miércoles, 14 de julio de 2010

¡ENERO, VUELVE!




Nada, que no hay manera: soy incapaz de comprender cómo puede haber alguien (sensato, medianamente inteligente) a quien le guste el verano. ¿Pero que le ven estos inconscientes a estos días en los que la vida dentro de los pisos se hace insufrible? ¿Pero qué encanto le encuentran a tener el cuerpo acalorado y sudoroso todo el día, a desear una ducha cada cinco minutos, a tener la boca más seca que una estera de esparto en el Sahara? ¿Qué maravilla se le figuran estas noches horribles donde es imposible dormir? Nada, nada, que me quedo con el invierno frío y acogedor y... y si me apuran, hasta progresista. ¿Progresista el invierno? Sí, porque una manta es infinitamente más barata que un chalet con piscina o que unas vacaciones en la playa. El invierno –aún con toda su crudeza, aún con sus hielos y sus nieves y sus noches descarnadas en las que el frío aúlla detrás de los postigos– tiene un encanto imposible en el verano, que es una especie de tiranuelo progre que vende un discurso de lo más chip –que si las muchachas en flor, que si las terrazas y la cerveza fresquita, que si los bikinis y la siesta– pero que luego, ya lo sabemos, siempre está del lado de los poderosos y los ricos o, cuando menos, de los más afortunados, que son aquellos que por lo menos tienen una alberca en la que darse un chapuzón. El resto, claro, mendigamos una limosna de frescor, un poco de caridad divina en forma de vientecillo furtivo y fresco, mientras maldecimos a julio y agosto y a septiembre, porque el mandamiento de nosotros, los invernales, es “Odiarás al verano sobre todas las cosas”. Sin chalet y sin posibilidad de disfrutar de las piscinas públicas que pagamos con nuestros impuestos, pues han sido tomadas por las minorías instaladas en el demagogo discurso de la discriminación, no nos queda otra que recontar los días que quedan para que vuelvan los fríos liberadores y civilizadores.

Porque esa es otra: el verano, además de ser tan postizo como todo lo progre –lo progre es la versión kitsch del progresismo–, es esencialmente bárbaro. ¿Qué civilización, que civismo, qué cordura, puede haber por encima de los 30 grados? Y cuándo el termómetro supera los 35 o los 40 grados, ¿se puede sostener que ese infernal lugar del mundo sigue perteneciendo al “concierto de las naciones civilizadas”? El otro día comentaba con un amigo que nos gustaría vivir en uno de esos países que se conforman con 25 grados en agosto, esos países moderados, posibles, razonables... frescos o fríos: Dinamarca, Noruega, Suecia... Yo estoy convencido de que los grandes avances de esas sociedades han sido posibles, entre otras cosas, por una cuestión básica: porque allí es difícil que el termómetro recuerde la última vez que intentó matar a todo ser vivo con una llamarada de calor.

Es imposible que de este calor salga nada bueno: estos veranos que desatan sobre nosotros las furias del Averno, nos han condenado a ser por siempre la tierra por donde cruza errante la sombra de Caín, que no era sueco ni holandés, sino que vivió y se crió tostándose al sol del desierto de la Tierra Prometida, que también manda huevos el erial y el solano que les prometieron a aquellos. Yo, ni por todo el oro del mundo lo querría, que me quedo con un prado verde, a la orilla de un lago, o un mar del norte, donde la prenda más ligera sea una camisa de manga larga.

Enero... ¿oyes nuestros gritos afligidos? ¡Vuelve, hombre, vuelve! ...Y rescátanos.

(Publicado en IDEAL el 8 de julio de 2010)

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