En realidad no sé si estas campañas sirven para mucho o para poco, pero bastaría con que salvaran una vida para apoyarlas. Con ese convencimiento, firmé el otro día, en una de tantas páginas de Internet, para evitar que la barbarie islámica lapide a otra mujer en Irán. Con ese convencimiento, subo aquí este vídeo en defensa de los derechos humanos en Afganistán, y que yo pienso que en realidad es un vídeo que sirve para reclamar, para exigir, el respeto a los derechos humanos en todo el mundo en general y, particularmente, en tantos y tantos países que tienen la desgracia de vivir sometidos al yugo criminal del Islam. Ya digo que no sé si estos gestos sirven para evitar que los que en el nombre de Alá han asesinado a niños y han sometido a las mujeres a un régimen de esclavitud se vean reintegrados en la sociedad como personas respetables. Supongo que no, y puede que en realidad esto sea tan sólo una manera de lavar mi conciencia, que se ha removido cuando esta mañana leía esta historia en un informe de Amnistía Internacional:
"Diversas familias explican la historia de una mujer embarazada que, a principios del año 1994, a las diez de la noche, se dirigía al hospital junto a su marido. Entonces a esa hora había toque de queda en Kabul y los coches no podían circular por la calle. Guerrilleros pararon a la pareja en un control militar y aconsejaron al marido que regresara a casa, pues ellos ya llevarían a la mujer al hospital. Al día siguiente el hombre buscó a su esposa en el hospital pero no la encontró por ninguna parte, y regresó al control militar. Allí los guerrilleros le dijeron que, como sólo habían visto parir a una mujer en las películas, por una vez quisieron verla en vivo. Los cuerpos de la esposa y la criatura recién nacida yacían allí muertos."
Si los que cometieron esas atrocidades pueden, con este pequeño gesto, no sentarse en ningún parlamento y pueden acabar en la cárcel, bienvenido sea.
Supongo que habrá quienes me acusen de xenófobo o de antiislamista o de no sé cuántas cosas más, defendiendo ellos la multiculturalidad y el respeto a las tradiciones y culturas de los otros. No soy lo primero y me niego a respetar ninguna cultura que vende a la mujer como mercancía por una dote; ninguna cultura que casa a adolescentes con hombres para que estos las violen; ninguna cultura que priva a las mujeres del placer sexual y les destroza sus órganos cuando son niñas; ninguna cultura que encierra a la mujer debajo de una tela para que nadie pueda verlas ni ellas puedan ver la luz del sol; ninguna cultura que ampara el derecho del hombre a que su mujer embarazada no sea atendida por el médico si eso supone tener que quitarse la cárcel del velo o del burka... No soy un cínico, ni un sectario: también me repugnan estos obispos y este papa que encubren a los curas que violan a niños y que protestan cuando la policía belga busca a los criminales, en lugar de entregarlos ellos, y que pretenden en el nombre de Dios que la Iglesia quede fuera del poder de las leyes civiles; paralelamente, me repugnan las autoridades civiles que por miedo al poder de la Iglesia no han encarcelado ya a los curas violadores y a los obispos encubridores. Y es que lo que me repugna no es el Islam, sino que en nombre de ningún dios se puedan cometer barbaridades contra las mujeres y los niños y que estos crímenes queden impunes. Y que se pretenda, por respeto a la libertad religiosa o cultural, que dialoguemos con los criminales o con quienes los amparan. Y no soy sectario porque me dan tanto miedo –y a veces el mismo asco– los musulmanes que vienen a Occidente con la soberbia de quienes se saben amparados por nuestras libertades para poder ofendernos, y para pretender que respetemos lo irrespetable, como los ultracatólicos del Opus o los legionarios de Cristo. No soy ni un cínico ni un sectario, pero ocurre, simplemente, que me niego a aceptar que si yo voy a un país musulmán tenga que aceptar sus normas y ellos, si vienen aquí, no puedan adaptarse a las nuestras: a mí, que me encanta la carne de cerdo, no se me ocurriría irme a vivir a un país musulmán y exigir que en un comedor universitario hicieran menús especiales para mí (si lo hiciera correría el riesgo de acabar menos de regular), y por eso me quedo en Europa, donde cada uno come lo que le da la gana. Y ocurre que me niego a que un día pueda una hija mía verse obligada a ir por la calle tapada con un velo para no ofender a la muchachería musulmana. Y ocurre que me niego a que por un peligroso respeto tiremos por la borda estas libertades y estos derechos que tanto nos ha costado conseguir y que, no lo olvidemos, nuestros abuelos y los abuelos de los otros europeos defendieron en los campos de batalla contra los fanáticos de hace setenta años.
Me niego, sí, a ese diálogo: es imposible hablar con quienes –cristianos o musulmanes, sobre todo musulmanes– no entienden que la filosofía de los derechos humanos, de las libertades públicas, de la libertad de conciencia y de pensamiento, la filosofía de la democracia y de la libertad, está por encima de los dioses y las religiones, de las biblias y de los coranes. Es imposible hablar con quienes no quieren entender que la religión es una cuestión íntima de cada uno y que la conciencia religiosa no puede imponer sus normas al espacio de lo público, de lo colectivo, de lo común, en el que caben, en el que cabemos, todos, sin que nadie ni nada puede obligarnos a cubrirnos. Es imposible hablar con quienes –siniestros bajo sus barbas salafitas, roucos bajo sus pérfidas gafas oscuras– son un peligro para la convivencia desde el momento en que defienden que el púlpito o el alminar deben primar sobre el foro, sobre la plaza de reminiscencias griegas y republicanas, públicas, donde conviven los ciudadanos libres.
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