jueves, 8 de julio de 2010

SOBRE LA LIBERTAD Y LA BLASFEMIA




(Este artículo se escribió para ser publicado, en Semana Santa, en la revista editada por la Cofradía de la Oración del Huerto de Úbeda, pero no pasó la censura previa y su publicación fue prohibida. Ramón Molina, con el respeto por las ideas ajenas que lo caracterizan a él y a “Ibiut” lo publicó en su revista.)

Las últimas semanas han traído a las portadas de los periódicos temas coincidentes y reincidentes: el calvario padecido por Kurt Westergaard –el autor de las viñetas de Mahoma–, que tiene que vivir escondido y bajo protección policial porque ha sido condenado a muerte por los islamistas; la Universidad de Granada que se ha visto obligada a retirar la exposición “Circus Christi”, de Francisco Bayona, por la reacción de los sectores católicos más radicales de la ciudad y ante las amenazas de muerte recibidas por el autor; la apertura de la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid trufada de escándalo, por las airadas quejas que Israel ha presentado por la presencia en la misma de dos polémicas obras de Eugenio Merino. Como telón de fondo de lo anterior está el hecho de que determinados sectores de creyentes de estas tres religiones consideran que las obras citadas son una blasfemia, una ofensa contra sus creencias, un pecado digno de castigo. Y detrás de todas estas polémicas laten preguntas fundamentales: ¿debe ceder la libertad de expresión y creación ante la ofensa de una creencia?, ¿deben prohibirse y perseguirse las blasfemias para proteger el derecho de los creyentes a creer?, ¿la blasfemia es un concepto interno de cada religión o debe operar sobre el espacio público?

He ahí uno de los debates cruciales en nuestro tiempo. El arte siempre ha tenido un componente provocador, rupturista, y aún cuando esa provocación pueda resultar a veces gratuita y en realidad no añada valor al discurso estético de la obra en cuestión, lo cierto que la creación artística y literaria y filosófica no habrían podido ser si en cada momento no se hubieran enfrentado a la realidad del poder establecido. En muchas ocasiones la creación o la investigación o el pensamiento han tenido que revestirse de blasfemia para poder ser. Por blasfemo fue condenado Giordano Bruno y San Juan de la Cruz padeció prisión por rozar la blasfemia en su atrevida concepción literaria y religiosa. Esto demuestra dos cosas: primera, que la ofensa tiene una frontera móvil que ha ido retrocediendo a medida que la historia avanzaba y se afianzaban los ideales de la razón y la libertad; segunda, que si la libertad creadora declina una vez en beneficio de la ofensa, esta gana terreno y va constriñendo más cada vez el espacio de aquella.

Cuanto más alejada está la concepción religiosa de los parámetros de la modernidad, más fácil es sentirse ofendido por los discursos de los otros. Por eso es más fácil encontrar musulmanes iracundos contra novelistas o humoristas: en el Islam la libertad individual y el respeto a los otros, aunque blasfemen, están mucho menos arraigados que en el cristianismo, que desde hace tres siglos tiene que afirmarse en sana competencia con quienes no creen, con quienes denuncian sus abusos o quienes simplemente se ríen de sus contenidos. A mí me parece que el cristianismo es mejor, más sincero y más íntimo desde que ha sido contestado o desde que ha entendido que es positivo moralmente aceptar las críticas, las burlas o las reinterpretaciones de sus creencias. Y por eso me chirrían tanto los grupúsculos católicos que se sienten radicalmente ofendidos cuando alguien como Bayona o Merino utilizan los símbolos del cristianismo para elaborar su expresión artística. No entro a valorar el contenido artístico de la obra, ni su realidad estética ni me pregunto en qué quedaría esa realidad si se le privase del discurso provocador –¿tiene valor artístico real, en sí, la fotografía de una prostituta si no se dice que es la Virgen María buscando a San José?–, pero estoy firmemente convencido de la necesidad de amparar el derecho de los artistas a expresar con su estética el discurso que estimen conveniente.

En realidad yo estoy convencido de que la ofensa blasfema no puede suponer una limitación para la libertad de expresión o de creación. Cada uno es muy libre de sentirse ofendido por lo que quiera, pero no puede condenar al que ofende simplemente porque no comparte su visión del mundo y porque no considere blasfemia lo que para el creyente lo es. Y en última instancia no debemos perder de vista la realidad de que puede que haya quien se sienta ofendido por ver procesionar delante de su balcón un cuerpo clavado en una cruz, agonizante y chorreando sangre: nuestra verdad no es la verdad. Pero hay que aprender a vivir con las ofensas, aunque sean gratuitas, porque son absolutamente necesarias para garantizar algo tan valioso y tan costosamente conseguido como es la libertad.

La ofensa también invita a la reflexión del creyente, también abre un territorio para que el creyente se adentre y dialogue y repiense su sistema de ideas. Me gusta una religión como la cristiana que asume que puede ser sometida a burla y ofendida y que no condena a muerte, y no me gustan quienes desde el cristianismo exigen que se retiren exposiciones o llaman por teléfono a los artistas que blasfeman para amenazarlos de muerte: la gran virtud de la ofensa o de la blasfemia artística es que sitúan a cada creyente delante de su espejo ético. Y me causan desazón las reacciones iracundas, los gritos de venganza que se elevan cuando cualquier creyente se siente ofendido y pide la intervención del poder público para sancionar al blasfemo o, más radicalmente, cuando se exige la condena directa y sin paliativos del mismo. El siglo XXI no puede ser el siglo de la religión replegada sobre sí misma, el siglo de una religión amenazante y peligrosa para la convivencia y para el pluralismo democrático. Si la religión se repliega, se pudre y se convierte en un tumor para el cuerpo vivo de la sociedad.

Cuando los españoles se marchaban de España allá por la década de 1960, cargados de complejos identitarios y de taras espirituales y con su cerril educación católica a cuestas, descubrieron que era posible seguir manteniendo cierta religiosidad sin necesidad de someter a la mujer o de renunciar a los placeres de la vida, y eso –más la llegada masiva de turistas– permitió que el país se abriese, se airease y que del velo negro se pasase a los bikinis, no sin escándalo de los puritanos, siempre tan peligrosos. Por eso me llama la atención –y me preocupa– que cuando los musulmanes vienen a Europa no quieran para sus hijas o sus mujeres, por ejemplo, los derechos de que gozan nuestras hijas y nuestras mujeres. Los católicos españoles que emigraban a Europa se deslumbraron con los esplendores del mundo desarrollado, y eso fue bueno para la sociedad española y obligó a la Iglesia a dialogar con la realidad; los musulmanes que emigran a Europa odian lo que ven y se repliegan sobre sí mismos, afirmándose excluyentes en su religión. La religión que se abre tiene que aprender a tolerar a los otros –siquiera a regañadientes–, disminuyendo los espacios en que se siente ofendida, llegando incluso a entender la necesidad de soportar ser ofendida para garantizar el bien superior de la libertad; la religión que se repliega, se ofusca y desprecia a quienes no comparten su espacio moral, se siente ofendida a la más mínima y no entiende como no son ferozmente castigados quienes la ofenden, y por ello no sirve ni para la libertad ni para la convivencia.

Sinceramente, me quedo con la religión que se abre y que soporta la ofensa. Es una religión que habla y dialoga, no una religión que rebuzna y da coces. El problema es que parece que va ganando espacio esa religión que no se entiende como experiencia y sentimiento sino como seña de identidad y como bandera. Compte Sponville habla de una urgencia social, “porque estamos amenazados por dos peligros simétricos: por un lado, el fanatismo, el integrismo y el oscurantismo, y por otro, el nihilismo.” El nihilismo, ya lo sabemos, conduce al “todo vale” de los campos de exterminio; el fanatismo y el oscurantismo de nuevo cuño –revestidos de respetuosa doctrina de los derechos humanos– conducen sibilinamente a la creación de espacios vedados a la libertad. ¿Las viñetas de Mahoma, las fotografías de Bayona o los religiosos orantes de Merino atentan contra el derecho de católicos, musulmanes y judíos a creer lo que les venga en gana? No creo, pero la exigencia de católicos, musulmanes y judíos de que se prohíban esas expresiones artísticas, por muy ofensivas que sean, sí atentan contra el derecho a la libertad de expresión y creación.

Es necesario que los creyentes nos reafirmemos en la defensa de la libertad y que asumamos la ofensa como el precio de la convivencia en una sociedad plural. Me gusta este mundo en el que hay católicos, ateos, agnósticos, dudosos, evangelistas, judíos... No quiero que mis ideas se impongan ni reduzcan esa variedad, no quiero que mi verdad sea la verdad y no quiero que se justifiquen los ataques a la religión diciendo que todos los creyentes somos oscurantistas y amenazadores: quienes hacen eso, considerando que el adversario es la religión en general, “están metiendo a todos los creyentes en el mismo saco que a los fanáticos, que es lo que estos quieren”, nos advierte Compte-Sponville antes de señalar que el adversario no es la religión, que el adversario es el fanatismo. Esto supone un llamamiento también a los creyentes para que nos opongamos los fanáticos de “nuestro bando”: debemos estar con el filósofo y ateo francés cuando postula una alianza de todos “los espíritus libres, abiertos y tolerantes, crean o no en Dios” para luchar contra los fanáticos y contra el oscurantismo. Porque es preferible vivir en un mundo el que los artistas pueden blasfemar que en un mundo en el que los blasfemos son mandados a la hoguera.

(Publicado en IBIUT, núm. 167, abril 2010)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, muy interesante el articulo, saludos desde Panama!

Anónimo dijo...

Felicitaciones, muy interesante el post, espero que sigas actualizandolo!