El lunes se nos despachaba la noticia de que una multitud había intentado linchar al hermano del asesino de la niña Mari Luz y a su familia, en Huelva. Está claro: la muerte cruel de Mari Luz ha vuelto a enseñarnos el fondo oscuro del que todos estamos hechos. Y hemos visto, nuevamente, que toda nuestra historia se reduce a comprobar que tenían razón Hobbes y Darwin.
Supongo que habrá todavía por ahí quien siga pensando que el ser humano es bueno por naturaleza: son los optimistas genéticos, que suelen ser ciegos sociales. La ceguera ante la realidad social es muy peligrosa, porque da palmaditas en el hombro de los criminales mientras les dice “no lo hagas más, hombre de Dios”. Y no, no caben razones para el optimismo cuando hablamos de la constitución íntima del ser humano: las personas tenemos más de cosa despreciable que de elevación luminosa. Y lo estamos viendo ahora. No se trata ya de volver a insistir en la chapuza moral que es el derecho penal español, en la aberración ética del artículo 26 de la Constitución y en el timo que suponen para las víctimas. No es eso, aunque podría serlo sin problemas: ahora hay que pensar no en leyes injustas sino en las personas. Y sobre todo en las personas indignadas.
La indignación ha sido siempre compañera de cama de la cobardía. Y todo se pone a punto de ebullición cuando se junta la masa. El indignado profetiza su rabia en las plazas del mundo y se le une una corte de castrados morales: así de fácil es montar el coro de la rabia. Podemos soñar con algún tipo de salvación para el ser humano si pensamos en el individuo, en el hombre solitario, en el ser sacado del rebaño. Pero cuando toca hablar de la masa –que es la turba– entonces ya no hay milagro posible: porque es en la masa donde el hombre saca lo peor de sí. Su peor condición, que tal vez sea su condición verdadera. Como el ser humano es un ser gregario, puede que sólo entre la grey –hecho tropel, perdida su condición de persona y convertido en gentuza– manifieste su radical realidad.
Y así llegamos a lo de Huelva. Desconozco quién es el hermano del asesino de Mari Luz. Y me importa poco: dicen los periódicos que vive en la misma barriada marginal que la familia de la niña, que está casado y tiene tres hijos. Que se gana la vida haciendo chapuzas como pintor. Que nunca nadie tuvo problemas con él. Lo que no dicen, pero dejan entrever, es que ya ha sido juzgado y que su crimen es horrible: tener la misma sangre que el asesino, como si uno pudiera elegir el rojo líquido que le corre por las venas. Es curioso: los ciudadanos somos incapaces de plantarnos ante una clase política que no reconoce que el mal se ejerce libremente, pero tenemos tantas agallas que condenamos a alguien por lo que no puede elegir, su sangre, su familia. O sea, que la cosa queda en que el que libremente mata es tratado con todo primor por el derecho penal, mientras el que no pudo elegir su hermandad es linchado moral y socialmente. Me parece que es a esto lo que llaman justicia.
Tan han sido juzgados este hombre y su familia que él se ha quedado sin trabajo y sus hijos no pueden ir al colegio. Posiblemente su mujer no pueda bajar al supermercado de la esquina. Ya lo sabemos: han cometido un crimen terrible. Así lo han decidido sus vecinos, que a la noche del lunes intentaron destruir su casa y sus vidas. Así lo ha decidido el padre de la niña muerta, que pasó por hombre sereno y sensato pero que no deja de sembrar dudas sobre este puñado de infelices, alentando la escalada de agresiones, calentando a la masa: se ha convertido en profeta de la turba y de la rabia. Tal vez así lo hayamos decidido todos nosotros, que miramos impasibles esa amargura lenta: ¿alguien me explica que crimen ha cometido una adolescente de 17 años por ser sobrina de un asesino? Si ser familiar de un asesino es un crimen, ¿por qué no fueron estos justicieros de Huelva a linchar a la familia de Farruquito?
No, no hay lugar para levantar esperanzas: el mundo fue y será una porquería y el siglo está problemático y febril. Aunque los políticos enseñen sus caras de bobos sonrientes al prometer que el peso de la justicia –que está anoréxica– caerá sobre los criminales. Aunque sea abril y estén soleadas las plazas de la mañana no hay esperanza porque en las plazas de la noche aguardan –encapotados y oscuros, con las afiladas hachas del odio– los guardianes de la venganza: el lunes asaltaron una casa de Huelva porque olieron la sangre que tiembla de miedo, que hay sangre que se encoge y se refugia en un piso de pobres para que no la olisquee la bestia que llevamos dentro. No, no hay esperanza: es el hombre un ser creado en la tiniebla.
(Publicado en Diario Ideal, edición de Granada, el 17 de abril de 2008, y en las ediciones de Jaén y Almería el 18 de abril)
Supongo que habrá todavía por ahí quien siga pensando que el ser humano es bueno por naturaleza: son los optimistas genéticos, que suelen ser ciegos sociales. La ceguera ante la realidad social es muy peligrosa, porque da palmaditas en el hombro de los criminales mientras les dice “no lo hagas más, hombre de Dios”. Y no, no caben razones para el optimismo cuando hablamos de la constitución íntima del ser humano: las personas tenemos más de cosa despreciable que de elevación luminosa. Y lo estamos viendo ahora. No se trata ya de volver a insistir en la chapuza moral que es el derecho penal español, en la aberración ética del artículo 26 de la Constitución y en el timo que suponen para las víctimas. No es eso, aunque podría serlo sin problemas: ahora hay que pensar no en leyes injustas sino en las personas. Y sobre todo en las personas indignadas.
La indignación ha sido siempre compañera de cama de la cobardía. Y todo se pone a punto de ebullición cuando se junta la masa. El indignado profetiza su rabia en las plazas del mundo y se le une una corte de castrados morales: así de fácil es montar el coro de la rabia. Podemos soñar con algún tipo de salvación para el ser humano si pensamos en el individuo, en el hombre solitario, en el ser sacado del rebaño. Pero cuando toca hablar de la masa –que es la turba– entonces ya no hay milagro posible: porque es en la masa donde el hombre saca lo peor de sí. Su peor condición, que tal vez sea su condición verdadera. Como el ser humano es un ser gregario, puede que sólo entre la grey –hecho tropel, perdida su condición de persona y convertido en gentuza– manifieste su radical realidad.
Y así llegamos a lo de Huelva. Desconozco quién es el hermano del asesino de Mari Luz. Y me importa poco: dicen los periódicos que vive en la misma barriada marginal que la familia de la niña, que está casado y tiene tres hijos. Que se gana la vida haciendo chapuzas como pintor. Que nunca nadie tuvo problemas con él. Lo que no dicen, pero dejan entrever, es que ya ha sido juzgado y que su crimen es horrible: tener la misma sangre que el asesino, como si uno pudiera elegir el rojo líquido que le corre por las venas. Es curioso: los ciudadanos somos incapaces de plantarnos ante una clase política que no reconoce que el mal se ejerce libremente, pero tenemos tantas agallas que condenamos a alguien por lo que no puede elegir, su sangre, su familia. O sea, que la cosa queda en que el que libremente mata es tratado con todo primor por el derecho penal, mientras el que no pudo elegir su hermandad es linchado moral y socialmente. Me parece que es a esto lo que llaman justicia.
Tan han sido juzgados este hombre y su familia que él se ha quedado sin trabajo y sus hijos no pueden ir al colegio. Posiblemente su mujer no pueda bajar al supermercado de la esquina. Ya lo sabemos: han cometido un crimen terrible. Así lo han decidido sus vecinos, que a la noche del lunes intentaron destruir su casa y sus vidas. Así lo ha decidido el padre de la niña muerta, que pasó por hombre sereno y sensato pero que no deja de sembrar dudas sobre este puñado de infelices, alentando la escalada de agresiones, calentando a la masa: se ha convertido en profeta de la turba y de la rabia. Tal vez así lo hayamos decidido todos nosotros, que miramos impasibles esa amargura lenta: ¿alguien me explica que crimen ha cometido una adolescente de 17 años por ser sobrina de un asesino? Si ser familiar de un asesino es un crimen, ¿por qué no fueron estos justicieros de Huelva a linchar a la familia de Farruquito?
No, no hay lugar para levantar esperanzas: el mundo fue y será una porquería y el siglo está problemático y febril. Aunque los políticos enseñen sus caras de bobos sonrientes al prometer que el peso de la justicia –que está anoréxica– caerá sobre los criminales. Aunque sea abril y estén soleadas las plazas de la mañana no hay esperanza porque en las plazas de la noche aguardan –encapotados y oscuros, con las afiladas hachas del odio– los guardianes de la venganza: el lunes asaltaron una casa de Huelva porque olieron la sangre que tiembla de miedo, que hay sangre que se encoge y se refugia en un piso de pobres para que no la olisquee la bestia que llevamos dentro. No, no hay esperanza: es el hombre un ser creado en la tiniebla.
(Publicado en Diario Ideal, edición de Granada, el 17 de abril de 2008, y en las ediciones de Jaén y Almería el 18 de abril)
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