselos al Dios Bebé, y movilizan con este gesto a todas las figuras del belén: a los magos que regalan la risa de los niños y a los huérfanos y viudas que quieren consuelo de su miseria y a la adúltera que quiere perdón y a los ciegos que anhelan ver y al tullido que desea poder andar. En medio de esa felicidad que destilan todas las figuras —su cara de barro es la de los pobres y los menesterosos: la de todos nosotros— qué extraños nos resultan el templo y el castillo, Herodes y los romanos, qué ajeno su torvo gesto a todo el bullicio de la liberación que asciende desde las casas de escayola y las montañas de corteza de olivo, desde el serrín y el río de papel de plata.

Por el profeta Jeremías comprendemos que la Navidad está hecha para los que esperan un Dios que sea «escondedero contra el viento y refugio contra el turbión; arroyo de aguas en tierras de sequedad y sombra de gran peñasco en tierra calurosa». He ahí, claro, la Navidad hecha para la alegría y el consuelo, la Navidad como alternativa a la ideología que nos reduce a cifras de un trágico balance. Una Navidad así —acogedora, cálida: hogar y refugio— nos regala la felicidad íntima e irresistible que merece la pena contagiar y vivirse con los otros, que no provoca hastío sino que irradia ilusión y ensancha horizontes. A los no creyentes que se sienten tocados por una luz hay que pedirles que miren hacia donde destella el misterio, hacia los fogonazos de la magia: los creyentes que compartimos con ellos la sed de justicia y liberación los necesitamos para vencer a los que han convertido la Navidad en un producto de los mercados. En una Navidad de velas henchidas por el viento de una eternidad —la qué sea: la que el Eclesiastés dice que Dios puso en el corazón de los hombres o la que levanta la contemplación del mar— y tocada por el dedo de la magia y del misterio, las cenas y los regalos tienen sentido: con ellos celebramos algo que importa y nos libera, que nos eleva y nos entrega. Los decentes, los libres, necesitamos reconstruir la Navidad: para que sea posible la hierofanía de una esperanza.

(IDEAL, 22 de diciembre de 2011)

martes, 20 de diciembre de 2011

UN MUNDO GRIS





Entiendo que haya gente a la que le produzca risa, y de la grande, las imágenes de los norcoreanos que lloran a moco tendido por la muerte de su tirano. Tal vez sea inevitable: a mí, esa llantera colectiva e incontenible, también me brindó una sonrisa en el primer momento, hasta que me paré a pensar en la no-vida que viven los millones de seres humanos encarcelados dentro de las fronteras del comunismo según Corea del Norte.

Me imagino el país que ha dejado Kim Jong-il como un vasto territorio gris y atosigado de humo contaminante o de aire gélido donde las gentes actúan como robot programados desde el ordenador central oculto en un búnker de acero, como una sucesión de bloques de hormigón y cemento carentes de alma y como un muestrario de estatuas que exaltan la ideología criminal que ha convertido el norte de Corea en un gigantesco campo de concentración poblado de niños hambrientos y ateridos de frío, como un aula sin calefacción donde los niños juegan a ser cadáveres, como una estufa apagada y un mendrugo de pan duro y una bombilla fundida. Todo, al pensar en Corea del Norte, me remite a un paisaje gris: el cielo gris, los árboles grises, el sol gris, el campo gris, el mar gris, la gente gris, el hambre gris, la sed gris, la gris tortura, la ideología gris y el gris adoctrinamiento, las lágrimas grises. Una lenta muerte gris a la que se llega después de que el cerebro se haya amoldado al ambiente siniestro, plano, con el que los comunistas coreanos han decorado la Corea que llora a Kim Jong-il, que ni aún después de muerto ha podido librarse de la estética hortera y cutre de una sociedad sin espíritu, cosificada.

Corea del Norte es un país como de ciencia ficción, la perfecta pesadilla soñada por los dictadores de todos los tiempos: millones de seres a los que se les ha secado el alma adoctrinándolos desde que nacen en el culto al líder, en el odio a lo de fuera, millones de seres encerrados en una cárcel perfecta, ajenos a todo lo que ocurre más allá de sus fronteras, alimentados sólo con las palabras que quiere pronunciar el crimen que los gobierna. El siglo XX fue pródigo en el alumbramiento de totalitarismos que redujeron al ser humano a la mera condición de cosa con la que jugar y que se puede romper impunemente cuando no sirve; el comunismo, que en Occidente no pudo romper la barrera moral que levantó la disidencia de los hombres libres, ha encontrado en Corea del Norte la fórmula redonda a sus pretensiones últimas, a ese dejar al ser humano reducido a la condición de un número, porque sólo los números son iguales los unos a los otros.

El azar ha querido que la muerte de uno de los últimos tiranos comunistas, con toda su carga de crímenes y horrores, haya coincidido con la de Václav Havel, el hombre libre que encarnó a la perfección la voluntad de superación moral del régimen radicalmente criminal con los valores espirituales de la democracia. Mueren, a la par, el rayo de luz y la sombra densa y espesa. Pero al ver llorar a los norcoreanos, como actores de una comedia barata, me pregunto si en Corea del Norte el comunismo no habrá llegado hasta sus últimas consecuencias, hasta convencer a un pueblo entero de que la esclavitud es la libertad y el gris el único color.

lunes, 19 de diciembre de 2011

VÁCLAV HAVEL





De pronto, al enterarme de la muerte de Václav Havel, me han venido a la memoria mis años de estudiante en Granada, en los que devoré “Cartas para Olga”, “La responsabilidad como destino” o “El poder de los sin poder”, esos libros en los que el presidente checo desgranaba sus profundas convicciones. Hoy sé que Havel influyó mucho en mi manera de pensar y de entender el compromiso político y cívico, y su ejemplo de entrega y de honestidad me hizo comprender la grandeza de la vocación pública y política cuando de verdad se presta con generosidad, pensando en los demás y sin traicionar los ideales; mi trabajo en el Ayuntamiento se ha encargado, después, de desarmar las pulsiones políticas que tuve en la juventud, enseñándome que vocaciones y ejemplos como el de Havel son estallidos fugaces en la historia, que la política es otra cosa y que es una cosa que ensucia. Anoche, sin embargo, todas aquellas ilusiones de servicio público y compromiso que Václav Havel me regaló revivieron de forma muy intensa: cuando las hordas neoliberales encabezadas por frau Merkel están destruyendo Europa —el concepto moral de Europa, el proyecto ético europeo— la muerte de Havel revive las ascuas de la Europa digna de la que yo me siento ciudadano, una Europa en la son más necesarias que nunca unas inolvidables palabras del intelectual checo: vivimos uno de esos momentos históricos, una de esas encrucijadas decisivas, en las que el político debe actuar “simplemente como un hombre honrado”, olvidando análisis y cálculos relativizados, porque “la súbita aplicación de medidas humanas directas en medio del mundo deshumanizador de los manejos políticos puede obrar como un rayo que ilumina con su clara luz al paisaje confuso”. Medidas humanas: qué necesario se hace reivindicarlas ahora que han convencido a la mayoría de que la única política posible es la de las medidas del sufrimiento y del dolor, la política que nos devuelve a la infamia social del siglo XIX y que abre de par en par las puertas del radicalismo y de la violencia políticas que degeneraron en el totalitarismo contra el que Havel luchó.

Pero Václav Havel se ha muerto. Y con él una de las voces más altas y decentes de la historia europea de los últimos cincuenta años, uno de los últimos cantores de la esperanza colectiva. Defensor insobornable de la libertad y de la democracia, del compromiso cívico, de la capacidad de los ciudadanos, que son aquellos que no tiene poder, para instaurar un poder que renuncie “a los sugestivos argumentos de la capitulación”, defendiendo que hay alternativas, que siempre hay alternativas al pensamiento único —al pensamiento único del burdo estalinismo y al pensamiento único del sibilino neoliberalismo— y que “la pérdida real no equivale a la pérdida moral, y que la victoria moral puede convertirse más tarde en la victoria real, mientras que la pérdida moral jamás lo hace”. Qué ejemplo, qué palabras, cómo nos piden que nos aferremos a los mástiles de los derechos tan duramente conseguidos, de las libertades que nos han hecho mejores, para no sucumbir a los cantos de las sirenas transformadas en hienas. Cómo nos restauran la confianza en una especie de “sí, podemos”, para que sea posible que “la verdad vuelva a ser la verdad, el juicio, buen juicio, y el honor, nuevamente honor.”

Václav Havel era un hombre grande, que nos enseñó que la libertad tiene su épica, pero también que la democracia es la gestión normal de la cotidiano, con sus contradicciones y sus mil problemas. Havel era un hombre grande: en una de las cartas que le escribe a Olga desde la cárcel le cuenta que lo que lo ha atormentado en los últimos días es un terrible dolor de muelas, y en esa tensión entre el arco esperanzado de la libertad y la necesidad de aplacar los sufrimientos cotidianos encontramos la verdadera dignidad de un político, de un pensador, de un artista imprescindible en nuestras vidas que nos regaló una esperanza para fortalecer el ánimo y el espíritu, la conciencia cívica, incluso en tiempos tan oscuros y tan duros como los que vivimos y se avecinan: que la gente sepa, que todos nosotros sepamos, “que siempre se pueden conservar los ideales y su núcleo esencial; que es posible hacer frente a la mentira; que hay valores por los que vale la pena luchar; que aún existen líderes en quienes confiar; que ninguna pérdida política inmediata justifica un escepticismo histórico total, si los afectados son capaces de soportar dignamente su derrota.”

Al ver la foto de un Havel sonriente en las páginas de los periódicos que hablaban de su muerte he vuelto a sentirme como aquel joven cargado de esperanzas que fui hace muchos años.

viernes, 16 de diciembre de 2011

COSAS DUCALES





Manuel anda todo el día canturreando los villancicos que Maribel y Ana le enseñan en la guardería; canta en la casa y en la calle, a voz en grito, y pasa del cabo de guardia del “sanmirandillo arandandillo” a las campanas de Belén con un convencimiento y una felicidad absolutos. Al verlo renace la ternura de la Navidad, arrasada por el afán de comprar. Al verlo, después de oír a Cayetano de Alba, me acuerdo de mi abuelo Juan, que en diciembre de 1925 mi abuelo se convirtió en un aceitunero de cinco años —¿qué altivez podía tener un niño muerto de frío?— que con las rodillas desnudas sobre la tierra escarchada recogía las aceitunas “salteadas” a cambio de un pan de a kilo; en 1925 los campesinos españoles vivían en un régimen de sometimiento feudal a los caprichos, las arbitrariedades y las violaciones de los señoritos. De eso habla Miguel Delibes en “Los santos inocentes”, pero ni la novela ni la película de Mario Camus han perturbado la conciencia, caso de que la tenga, del señorito de la casa de Alba, dueña decenas de fincas, palacios y casas, que recibe cientos de millones de pesetas de las subvenciones europeas que sudan los trabajadores alemanes y que dice no tener dinero en las cuentas bancarias.

Jordi Évole se ha convertido en la bestia negra de los poderosos de este país: es un periodista valiente que permite que las hienas se retraten tal y como son. Delante de él, Cayetano de Alba defendió que su familia cobre subvenciones europeas, mantenga privilegios y propiedades fastuosas y cargó duramente contra los jornaleros y los jóvenes andaluces, a los que, desde la comodidad de su vida resuelta, acusó de vagos. Arremetió el hijo de la duquesa contra el subsidio agrario, una limosna de 400 euros mensuales. Sin duda el subsidio no es una solución —tampoco lo es la colectivización que defienden los iluminados líderes sindicales del campo andaluz— a los problemas tantos pueblos andaluces, y posiblemente ha enquistado dramas y acrecentado vicios. El subsidio tuvo sentido al comienzo de la democracia: permitió que las familias jornaleras se sacudieran el yugo de la humillación y el sometimiento a los señoritos como Cayetano; pero después de tantos años se ha convertido en un fracaso colectivo, porque es un fracaso que una parte de Andalucía siga necesitando de la caridad pública para no morirse de asco. La herencia después de treinta y tantos años de gobiernos “socialistas” en Andalucía es la que retrató Jordi Évole: cientos de familias a las que no se las ha redimido de la condición de subvencionados y una casa nobiliaria que goza del máximo reconocimiento del gobierno andaluz.

Andaban los socialistas andaluces tan ocupados en trincar el dinero de los parados andaluces y regalárselo a los amigos, vía eres, que no pudieron acordarse de que existen la ética y la decencia. Por eso no se dieron cuenta de que es profundamente inmoral y un insulto cívico que Cayetana de Alba —cabeza de una familia cimentada en el ideal de Cayetano— sea hija predilecta de Andalucía por la gracia de Chaves. Ahora tienen que cubrir el expediente izquierdoso a prisa y corriendo: Griñán dice que Cayetano habla desde lo alto de un caballo y el portavoz socialista en el Parlamento andaluz, lo califica como “señoritingo que no ha dado un palo al agua en la vida”. Pero Mar Moreno ha dejado claro que la duquesa seguirá siendo hija predilecta: una cosa es predicar y otra dar trigo. Y así, los socialistas andaluces irán a las elecciones con sus eres en los bolsillos y de la mano de la duquesa: como para votarlos.

Vómito de señoritos viejos. Justificaciones de señoritos nuevos. Me quedo con Manuel cantando lo de “no me despertéis al niño”: la pandereta de Manuel suena más limpia que la pandereta que agitan los albas y los griñanes sobre el recuerdo de las espaldas de los niños yunteros de una Andalucía que se resisten a enterrar.

(IDEAL, 15 de diciembre de 2011)

miércoles, 14 de diciembre de 2011

AL ATARDECER





Los atardeceres de verano son algo espléndido: inflaman el alma con una sed de eternidades, con unas ganas de fundirnos en el mar y con el sol poderosísimo. Son atardeceres casi paganos, orgiásticos. Pero incluso embargados por esa grandeza, no podemos evitar una punzada de melancolía, la necesidad de encontrar un postigo desde el que asomarnos al interior de nuestro corazón.

Estos atardeceres rápidos y grises del otoño, que inevitablemente se deslizan hacia un suelo acordonado de recuerdos, nos hablan del alma recostada. Esas ganas de volar que sentíamos en los ocasos de julio —el alma como mariposa—, murieron y han germinado en un alma enclaustrada, enriquecida por las miradas amplias desde los cierres de la carne adormecida, que acumula fuerzas y teje esperanzas para poder resucitar con las palmas de marzo.

Cómo nos transfigura la luz de la tarde, de todas las tardes de la vida. Porque es una luz de despedida pero también de agradecimiento. Una luz propicia para el examen y el conocimiento, para el aprendizaje del propio yo: “A la tarde te examinarán en el amor”, dice San Juan de la Cruz. Es eso: aunque no sepamos ponerle palabras, lo que cada tarde sentimos latiendo dentro de nosotros es ese examen que las horas nos hacen, ese interrogatorio que la luz del sol le plantea al corazón. La luz de la tarde: que esponjea los interiores nuestros y los humedece, que los empapa de sed de vida con la melancolía de toda la vida ya vivida. “Secado se ha mi espíritu, porque se olvida de apacentarse en ti”, le dice Juan de Yepes a Dios. Para eso, precisamente para eso, está brillando la tarde gris de diciembre más allá de los montes de Mágina: para que no se nos seque el espíritu, que anda apacentado en la soberbia soledad, en el silencio lluvioso, de la creación que atardece.

lunes, 12 de diciembre de 2011

RUIDO COMO DE AMANECER


 


Cada vez estoy más convencido de que el pacto de la Transición se aceptó como un mal menor por parte de una sociedad que deseaba más que fraguar un proyecto común y compartido, poder vivir en paz y tirar para adelante, simplemente. En lugar de construir algo que sumara se optó por montar un tenderete que no restara. Al menos yo lo he vivido así desde que comencé a madurar política y cívicamente: aquella Constitución a la que mis padres le dieron el “sí” cuando a mí me faltaba un mes para cumplir tres años, no era la mejor Constitución del mundo (en realidad hay páginas enteras que son un chapuz monumental) pero al menos había permitido una etapa de paz y prosperidad para este país, y en cualquier caso era reformable y mejorable, y su sustento ideológico ayudaba no tanto a sentirse cómodo dentro de ella como a no sentirse incómodo. Con la monarquía de Juan Carlos de Borbón pues me ocurría algo similar: vistos los nombres que podían haberse aupado a la presidencia de una República (los Aznar y los ZP, las Aguirres y las Pajines), a muchos republicanos se nos hacía soportable un jefe del estado que aportaba estabilidad a un país inestable y que vendía bien la marca “España” en el resto del mundo.

Sin embargo, y creo que ya lo he escrito alguna otra vez, la crisis puede que en España se acreciente tanto que se convierta en general. Un país en el que realmente no existe conciencia nacional ni espíritu colectivo, donde no se le hace remilgos a dejar en la cuneta a los más débiles, un país así puede sostenerse en una ficción asumida por todos si las cosas van bien. Pero cuando hablamos de cinco millones de parados y creciendo, de millones de españoles sin ingresos en sus hogares, de una inmensidad de jóvenes sin futuro, hablamos de rabia y descontento, de ganas de desquitarse. Una sociedad así, tan arrojada en manos de la desesperación, carece de capacidad para construir pero tiene un potencial de destrucción inmenso: si de la rabia puede nacer algo, tiene que ser siempre previo pago de los escombros. Se ha planteado una salida a la crisis que deja el camino cuajado de cadáveres sociales, de desheredados, de expulsados: es fácil oír, en medio de esa situación, el siseo de las costuras que se rompen, el estrépito de la confianza que se resquebraja y del consentimiento a las instituciones que se desmorona.

Yo no voté la Constitución de 1978, pero la he sentido como mía, como propia, hasta antesdeayer. Como socialdemócrata y como heredero de los hombres del liberalismo español, me resultaba fácil reconocer en ella muchos de los valores en los que creo. Sin embargo, desde que en septiembre se la violó con un principio neoliberal completamente ajeno a todo el constitucionalismo europeo de la postguerra, tengo el convencimiento de que esa no es mi Constitución y de que nadie puede exigirme lealtad espiritual, cívica, para con ella. Entiendo que para muchos españoles el cambio constitucional de septiembre de 2011 nos liberó de obligaciones éticas para con el régimen de 1978, y trabajar para superarlo, desde dentro de la propia legalidad, es ya algo necesario y legítimo.

Esa sensación, todavía muy difusa, de que hay algo que se ha roto se extiende también a la monarquía. Si los escándalos de los familiares de los Borbones hubieran sucedido hace cinco, seis años, en plena orgía del derroche, tal vez le hubieran sido perdonados por una sociedad indolente desde el punto de vista cívico y democrático. Sin embargo, al estallar ahora van a acabar transformándose en un movimiento no tanto republicano cuanto antimonárquico, porque España es el país “anti” por antonomasia, porque somos la nación en la que siempre nos definimos contra algo: aquí no hay católicos sino “anti ateos” o “anti liberales”, aquí no hay laicos sino “anti católicos”, por ejemplo. A Juan Carlos, lo del Iñaki éste le ha llegado en el peor momento: había construido su reinado sobre la ficción de que él siempre había estado al lado del pueblo español (lo que hacía muy difícil que las opciones republicanas llegaran a cuajar) y cuando cada vez más españoles se preguntaban que dónde estaba “su rey” mientras los bárbaros sitiaban y tomaban al asalto el bienestar tan duramente conseguido, la única respuesta parece ser que estaba más ocupado en ocultar los desmanes de su yerno que en asegurar la existencia de un Felipe VI.

El agujero que la crisis ha abierto debajo de nuestros pies puede que no sólo se trague nuestro bienestar y el futuro de nuestros hijos. Una mañana como la de este día, en Jaca y a estas horas, unos capitanes rompían con una monarquía desacreditada y agotada. Hoy, también en los periódicos y en los corrillos y en los foros hay un ruido como de costuras que se rompen, que puede ser un runrún republicano o un coro antimonárquico. Hay un ruido como de algo que amanece y que ojalá fuese una claridad.

domingo, 11 de diciembre de 2011

SALVADOS POR TRES





No me gusta el fútbol y quién gane la liga con tal de que no la gane el Real Madrid me da exactamente igual, pero anoche lo puse en la televisión de fondo mientras leía. No estoy muy convencido de que sea cierto ese de que si mucha gente suma sus deseos se pueda transformar una realidad, pero consciente de que anoche había millones de españoles deseando que le dieran un baño de humildad al Real Madrid de Mou y Ronaldo y su pandilla de chulos como salidos de un puticlub barato, decidí sumarse a esa masa cuyo anhelo supera lo meramente deportivo: que ese equipo sea derrotado es una cuestión casi ética, porque este país es mejor cada vez que ese estilo pierde un partido, pero si encima ese estilo barriobajero es humillado por su eterno rival, entonces este país vive una hora extraordinaria en la que es posible pensar que no todo está perdido. Realmente cuando en el campo de fútbol se enfrentan dos estilos personales, vitales, éticos, el fútbol es algo más.

Al poco de poner la televisión, el Barcelona metió su primer gol; luego, me limitaba a ir levantando la cabeza de las páginas del libro cada vez que los periodistas barruntaban con sus estúpidos comentarios otro nuevo gol contra la pandilla de Mourinho. Hoy leo en la prensa, que además de golearlo, el Barça hizo buen fútbol y le dio un repaso en este sentido a un equipo que, según parece, atribuye su derrota a los árbitros y a no sé cuántas cosas más.

Las derrotas del Real Madrid nos hacen mejores, de eso estoy convencido: si para la corriente positiva que anoche delante de las televisiones jaleaba los goles barcelonistas sirvió de algo mi humilde apoyo, debo sentirme satisfecho. Como habría cantado el “culé” más universal: anoche pudo ser un gran día.

PD. Para celebrarlo, me voy a echarme una cervecilla. O mejor, tres.

sábado, 10 de diciembre de 2011

OJOS COMO PLATOS





Los niños son un manantial donde nunca deja de fluir el agua de lo maravilloso, de lo sorprendente. Esta tarde he llevado a Manuel al Teatro Ideal Cinema (era la segunda que vez en su vida que iba al teatro) para que viera un musical de canciones de Disney, por el que han desfilado algunos de esos personajes de película de dibujos animados que le gustan tanto: la Bella y la Bestia, Aladin, los bichos del Libro de la Selva y sobre todo Peter Pan y el Capitán Garfio. Qué ojos ha tenido durante la hora y pico de función: abiertos como platos, casi sin pestañear. Yo le preguntaba en un susurro que si le estaba gustando y sin palabras, moviendo la cabecilla sin dejar de mirar hacia el escenario para no perderse nada, decía que sí, y sólo ha hablado para preguntar cuándo salen, que no han salido, los personajes que más le gustan: la bruja de Blancanieves o el tío malvado del Rey León, o cuando me ha pedido que lo llevase a hacer pipí y en el servicio ha dicho que nos diésemos prisa, porque no quería perderse nada. Pero lo que más me ha sorprendido, y más me ha llenado de ternura, ha sido cuando he vuelto la cabeza y he visto sus manecillas intentando atrapar los rayos de luz de colores que salían desde el escenario hacia la sala. Bendita inocencia que justifica todas las esperanzas del mundo.

viernes, 9 de diciembre de 2011

TODO LUNES





Distintas organizaciones empresariales, encabezadas por la CEOE dirigida por Rosell, ese tipo con pinta de vampiro de película cutre de los años 70, han pedido que las fiestas dejen de celebrarse el día que Dios manda y se trasladen al lunes más cercano: piden que el día de Todos los Santos no se celebre el 1 de noviembre sino el primer lunes que pasé por ahí, y que el Jueves Santo se traslade al Lunes Santo. Alegan —con la miopía propia del empresariado español— que así las empresas ganan en productividad. Y es que las patronales siguen a lo suyo: el problema de la baja productividad de los trabajadores españoles no son las condiciones laborales que potencian el desapego con el proyecto de empresa (los horarios disparatados, la imposibilidad de conciliar trabajo y familia, las amenazas a embarazadas, los bajos salarios y un largo etcétera) sino las fiestas y su carga ritual y simbólica. Políticos como el democristiano Durán i Lleida afirman que en España hay muchos días festivos; “intelectuales” de la derecha como Salvador Sostres se preguntan por el sentido de las vacaciones pagadas; las patronales se conforman, por ahora, con acabar con fiestas muy arraigadas y cambiarlas por algunos lunes del año, convencidos de que los padres de familia van a rendir mucho más, y van a trabajar infinitamente más felices y contentos un miércoles 6 de enero en el que no puedan ver la cara de felicidad de sus hijos al comprobar que un año más los Reyes Magos han sido fieles a su cita. Pero claro, ¿qué pintan los sentimientos y los valores cuanto todo ha sido reducido al mero cálculo económico, al simple mercadeo, cuándo lo único que cuenta es el beneficio, el rendimiento monetario, el ganar mucho aún a costa de que los más sumen muchos pequeños sufrimientos?

Se quiere reducir la celebración a un simple acto administrativo, a un mero día de descanso. Y no es eso: las fiestas dotan de sentido el calendario y detrás de la fiesta hay una significación profunda, un discurso espiritual de lo que una sociedad es. Si un país celebra el 1 de mayo es porque asume los valores de solidaridad y de la justicia social que ese día simboliza. Y una comunidad política que conmemora el día en que tuvieron lugar un referéndum o una gesta colectiva, lo hace porque se reconoce fundada sobre lo que aquello simbolizó. Fiestas como la de la Virgen de Agosto, de orígenes paganos, se celebran desde hace milenios y hacen que nos sintamos parte de algo que nos supera, permitiendo que la sociedad gane en peso y en perfil y se transforme en comunidad. Y celebraciones como la de los Reyes Magos o el Jueves y el Viernes santos, están tan arraigadas en la memoria colectiva que trastocar su celebración las vacía de contenido y dilapida una herencia preciosa. Preciosa y... precisa, porque ahora es más necesario que nunca conservar los elementos y las estructuras sociales que permiten que no se desintegre el espinazo moral, colectivo, el nervio sentimental de una sociedad, porque cuando los poderosos nos dejan a la intemperie necesitamos sentir el amparo de lo colectivo. ¿Qué sociedad es esa en la que sólo cuentan la ganancia y el beneficio, que siempre son ganancia y beneficio de unos pocos?

Los derechos de los trabajadores, la escuela y la sanidad públicas, las pensiones, los funcionarios... Las fiestas. De la grave crisis española, todo tiene la culpa menos los empresarios, los banqueros y los políticos. Que sindicatos y obispos puedan darle el visto bueno a la propuesta de los patronos sólo causa pasmo... y espanto: estamos abandonados y solos. Las fiestas son el símbolo de los valores y el espíritu de la sociedad: van a sacrificarlas en el altar del cálculo económico, con la mentira de que eso es bueno para salir de la crisis: no venga nadie luego con la cansina letanía de que nuestra sociedad no tiene valores. Al reducir sus fiestas a un simple lunes administrativo, le estamos diciendo a la misma sociedad que sólo el dinero es importante y que la únicas conmemoraciones dignas son las de la codicia y la devastación del poder.

(IDEAL, 8 de diciembre de 2011)

viernes, 2 de diciembre de 2011

COLAS





El centro de Madrid tiene ese encanto supremo de los lugares que son propicios para vivir una temporada, con esa sensación de abandono, libertad y despreocupación que todos necesitamos de cuando en cuando. Pasea uno por la Gran Vía, la Plaza de Callao o el Paseo del Prado y cuando toma el tren en Atocha tiene la sensación de que ha formado hogar en medio de la masa, apretada, que pasea y compra y sonríe o que arrastra sus tristezas por debajo de los escaparates y de la iluminación navideña que derrochan luz como si la crisis no fuera con ellos. El pasado fin de semana estuvimos en Madrid con unos amigos, y como siempre, ha revivido en mi interior esa sensación de que una parte de mis habitaciones íntimas está pintada y amueblada con elementos de este “rompeolas de todas las Españas”. Y sin embargo, lo que más me llamó la atención no fueron las luces de la Navidad o la profesionalidad de los camareros de los bares de Madrid o... No, nada de esos elementos que le hacen a uno sentirse cómodo en medio del ambiente despiadado de Madrid: lo que me llamó poderosamente la atención fueron las colas gigantescas, monumentales, que había formadas delante de cada administración, de cada quiosco, de cada puesto de lotería.

Al volver en el tren, el domingo ya de anochecida, pensaba que España no es más que una inmensa, una larguísima cola de personas pacientes y resignadas, que han renunciado a su condición de ciudadanos, porque saben que la única esperanza que nos queda es la que nos brinda el décimo verde de la lotería de Navidad o el boleto de la primitiva o del euromillón. Es tal la sensación de fracaso que la lotería se ha convertido en una válvula de escape, en la única posibilidad de huída, y no sólo metafóricamente: mi sueño, para el 22 de diciembre, es poder marcharme al extranjero con un décimo premiado con “el gordo” y nacionalizarme noruego o suizo, y buscarme la vida allí, donde todavía hay certezas y seguridades y decencia cívica y política, y pagar allí mis impuestos, para que Manuel pueda tener un futuro mejor que el de camarero que le ofrece este país. Cada día que pasa me resulta más difícil sentirme ciudadano de un país fracasado que la única oportunidad que le brinda a sus súbditos —a esa condición hemos quedado relegados— es la de la cantinela de los Niños de San Ildefonso y el runrún de los bombos cargados de bolas que sólo el azar puede hacer que se crucen con nuestro destino, iluminándolo con la sonrisa fugaz del cava descorchado.

Imposible saber qué contiene el saco personal de cada uno de esos compatriotas que aguardaban su turno en las colas de la lotería, imposible saber qué desean cuando piden el número tal o la terminación cual, imposible saber si los veinte euros que cuesta el boleto son una parte mínima del dinero de que disponen o han sido juntados con muchas privaciones, poniendo en esos cinco números toda la posibilidad de felicidad y redención y de salvación de su casa y de sus hijos. Las colas devoraban las losas de la Calle del Carmen y de la Puerta del Sol con esa lentitud de lo fatal, con la sensación de agobio terminal acrecentada por el sol que iluminaba el frío de Madrid, las colas que avanzaban lentamente, como adormiladas, como escapadas de un cuadro de Gutiérrez Solana o de una página de Valle Inclán o de diálogo de Fernando Arrabal, majestuosas en su testimonio de derrota colectiva. La luz crepuscular que ascendía por la Gran Vía, desde la Plaza de España, o por la Calle Mayor, desde la Plaza de Oriente, dibujada sobre el suelo de Callo o de Sol las sombras de esos cientos de españoles. Sombras de una ilusión colectiva que ha terminado en pesadilla y que sólo la lotería —ya sólo la efímera suerte de la lotería— puede trastocar en mueca sonriente. Qué burla todo.

(IDEAL, 1 de diciembre de 2011)

jueves, 1 de diciembre de 2011

TAL COMO SOMOS





¿Y si uno de los principales problemas fuera que tendemos a considerarnos superiores a nuestros políticos en lugar de asumir que estos son la imagen que nos devuelve el espejo de nuestra ciudadanía atrofiada? Robert D. Kaplan charla con Lilian Parks, una inspectora de enseñanza de East Saint Louis ya jubilada. Charlan amistosamente; el marido de Lilian está sentado un poco aparte, aparentemente ajeno a aquello de lo que hablan su esposa y el escritor. Pero en un momento de la conversación, que gira sobre la organización de las ciudades y los gobiernos municipales y la nula capacidad de estos para entender el futuro o la importancia de la educación, el señor Parks no puede contenerse y rompe su silencio: «¡El gobierno de las ciudades es un mero reflejo de la cultura de sus habitantes!».