Los pelícanos no podían levantar el vuelo. Estaban empapados de petróleo, que ascendía desde el fondo del mar con la lentitud soberbia de lo imparable, de las grandes tragedias. Durante muchos años, la mancha negra había ido conquistando playas, deltas de ríos, y las ciudades en las que antaño relució el sol se habían despoblado. El viento del otoño, más gélido de lo normal, batía las ventanas abandonadas. En algunas casas ardían las fogatas encendidas por mendigos que habían preferido no viajar por las carreteras de lo desconocido, habitando en el hambre y el olvido que se adueñaron del lugar en que nacieron. El pesimismo y la resignación se habían extendido por todo el mundo, y todas las gentes vivían en un estado próximo a la esclavitud mientras contenían el aliento en espera de un nuevo desastre, de que otro periódico anunciase la quiebra de otro país, otra huída de capitales, otro cierre masivo de fábricas, la necesidad de un último recorte. Mientras la humanidad se desvanecía, no habían dejado de nacer pelícanos, cada día más escasos; en cuanto abandonaban los nidos construidos sobre los cañaverales negros, se encontraban embutidos dentro de la pringue del petróleo. Desaparecidos los peces en muchas millas a la redonda, se habían acostumbrado a alimentarse de los insectos y de los pequeños roedores que, encrespados por mil mutaciones fatales, poblaban los sembrados abandonados y las orillas grasientas de los ríos, donde un agua permanentemente podrida oleaba despaciosamente su canción mortuoria.
La noche de la última luna llena del otoño, volvieron a bajar de sus templos los sacerdotes de la nueva religión sin consolaciones postreras. Sus túnicas negras, mecidas por el aire de la tarde, se confundían en el ambiente ceniciento y sólo el brillo de los cuchillos destacaba en medio de los parajes desolados. Los nidos de los pelícanos esperaban la culminación del ritual mientras los hígados y las tripas de los pájaros musitaban una aspiración de paz. Doce eran los pelícanos que tenían que se destripados: cada noviembre, sus entrañas anunciaban el futuro de todos los hombres.
También el último pelícano tenía negros los intestinos y las vísceras. La profecía era concluyente y los sacerdotes apresuraron el paso hacia su guarida, antes de que la tormenta ciñese por completo las últimas bocanadas luminosas de la luna. Tenían que poner sobre aviso a los gobernantes: se avecinaba una era de revoluciones y las masas desesperadas tomarían al asalto los parlamentos, los bancos, las sedes sociales de las multinacionales. Habían visto clavadas en picas las cabezas de los banqueros y en un mar de horcas se agitan como espantapájaros los cuerpos de los ministros. Uno de los hígados, con una hebra fresca y rosada en su interior, les había avisado de que en algún lugar los hombres habían recuperado la memoria de los tiempos en que había hospitales, escuelas para los niños, protección para los desempleados. Un borbotón de sangre les había indicado que esa memoria se extendería por el mundo con la fuerza rabiosa de un puño cerrado. Los gobernantes tenían que saber lo que se avecinaba: para preparar a sus ejércitos y sus policías, para aleccionar a sus periodistas. La profecía de los pelícanos no había errado nunca los futuros más negros, pero los poderosos tenían resortes para burlarse de los hígados parlantes.
(Publicado en IDEAL el 1 de julio de 2010)
1 comentario:
"un agua permanentemente podrida oleaba despaciosamente su canción mortuoria"
Extraordinaria frase, justifica todo el artículo, que es impresionante.
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