viernes, 3 de diciembre de 2010

TODO LO BELLO ES TRISTE





«...convencido como está de que, a pesar de todo, la belleza posee cierto capital de consolación, cierto poder paliativo.» He ahí el resumen perfecto de este libro que desalienta y estremece a la par que eleva una esperanza incierta en nuestro interior. Es difícil dilucidar si «La luz es más antigua que el amor», de Ricardo Menéndez Salmón, es una novela de novelas, una biografía, un desorientado tratado sobre la pintura o el arte en general, una fábula sobre la existencia humana o un ensayo sobre la desolación de todo lo existente, una poética sobre la vida levantada contra el horizonte ineludible de la muerte. Lo realmente indiscutible es que este libro tan breve como intenso, se abre con esa despaciosidad con que abrimos todo libro en que hemos depositado nuestras esperanzas de lector –es imposible no abrir de este modo los libros de Menéndez Salmón–, y a las pocas páginas notamos que nos ha atrapado en un red tupida e invisible, propia de la literatura mejor, que nos agarra el corazón para zarandearlo y dejarlo dolorido. Pero este dolor sosegado con que el libro se va posando en el suelo de nuestro yo, como un manto de hojas que el otoño va acomodando en la tierra húmeda y fértil que necesariamente tiene que pudrirse para poder reverdecer en la primavera, esta tristeza sin pausa ni prisa con la que el libro nos atrapa y nos construye a la imagen y semejanza de sus personajes –artistas de carne y hueso o hechos con la materia de los sueños: De Robertis, Bocanegra, Mark Rothko, Vsévolod Semiasin–, este mensaje profundo de «La luz es más antigua que el amor» no llega con esa violencia con que otros libros se han presentado, sino que es apenas un murmullo, un rumor. Un sonido quebradizo que va dejando sus palabras, su aliento con una implacabilidad sorprendente, como si, utilizando palabras de Menéndez Salmón, arrojase cenizas en nuestro interior y nos hiciese sentir frío.

Vamos pasando las páginas. No se pueden pasar con prisa: hay que volver a veces al último párrafo que leímos, porque una frase nos ha espoleado especialmente. Porque un deslumbramiento de belleza ha cegado el camino de la lectura. Pasan las páginas, pero cada página contiene la posibilidad de un alojamiento, la certeza de una parada. Una invitación al descanso. Todo lo humano está recogido en el arte poético de Ricardo Menéndez Salmón: y todo lo humano no puede leerse de un tirón, con prisa de llegar al último párrafo. El libro, tan extraño –es extraño en su contenido, lírico de grandes vuelos, pero carece de esa impostura revestida de dominio técnico que hace ilegibles tantas obras de la literatura contemporánea–, tan vasto, es un libro que en el fondo custodia la melancolía de que toda la vida está hecha: lo hermoso es triste. Todo lo bello, duele. Sólo lo que nos duele es lo que realmente amamos. De ahí el misterio de lo que somos, de ahí el vacío inabarcable que Rothko condensa en su pintura.

El afán de apresar la experiencia de la muerte, la más personal de todas las experiencias, la única que realmente nos pertenece, la única en la que sin limitaciones paladeamos todo lo que somos: «Morir es, en realidad, el único verbo intransitivo: la muerte es una propiedad inenarrable.»

Lo sabe De Robertis en el lazareto mísero del atardecer de Venecia.

Lo sabe Rothko en su estudio de Nueva York en que se corta las venas, mientras lo fotografía la muerte, mientras termina dentro la oscuridad que ha mirado tanto.

Lo sabe Bocanegra mientras contempla como Matilde es devorada por la muerte que consume la carne y la belleza.

Lo sabe Menéndez Salmón al escribir este libro hecho para herirnos, para entregarnos la luz, que al ser más antigua que el amor lo funda y le da forma y lo convierte en algo frágil, quebradizo, en algo destinado en última instancia al imperio de las sombras.

La luz funda el amor, pero el amor se acaba cuando la luz se apaga. Por eso no hay prisa el libro, porque la vida es un camino sin velocidades, un sendero donde la prisa ha sido abolida: en cualquier momento puede ahogarse la luminosidad en que gozamos o sufrimos. Todo lo hermoso es triste. Y todo lo vivo es lento. Hay que pararse a mirar como se desangra la vida: «Un hombre es lo que ha visto.»

(IDEAL, 2 de diciembre de 2010)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si alguna vez escribiese un libro me gustaría que me escribiesen una crítica así, tan bien hecha, tan hermosa, tan atrayente, tan sugerente, que dice tanto sin desvelar nada. Dan ganas de leer el libro y de saborearlo después de leer esto.