A veces la política consiste en comprobar lo previsible. Eso ha ocurrido en agosto, cuando al Gobierno de Rodríguez Zapatero le han crecido de golpe todos los enanos. La palabrería presidencial ha demostrado ser una herramienta utilísima para practicar una política de merodeo alrededor de los problemas, sobreviviendo sin tocar el meollo de los mismos o creando ocurrencias que resuelven el día a día, aplazando permanentemente la solución para un “luego” que en tiempo de bonanza parecía lejano y que ahora, con la crisis desatada, se come el crédito del Gobierno, maniatado por sus propios ingenios y con escaso margen para diseñar políticas que lo saquen del atolladero. Todos los callejones sin salida en los que se encuentra Zapatero han sido trazados por su optimismo antropológico, que lo lleva a lanzarse al vacío pensando que siempre hay un colchón que amortigua el golpe. Ha ocurrido esto con la crisis, que se negó en víspera de las elecciones, que luego se quiso disimular con el paño caliente de los juegos de palabras y con la aplicación de arriesgadas promesas electorales y que ahora, cuando los trabajadores la padecen con toda virulencia, obliga a Solbes a reconocer que la situación es muy grave y que –paradojas de la política del avestruz– el gobierno tiene poco margen de maniobra para hacerle frente porque, entre otras cuestiones, el tema de los 400 euros se ha comido esos márgenes. En este mismo callejón de difícil salida nos encontramos en el tema de la financiación autonómica.
En su día el PSOE bendijo un Estatuto de Cataluña que sobrepasaba con mucho su marco territorial de actuación: el texto catalán contenía disposiciones que afectaban al conjunto del sistema político. Por ejemplo el Estatuto fija unos mínimos de inversión en infraestructuras en Cataluña, lo que limita al Gobierno a la hora de realizar los presupuestos generales. (Ya se advirtió de que si todos los nuevos estatutos seguían esta dinámica se podía generar un caos monumental.) Pero aún así, el Estatuto catalán salió adelante con toda su carga de limitaciones de la acción del gobierno de Madrid. Y es que pese a los problemas potenciales que proyectaba el Estatuto, el voluntarismo presidencial creyó, una vez más, que podría sortear las contradicciones con que el proyecto nacionalista torpedearía la dinámica política. Ahora, la guerra abierta por la financiación autonómica saca a la superficie las bombas de relojería que el Estatuto guardaba en su interior y el optimismo presidencial se revela insuficiente.
El modelo de financiación del Estatuto, sobrepasando las competencias autonómicas, obliga al Gobierno de la Nación. Pero ocurre que política y legalmente el Gobierno tiene que pactar la financiación autonómica con el conjunto de comunidades. Y como el modelo catalán no es asumible para el resto, hasta en las comunidades gobernadas por el PSOE ha saltado la chispa de la rebelión. En medio, claro, queda un Gobierno que anda preguntándose cómo ha estallado la bomba y quién apaga este incendio. Los compromisos presidenciales (“aprobaré el texto que salga del Parlamento de Cataluña”) estimularon el crecimiento del problema, pero esos compromisos circunstanciales y poco meditados no son herramientas políticas y por tanto no son útiles para salvar la situación creada por la aplicación del Estatuto.
La solución del problema no es fácil, si es que alguna tiene. Las posturas están enrocadas y por ambas partes se agitan legalidades que, gracias a la beatitud política de Zapatero, son contradictorias. Mientras la Generalidad señala la legalidad del modelo de financiación de su Estatuto (ley aprobada por las Cortes Generales) el resto de comunidades agitan la solidaridad interterritorial como principio legal básico para la financiación autonómica. Y las presiones que el PSC ejerce contra el PSOE estimulan la tensión, facilitando que en las comunidades gobernadas por los socialistas cunda la sensación de que la batalla política se juega no entre compañeros sino contra un adversario ajeno. Los propios socialistas catalanes abundan esta dinámica al plantear que si no se acepta el modelo nacionalista de financiación no apoyarán los presupuestos generales, sabiendo que esto sería la mayor rebelión política sufrida por un partido en treinta años de democracia. El Gobierno parece carecer de espacio político para maniobrar en el tema de la financiación, y sabe que puede romperse un partido que durante su último Congreso dio una imagen de búlgara unidad. Sumando esto a la cruda realidad económica que padecen familias y trabajadores, nos encontramos con un Gobierno puesto contra las cuerdas que él mismo fue tendiendo, feliz y despreocupadamente, durante la pasada legislatura.
La política no es una suma de ingeniosidades y donaires. No puede serlo en materias tan graves como las políticas económica o territorial, herida viva por la cual sangran aún muchas de las dinámicas institucionales de España. Y el problema es que, vista con la distancia y desde la atalaya de la crisis, la actuación gubernamental parece quedar reducida –aunque no lo sea– a una panoplia más o menos amplia de ocurrencias. La imprevisión y la falta de autoridad para frenar iniciativas descabelladas, manifiestan que el reformismo de Zapatero no respondía a una convicción ideológica profunda sino a una red –conectada periféricamente pero sin coherencia interna– de políticas de diseño: fue brillante la presentación, pero ahora cabe preguntarse si había algo detrás de los telones.
El “proyecto” de Zapatero tiene cada vez más críticos: ahora son palpables sus deficiencias. En el haber de Rodríguez Zapatero quedarán para la historia las reformas de derechos civiles... que son perfectamente asumibles por un proyecto liberal de amplio espectro: no hace falta ser socialdemócrata para apoyarlas. En ese liberalismo ancho se basó el reformismo del nuevo PSOE: ¿pero qué queda cuando se agota el reformismo liberal? El hueco ideológico dejado en el PSOE por la marginación del ideario socialdemócrata –y de las personas que lo representan– no ha sido rellenado con un nuevo paradigma. Así se explica que se hayan presentado como políticas de izquierdas –“cheque bebé”, por ejemplo– algunas que claramente no redistribuyen riqueza. O que el afán insolidario que sostiene la filosofía nacionalista del Estatuto catalán se haya presentado como ejemplo de progresismo.
La carencia de un proyecto coherente y sustentado en sólidas bases ideológicas ha degenerado en una situación difícil, cuyas consecuencias comienzan a calar en la sociedad por la imposibilidad del Gobierno de ejecutar nuevas políticas cosméticas. Los problemas creados por el Gobierno y las incoherencias de su “proyecto” han podido ser “ocultados”, también, gracias al control mediático que el PSOE ha ejercido sobre el discurso político. Y así, un guión ideológico desligado de la socialdemocracia se ha vendido como ejemplo de la nueva izquierda europea sin que se hayan alzado más que un puñado de voces en contra de este discurso único. Pero la crisis ha liberado las críticas, también las internas. Baste el ejemplo de Joaquín Leguina, que ha criticado la perversión que supone que para ser de izquierdas se tenga que bendecir el ideario de ERC y no se pueda criticar el Estatuto catalán. O que sólo se pueda ser de izquierdas comulgando con los “inventos” de Moncloa.
Rodríguez Zapatero está perdido en un laberinto. En su propio laberinto. Ha llegado a él por transitar caminos accidentados sin tener un plan, un proyecto, un ideario. Resistir en el poder no es un proyecto. Gobernar a golpe de promesas hechas para salir del paso tampoco lo es. Difícilmente podrá Zapatero encontrar una salida si no es trajinando nuevos juegos malabares que aplacen la solución, que consigan otro “luego”. Pero puede que el Gobierno no tenga más alternativa que transitar de laberinto en laberinto esperando que Dios perdone su laicismo y provea. Lo peor es que el presupuesto, verdadero salvador de Zapatero, está asfixiado y me parece que Dios no tiene remedio para eso.
(Publicado en TEMAS PARA EL DEBATE, núm. 167, octubre 2008)
En su día el PSOE bendijo un Estatuto de Cataluña que sobrepasaba con mucho su marco territorial de actuación: el texto catalán contenía disposiciones que afectaban al conjunto del sistema político. Por ejemplo el Estatuto fija unos mínimos de inversión en infraestructuras en Cataluña, lo que limita al Gobierno a la hora de realizar los presupuestos generales. (Ya se advirtió de que si todos los nuevos estatutos seguían esta dinámica se podía generar un caos monumental.) Pero aún así, el Estatuto catalán salió adelante con toda su carga de limitaciones de la acción del gobierno de Madrid. Y es que pese a los problemas potenciales que proyectaba el Estatuto, el voluntarismo presidencial creyó, una vez más, que podría sortear las contradicciones con que el proyecto nacionalista torpedearía la dinámica política. Ahora, la guerra abierta por la financiación autonómica saca a la superficie las bombas de relojería que el Estatuto guardaba en su interior y el optimismo presidencial se revela insuficiente.
El modelo de financiación del Estatuto, sobrepasando las competencias autonómicas, obliga al Gobierno de la Nación. Pero ocurre que política y legalmente el Gobierno tiene que pactar la financiación autonómica con el conjunto de comunidades. Y como el modelo catalán no es asumible para el resto, hasta en las comunidades gobernadas por el PSOE ha saltado la chispa de la rebelión. En medio, claro, queda un Gobierno que anda preguntándose cómo ha estallado la bomba y quién apaga este incendio. Los compromisos presidenciales (“aprobaré el texto que salga del Parlamento de Cataluña”) estimularon el crecimiento del problema, pero esos compromisos circunstanciales y poco meditados no son herramientas políticas y por tanto no son útiles para salvar la situación creada por la aplicación del Estatuto.
La solución del problema no es fácil, si es que alguna tiene. Las posturas están enrocadas y por ambas partes se agitan legalidades que, gracias a la beatitud política de Zapatero, son contradictorias. Mientras la Generalidad señala la legalidad del modelo de financiación de su Estatuto (ley aprobada por las Cortes Generales) el resto de comunidades agitan la solidaridad interterritorial como principio legal básico para la financiación autonómica. Y las presiones que el PSC ejerce contra el PSOE estimulan la tensión, facilitando que en las comunidades gobernadas por los socialistas cunda la sensación de que la batalla política se juega no entre compañeros sino contra un adversario ajeno. Los propios socialistas catalanes abundan esta dinámica al plantear que si no se acepta el modelo nacionalista de financiación no apoyarán los presupuestos generales, sabiendo que esto sería la mayor rebelión política sufrida por un partido en treinta años de democracia. El Gobierno parece carecer de espacio político para maniobrar en el tema de la financiación, y sabe que puede romperse un partido que durante su último Congreso dio una imagen de búlgara unidad. Sumando esto a la cruda realidad económica que padecen familias y trabajadores, nos encontramos con un Gobierno puesto contra las cuerdas que él mismo fue tendiendo, feliz y despreocupadamente, durante la pasada legislatura.
La política no es una suma de ingeniosidades y donaires. No puede serlo en materias tan graves como las políticas económica o territorial, herida viva por la cual sangran aún muchas de las dinámicas institucionales de España. Y el problema es que, vista con la distancia y desde la atalaya de la crisis, la actuación gubernamental parece quedar reducida –aunque no lo sea– a una panoplia más o menos amplia de ocurrencias. La imprevisión y la falta de autoridad para frenar iniciativas descabelladas, manifiestan que el reformismo de Zapatero no respondía a una convicción ideológica profunda sino a una red –conectada periféricamente pero sin coherencia interna– de políticas de diseño: fue brillante la presentación, pero ahora cabe preguntarse si había algo detrás de los telones.
El “proyecto” de Zapatero tiene cada vez más críticos: ahora son palpables sus deficiencias. En el haber de Rodríguez Zapatero quedarán para la historia las reformas de derechos civiles... que son perfectamente asumibles por un proyecto liberal de amplio espectro: no hace falta ser socialdemócrata para apoyarlas. En ese liberalismo ancho se basó el reformismo del nuevo PSOE: ¿pero qué queda cuando se agota el reformismo liberal? El hueco ideológico dejado en el PSOE por la marginación del ideario socialdemócrata –y de las personas que lo representan– no ha sido rellenado con un nuevo paradigma. Así se explica que se hayan presentado como políticas de izquierdas –“cheque bebé”, por ejemplo– algunas que claramente no redistribuyen riqueza. O que el afán insolidario que sostiene la filosofía nacionalista del Estatuto catalán se haya presentado como ejemplo de progresismo.
La carencia de un proyecto coherente y sustentado en sólidas bases ideológicas ha degenerado en una situación difícil, cuyas consecuencias comienzan a calar en la sociedad por la imposibilidad del Gobierno de ejecutar nuevas políticas cosméticas. Los problemas creados por el Gobierno y las incoherencias de su “proyecto” han podido ser “ocultados”, también, gracias al control mediático que el PSOE ha ejercido sobre el discurso político. Y así, un guión ideológico desligado de la socialdemocracia se ha vendido como ejemplo de la nueva izquierda europea sin que se hayan alzado más que un puñado de voces en contra de este discurso único. Pero la crisis ha liberado las críticas, también las internas. Baste el ejemplo de Joaquín Leguina, que ha criticado la perversión que supone que para ser de izquierdas se tenga que bendecir el ideario de ERC y no se pueda criticar el Estatuto catalán. O que sólo se pueda ser de izquierdas comulgando con los “inventos” de Moncloa.
Rodríguez Zapatero está perdido en un laberinto. En su propio laberinto. Ha llegado a él por transitar caminos accidentados sin tener un plan, un proyecto, un ideario. Resistir en el poder no es un proyecto. Gobernar a golpe de promesas hechas para salir del paso tampoco lo es. Difícilmente podrá Zapatero encontrar una salida si no es trajinando nuevos juegos malabares que aplacen la solución, que consigan otro “luego”. Pero puede que el Gobierno no tenga más alternativa que transitar de laberinto en laberinto esperando que Dios perdone su laicismo y provea. Lo peor es que el presupuesto, verdadero salvador de Zapatero, está asfixiado y me parece que Dios no tiene remedio para eso.
(Publicado en TEMAS PARA EL DEBATE, núm. 167, octubre 2008)
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