A ella el verano le causaba una extraña tristeza, como si le pinchase en el costado la imposibilidad de cumplir todos los sueños que había ido acumulando en el muladar de su vida. Llegaban los días largos, infinitos, de julio, y las noches de calor y mosquitos, y ella pensaba que al amanecer siguiente vendría a rescatarla del tedio el capitán de un galeón cargado con oro y plata de las Indias. Y cuando amanecía el 21 de julio de cada verano y no llegaban ni el galeón ni el capitán, se sentaba en la mesa camilla de su comedor sin lustre y con muebles que había heredado de una tía soltera que no había novena en la que no hubiese rezado. Allí, tenía un montoncito de folios de papel de seda, amarillos por el tiempo que llevaban guardados: un folio por cada uno de sus hermanos, por cada uno de sus primos, por cada uno de sus sobrinos, por cada uno de sus amigos. Los iba cogiendo lentamente y dejaba caer sobre ellos una lágrima, que inmediatamente arrugaba el papel y se secaba, como si hubiese caído en un saco de arena del desierto. Luego, doblaba cuidadosamente los folios, haciendo coincidir perfectamente los picos, y los metía en sus sobres, listos para que la tarde del 21 de julio se los tragase la bocaza del león de Correos y para que a la mañana siguiente –cuando ella ya sabía que no habría en su vida galeones ni gaviotas ni capitanes con ojos de parche– comenzasen a repartírselos a sus destinatarios, que invariablemente pensaban que se estaba volviendo loca y comenzaron a tomarse a risa sus sobres de lágrimas, primero, y luego a ir dejándola más sola cada vez, sin llamarla para su cumpleaños ni en Nochebuena.
Sola se murió una mañana de 21 julio; al levantarse llamó a urgencias diciendo que se sentía mal; cuando la ambulancia llegó y el enfermero empujó la puerta que había dejado entreabierta antes de sentarse en su sillón de flores amarillas, ya se había muerto, sin poder tomarse sus magdalenas con café. Había preparado, eso sí, en la mesa de su comedor que olía a tiempo detenido en una edad en la que hubiera sido posible ser feliz, los folios y los sobres y aunque los servicios médicos no tuvieron la perspicacia suficiente para verlo cuando certificaron su muerte y le hicieron la autopsia –concluyendo que simplemente se le había parado el corazón y que no había, pues, carnaza para la prensa– había juntado en sus ojos treinta y nueve lágrimas, tantas como folios, tantas como sobres. Ni sus hermanos ni sus sobrinos ni sus primos ni sus amigos acudieron al entierro, alegando que estaban en la playa, que se sentían mal o simplemente no alegando nada, y entre un cura al que la boca le olía a chicle de sandía y un monaguillo que olía a porro de maría, la mandaron para el otro barrio sin preocuparse nadie de sus sobres y sus folios. Nadie la echó de menos y nadie echó de menos sus locos sobres de lágrimas.
Pero al año siguiente, nada más amanecer el 21 de julio, que como todos carecía de galeones y capitanes, sus hermanos, sus sobrinos, sus primos y sus amigos encontraron en los buzones un sobre de letra imprecisa pero ajada, como de tinta desvaída por una distancia imposible. Lo abrieron con cierta gracia algunos –“ni después de muerta nos va a dejar tranquilos”– y con miedo las otras –“¿qué se le ocurriría a la loca ésta antes de morirse? “–. Y cuando despegaron la solapa del sobre esperando encontrarse una lágrima o un reproche oyeron una risa incontenible, imparable. No era una risa feliz, era una risa que se burlaba de ellos.
(Publicado en IDEAL el 22 de julio de 2010)
1 comentario:
Ánimo, Manolo. Pronto esperamos la novela a la que, sin duda, debe pertenecer este capítulo. Estupendo, como siempre.
Publicar un comentario