jueves, 29 de julio de 2010

EL ÚLTIMO LECTOR




Otro día: se levanta, se afeita, se ducha. En la silla, la chaqueta de lino planchada, la camisa limpia, la misma corbata negra. Y en la calle el constante ruido que llega de las casas: los niños desayunando, los arpegios insoportables de las televisiones y sus cantinelas sobre la vida y ventura de famosos de todo pelo. Él sigue pensando que para no escuchar las estupideces de la televisión, todos los transeúntes con los que se cruza –cada uno de ellos un hosco silencio con prisas– llevan pinganillos en las orejas y cacharros de nombres que no puede memorizar y que se según parece reproducen música deconstruida, conversaciones filosóficas de antiguos concursantes de Gran Hermano o disertaciones literarias de Boris Izaguirre y Ana Rosa Quintana.

Desde hace años recorre el mismo camino para llegar al único quiosco que no vende televisiones de bolsillo, deuvedés portátiles, emepé cuatros o ebooks, el quiosco que Guillermo mantiene con una tenacidad romántica como último refugio de los pocos periódicos y revistas que todavía se editan, porque casi todos cerraron desde que leer se consideró por las autoridades un riesgo para la convivencia democrática y digital, en un viejo parque de árboles que nadie cuida porque ya nadie pasea por parques que no tengan conexiones a internet, dispositivos de descargas de música y pelis de Peter Farrelly. En una ocasión cogió uno los tranvías que se pusieron de moda a principios de siglo, pero cuando no llevaba ni diez minutos de viaje tuvo que apearse, mareado, incapaz de soportar el bombardeo de música a todo volumen que martilleaba desde los ingenios que portaban los adolescentes con calzoncillos al aire, y mucho menos la superposición de imágenes y ruidos que lo bombardeaba desde las ciento treinta y cuatro pantallas de televisión instaladas en el vagón. A punto estuvo de caerse redondo cuando por fin pudo salir de aquel infierno, incapaz de comprender por qué no podía ser feliz con aquella orgía de derechos televisivos debidamente amparados por el ayuntamiento, que había puesto tantas pantallas como canales televisivos emitían, para que viajero viera y disfrutara lo que más le gustara o le hiciese crecer como persona, sin discriminaciones ni malos rollos.

Cada mañana, cuando deja en las manos de Guillermo las monedas que cuesta el periódico y lo coge del exiguo montón, llenándose los dedos de tinta, recuerda el primer día en que compró un periódico: era adolescente y las portadas hablaban de las tropas que se mandaban a la cosa de Kuwait. Está convencido de que es un sentimental y de que chochea, los recuerdos le humedecen los ojos y se emociona hablando con Guillermo, en esta edad en la que casi nadie habla con nadie y todo el mundo se comunica por medio de chat, complicadas redes cibernéticas, web cam o emails. El rito antiguo, obsoleto y casi perseguido por el Código Penal que repite cada mañana, termina en el único café con camareros que sirven café y no tiene uno que recurrir a una máquina de esas en las que el café sabe a polvos rancios. Allí no hay televisión ni internet, es posible sentarse en una mesa de mármol con el pie de una antigua máquina de coser y desgranar noticias, artículos. Y luego, la marcha de regreso a casa.

Y en la casa, claro, a escuchar el zumbido de todos los vecinos del bloque. Como su pensión no le da para aislarse, ya sabe que la hija adolescente de la vecina del segundo B quiere que su madre le compre un tanga como el que usa la niña de Belén Esteban, y gracias al cual, según comenta cada tarde el hijo adoptado de Jorge Javier Vázquez, ha podido conquistar los encantos del sobrino de un primo de Jaime Ostos. También está perfectamente enterado de que el hermano mayor de la familia del primero D exige que su hermana pequeña, que tiene propiedades de ventrílocuo, no se pase todo el día haciendo que se peleen dos muñecos a los que llama Pipi Estrada y Karmele Merchante, porque eso le impide seguir con la suficiente concentración los tres partidos de fútbol, dos abiertos de tenis, cuatro vueltas ciclista de barrio, seis rondas de pádel y cuatro carreras de coches y motos que retransmiten entre tertulia deportiva y tertulia deportiva. Y hay tardes en las que está a punto de bajar y decirle al vecino del sexto –que encabezó hace veinte años el Movimiento Cívico Por La Limitación Del Periódico Y El Libro “Al Bote Al Bote Lector El Que No Vote”– que está harto de oírlo recitar los discursos endecasílabos del presidente Alejandro Agag Aznar y los alejandrinos de la lideresa de la oposición Leire Pajín, por más que se los haya bajado de la conocidísima página e-burre.

Es viejo, lo sabe. Y sabe que está fuera del mundo desde que en 2010 se encadenó a la puerta de la biblioteca y al quiosco de Guillermo para impedir que los quemaran los Grupos Guerrilleros “Tecnología es Libertad”. Pero cada día, cuando los patios de luces traen la voz gangosa del Conde Lecquio repasando las noticias del día, y él se sienta al fresco en su balcón oyendo la música de Bach que tanto le gusta y acariciando con mimo sus libros de Machado, Cervantes, Muñoz Molina, Roth, Doctorow o Compte-Sponville, siente una satisfacción de héroe derrotado. En un libro de Unamuno guarda el epitafio que quieren que pongan en la lápida de su tumba: “Amé los libros. Amé los periódicos. No me venció la televisión. No me doblegó la red. Fui libre.” (Le llegan las palmas desde el 2º D: la niña por fin tiene su tanga rompecorazones, y a sus padres, hermanos y titos les parece que está monísima con él y creen que mañana mismo tendrá en su cama al bisnieto torero del último amante de la Duquesa de Alba.)

(Publicado en IBIUT, núm. 168, junio 2010)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Extraordinario. Me he reído mucho leyéndolo. Lo del Agag Aznar no tiene desperdicio. Enhorabuena.

Antonio M. Medina Gómez dijo...

Manolo, si me toca la lotería, cumplo mi sueño y el de muchos Guillermos que desean lo mismo: monto un café-bar sin televisiones, radios y ruidos tecnológicos, donde sólo se escuchen los siseos de conversaciones silenciosas y el vapor de una vieja cafetera, con grandes cristaleras que distraigan la atención hacia Sierra Mágina, y unas paredes tapiadas por cientos de libros y diarios deseosos de ser leídos. Mi barataria.

Saludos.

Manuel Madrid Delgado dijo...

Amigo Medina, lo cierto es que un retiro de ese tipo (libros, café, jazz suave, música barroca) sería algo perfecto, con vistas al valle. Me imagino allí una tarde de lluvia, como tantas pasadas en los cafés de Madrid, junto a la Casa del Libro, y siento un cosquilleo de felicidad imposible.
Saludos.