martes, 9 de marzo de 2010

LA CANCIÓN DEL CIELO



La canción del cielo (Círculo de Lectores, 2009), de Sebastian Faulks, es una novela con todos los ingredientes para convertirse en uno de esos libros que perduran: una historia de adulterio y de amor, una historia de abandono y de dolor, una historia de guerra y sufrimiento, una historia de amistades y de muerte. Bien trabada, bien escrita, y con un planteamiento simple, el gran mérito de esta novela es que logra estremecernos cuando nos lleva hasta la vida de los soldados en las trincheras de la Gran Guerra. Esas páginas forman un fresco crudísimo, vivísimo de las condiciones en las que cientos de miles de hombres vivieron y murieron durante meses, durante años, entre los otoños de 1914 y 1918.

En La Gran Guerra (Edhasa 2008), una obra monumental de John H. Morrow Jr., encontramos algunos ejemplos de lo que significó aquella guerra sin sentido, dirigida por hombres sin escrúpulos: generales como Magrin, al que sus hombres llaman “El Carnicero” porque no le importa mandar a la muerte segura a miles de soldados; políticos “democráticos” de Francia o de Inglaterra o tiranos como los emperadores de Rusia o Alemania. Todos ellos son responsables morales de una matanza incomprensible, todos ellos sacrifican sin piedad miles, cientos de miles de vidas de jóvenes de las clases bajas, que son las clases de tropa. Todos ellos se hacen merecedores del justo odio de los soldados, que los desprecian: Rober Correll era un cabo canadiense que al escribirle a su hermana le cuenta que los oficiales que hacen “mal uso de sus hombres” son “víctimas”, muchas veces, de disparos accidentales mientras se producen las cargas contra las trincheras enemigas. Hombres desesperados a los que se les hace vivir entre el barro formado por la tierra y los restos –tripas, sesos, carne machacada– de sus compañeros muertos, entre un olor infernal, bajo la lluvia y la nieve y el hielo. Se sabe que durante los primeros días de Verdún los soldados resistieron en trincheras congeladas rodeados por y parapetados en cadáveres, cubiertos de “sangre, vísceras, sesos y huesos”. Y Morrow cuenta como durante esa misma Batalla de Verdún los cirujanos operaban en cuevas practicadas en las mismas trincheras, embarradas, y lo que hacían sistemáticamente era amputar brazos o piernas, que se amontonaban en el exterior de las covachas, pudriéndose lentamente, y nos dice que muchos soldados esperaban días enteros tras la amputación para que los trasladasen a los hospitales de la retaguardia, muriendo gangrenados mientras los enfermeros se dedicaban a espantar con palos a los cientos de ratas que acudían a comerse a los que agonizaban tirados a la intemperie.

Todo esto provocó secuelas terribles en los soldados. Su sistema nervioso se destruía por la necesidad que les imponían de resistir a la tentación de correr cuando sentían el sonido de los obuses y contemplaban los terribles efectos que éstos causaban en los cuerpos humanos. Tenían miedo, simplemente. Eran jóvenes, querían vivir y los generales y los políticos los habían condenado a una muerte lenta, atroz, aterradora. El Cabo George Matheson, del Cuerpo Expedicionario Inglés, diría ya en 1914 que aquello no era una guerra sino un homicidio. Y en la página 407 de su obra Morrow nos habla de un soldado que le escribe a su esposa –¡qué amargura destilan las cartas que los protagonistas de La Canción del Cielo escriben la noche del 30 de junio de 1916 y que nudo nos aprieta la garganta al leerlas!– y le pide, casi le ordena, que enseñe a su hijo “a aborrecer el Ejército cuando crezca y dile que su padre sufrió mil miserias por culpa de los oficiales, esa panda de cerdos; que debe ser lo bastante fuerte para vengar el dolor de su padre.”

Todo ese sufrimiento, que en los libros de historia es algo casi anecdótico que se pierde entre acuerdos políticos y cenas oficiales en las que se brinda por la guerra y revoluciones y estúpidos parlamentos, está vivo en la novela de Faulks. Stephen Wraysford, que había viajado a Francia en 1910 siendo un joven y que allí se abrasó en una impetuosa historia de amor imposible, vuelve al suelo galo en plena guerra, alistado en el Cuerpo Expedicionario Inglés. A través de sus vivencias, de sus soledades y sus rarezas, de su relación con sus hombres, podemos sentir como propio todo aquel sufrimiento, todo aquel abandono de los soldados. Y por mucho que los libros de historia nos lo cuenten, no ha sido hasta llegar al capítulo que en la novela se dedica a la Batalla del Somme que hemos sentido ese horror infinito, ese miedo y ese asco como si fuesen nuestros. Entonces nos hemos puesto en la piel de aquellos hombres que sabían que iban a morir y que nunca más verían a sus hijos, a sus mujeres, a sus padres.

El espanto del Somme comenzó el 1 de julio de 1916, a las 7:30 de la mañana. A las 7:25 cesó el tronar de la artillería, y esos cinco minutos –los supervivientes han dicho siempre que el silencio aquel se quedó grabado en el fondo de sus almas, como si el mundo mismo estuviese atenazado de dolor u horrorizado por la matanza que iba a acontecer– son el pórtico de algunas de las páginas más memorables y horribles de la literatura bélica. La idea de lo que se vivió allí es siempre aproximada, por más que una novela como ésta nos haga empatizar con esos soldados que estuvieron luchando en esa batalla hasta el 19 de noviembre: en aquel campo lleno de cráteres habían dejado su juventud, en esos meses, 450.000 alemanes, 420.000 franceses, 200.000 ingleses. Los propios soldados alemanes que dirigían las ametralladoras hubo momentos en que, espantados de la carnicería que provocaban, dejaban de disparar, para darle a los heridos la oportunidad de regresar a sus líneas, aunque muchos se refugiaron en el interior de los cráteres y allí agonizaron, desangrándose durante días.

La Canción del Cielo es una buena obra literaria (fácil a veces, cierto es), pero es sobre todo una buena obra ética. Porque nos hace reflexionar y pensar: aquellos soldados odiaban a los que los mandaban a la muerte y sentían como hermanos a los que estaban en las trincheras de enfrente; aquellos hombres –franceses e ingleses por un lado, alemanes por el otro– abandonaron las trincheras en la Navidad de 1914 y en tierra de nadie intercambiaron cigarrillos, vino, villancicos y recuerdos, y muchos fueron fusilados por sus generales para pagar aquella osadía. Y así, a través de la historia de amor y padecimientos de Stephen Wraysford y de sus hombres llegamos a una conclusión similar a la de aquel soldado que le escribía a su mujer, pensando en su hijo. Terminamos el libro de Faulks y nos queda un regusto de tristeza, de amargura... y de rabia frente a todos los poderosos de la historia.

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