viernes, 31 de diciembre de 2010

EXAMINAR DE AMOR





Vale, concedido: el estado natural de la persona no es la tristeza. Si recordamos las veces en que hemos llorado y hemos sido víctimas de la tragedia, son infinitamente menos que las veces en las que hemos reído o, simplemente, sonreído. Pero ocurre que el dolor es barroco, exaltado. Ocurre que el dolor –que lo triste– es una violencia que se apropia de nosotros con arrebato y sin aviso previo y que cuesta mucho expulsar de nuestras ciudadelas cuando ha sobrepasado y derruido las murallas. Por eso, cuando el dolor llega parece que siempre ha estado ahí y tenemos la impresión de que nunca se va a ir. La alegría –sintetizada en la risa, ese ejercicio supremo de la inteligencia– es más sutil y como siempre la tenemos a mano, pasa más desapercibida. Puede ocurrir también que, asfixiados por la urgencia con la que las tragedias de lo cotidiano nos golpean, hayamos perdido la capacidad para descubrir la alegría en los mil guiños con que cada día se nos ofrece. El dolor, ya digo, es algo que sucede pocas veces, aunque cuando sucede lo hace con mucha fuerza: la muerte de alguien querido, el paro que nos visita, la enfermedad, la angustia por los hijos. La alegría, sin embargo, es disimulada, pequeña: no aspira a conquistarnos de un golpe, quiere filtrarse por las rendijas que dejamos abiertas en el alma; aspira a entrar por esas finísimas ranuras y quisiera dejarlas selladas con su paso para evitar que llegue una tristeza. (¡Vano empeño!) El dolor sacude y la alegría, la alegría acaricia, simplemente. Por eso nos cuesta tanto verla y recogerla, pese a que está en los ojos de los niños cuando ríen, en un cielo luminoso, en una charla sosegada con los amigos, en el fugaz placer compartido con la persona a quien se quiere.

Cuán parecido a la alegría es el amor: pasada la irrupción del enamoramiento primero, el amor de verdad se transforma en un sosiego, en una delicada sinfonía que atraviesa todos los actos cotidianos, que nos eleva en impulsos casi invisibles. El amor, también, es una caricia que se filtra imperceptiblemente y conquista y avasalla a la par que libera, transforma a su imagen y semejanza. Por eso para san Juan de la Cruz el examen del amor se realizará al caer de la tarde. No al amanecer, cuando todo está todavía por descubrirse y realizarse y todo es promesa e intención; no en la luz poderosa y cegadora del mediodía; no en la noche que confunde y pierde. El examen del amor es a la tarde, cuando el sol ensaya su declinación de melancolías, cuando la luz invita a refugiarse cuerpo adentro, sangre adentro. ¿Quién, sentado en la orilla del mar mientras el sol se pone, no ha sentido esa necesidad de examinarse? Y cualquier examen es siempre un examen en el amor, un examen de amor. Es preguntarnos cuánto hemos querido, cuánta felicidad hemos regalado, cuánto daño hemos causado, cómo reparar las infelicidades provocadas.

Últimas tardes del año. Estamos sentados en la orilla del mar del tiempo: tenemos los pies desnudos acariciados por las aguas frías del océano de nuestra vida. Se pone, otra vez –una vez más, una menos–, el sol del año viejo. Es la ocasión de recontar, de repasar, es el momento de saber que tal vez sea mejor no hacer propósitos que olvidaremos dentro siete, diez días, la ocasión de asumir que es mejor vivir que proponerse vivir. Es la hora de abandonarnos en manos de la felicidad y del amor, de saber que pese que el temporal arrecia cerca, afuera del hogar, tenemos que limpiar las ranuras del corazón para que puedan colarse –nosotros adentro– esa alegría, ese amor, que balbucean o que gimen bajo las botas pesadas de la crisis, del sufrimiento.

31 de diciembre. Y anochece: ha venido la añoranza para examinarnos de amor.

(IDEAL, 30 de diciembre de 2010)

2 comentarios:

Fernando Gámez dijo...

Acepto la invitación que nos haces en el párrafo final.
Para progresar hay que evaluar, reflexionar, replantear, examinarse... y ¿en qué mejor que en el amor?
Creo que si así lo hacemos sinceramente y sin excusas, afrontaremos mejor el año que esta noche estrenaremos y que se nos da para que fructifique y se multiplique en toda clase de bienes materiales y espirituales.
Enhorabuena, una vez más Manolo, por tu reflexión, que comparto de principio a fin.
¡¡Que seáis muy, muy felices!!
Un abrazo.

Manuel Madrid Delgado dijo...

Muchas gracias Fernando. Nosotros también deseamos que vosotros seáis muy felices en este año recién comenzado. Un abrazo.