viernes, 30 de noviembre de 2012

PEDIR PERDÓN





Circula por Internet un vídeo en el que unos militantes socialistas piden perdón por algunos –sólo por algunos– de los monumentales errores del gobierno de Rodríguez Zapatero. Parecen personas normales y corrientes, gente sencilla que siente vergüenza de los dirigentes de su partido y que ha encontrado en este sencillo mecanismo una manera eficaz de disculparse ante la sociedad española por tanto sufrimiento como su partido causó. No parece, sin embargo, que el tono compungido y sincero que se ve en las caras de estos militantes socialistas sea el del mensaje oficial y oficioso del PSOE. Sí, es cierto que en los últimos tiempos no han faltado los jerifaltes y jerifaltas socialistas que han hecho algo parecido a pedir perdón. Pero sonaba, claramente, a impostura o, más exactamente, a postura cazavotos. Dice el catecismo que al verdadero arrepentimiento es hijo del examen de conciencia y del propósito de enmienda. Que cuatro o seis militantes socialistas hayan pedido perdón públicamente por lo que el gobierno de Rodríguez Zapatero hizo y dejó de hacer no debe llevarnos a engaño: las estructuras del Partido Socialista siguen copadas por la casta parasitaria que sólo entiende el poder como un instrumento de satisfacción de sus necesidades personales. Este puñado de militantes socialistas son una gota en el océano: digna, pero que no representa al PSOE.

Porque en el PSOE no hay ni ha habido examen de conciencia. Si lo hubiese habido, las agrupaciones socialistas habrían vivido su particular “15-M” y habrían sido ocupadas por los militantes decentes, hasta conseguir echar a los miles de dirigentes que lo único que han hecho ha sido utilizar el partido para medrar y asegurarse una vida cómoda y regalada. Habrían tenido que huir, también, los que escondidos detrás de Pablo Iglesias se han dedicado a despreciar a los servicios y los empleados públicos o a recortar en políticas de cultura, porque esto es lo que han hecho los socialistas en muchos lugares, aunque ellos no lo reconozcan. Ejemplos los hay, sobrados. Nombres, también. Pero ni se han ido los vividores ni se han ido los malnacidos, y el PSOE sigue tomado por ellos y para ellos. No hay tampoco en el PSOE propósito de enmienda. En realidad no puede haberlo mientras no se limpie la era de sus cuadros dirigentes: sólo cuando el PSOE realice una depuración masiva, profunda y sistemática de sus dirigentes a todos los niveles podrá enfrentarse a la ciudadanía proclamando que no va a volver a repetirse lo del pasado, ni los ataques a la ciudadanía por acatamiento obediente de los dictados de Alemania ni la cobardía que impide el desarrollo de un programa progresista.

Me gusta mucho del Partido Popular el convencimiento con el que aplican políticas de contenido netamente ideológico. La privatización de la sanidad, el desmantelamiento de la escuela pública, el recorte en investigación, la nueva ordenación legal del aborto, el retorno a una justicia censitaria y clasista, la brutal reforma laboral, los intentos por “reordenar” derechos fundamentales como el de reunión o manifestación… todo ello obedece a un corpus ideológico definido, claro, inequívoco, y que se aplica sin rubor, desde el parapeto de la mayoría absoluta. Este modo de gobernar es un ejemplo: los populares están demostrando que respaldados por los votos se puede gobernar sin escrúpulos ideológicos. El propósito de enmienda del PSOE debe empezar por ahí: dejando claro, empeñando su palabra, que si alguna vez vuelve a gobernar derogará el cambio constitucional que sacrifica todo a la estabilidad presupuestaria y la reforma laboral y la liberalización comercial, que apostará por la cultura y la investigación y que aumentará el gasto en escuela y sanidad pública, que incrementará pensiones y salarios, que limitará el poder de los empresarios, que revisará los conciertos educativos y denunciará el Concordato con la Santa Sede, que legislará sobre la eutanasia y modificará la ley electoral. Enmendar es reparar todo el daño que se hizo de palabra, obra y omisión: lo demás son leches. Y, sinceramente, ya no nos creemos más cuentos de la lechera, ni aunque la lechera se llame Carme Chacón.

(IDEAL, 29 de noviembre de 2012)

viernes, 23 de noviembre de 2012

TODO SE GANÓ ASÍ





Pasó la huelga general y las masivas manifestaciones que llenaron las calles de ciudadanos hartos. Y como era de esperar cada uno acentuó la huelga conforme a la graduación de sus gafas ideológicas: los unos resaltaron los insultos, neumáticos quemados o zarandeos de los piquetes sindicales a quienes acudían a trabajar o a abrir sus negocios; los otros, el chantaje, las amenazas y las presiones que seguro sufrieron en silencio y humillados decenas de miles de trabajadores que acudieron ese día a su puesto de trabajo por temor a perderlo si secundaban la convocatoria cívica. Pasó la huelga general y pasaron las manifestaciones, adornadas por el inevitable coro de los conformistas con la cantinela de que “no sirven para nada” ni la huelga ni las manifestaciones. Y barnizadas por el desdeñoso comentario de los contertulios de los medios de la derecha que apuntaban una y otra vez que por muchos que hubiese en las calles clamando contra el sufrimiento que causan los recortes, el gobierno está legitimado porque son muchos más los que una y otra vez se quedan en sus casas. Ambos tipos sociológicos –los ciudadanos que se dan a sí mismos argumentos para convencerse de que lo sensato es no secundar huelgas ni manifestaciones y los tertulianos que, como en los viejos tiempos, apelan a la mayoría silenciosa– pecan de desmemoria y son, en realidad, una vía de agua en el edificio de las libertades públicas y de los derechos sociales.

Parecen olvidarse los opinadores de los medios de la derecha, que se proclaman a sí mismo como liberales, de que la dinámica de la historia no les da la razón: siempre fueron grupos comparativamente reducidos y muy perfilados ideológicamente los que impulsaron los cambios sociales. Creados por estos grupos el caldo de cultivo del cambio, fue luego este impulsado por la sociedad. Así ocurrió con las revoluciones burguesas. Así ocurrió con el mismo final de la dictadura franquista: no hubo manifestaciones multitudinarias que pusieran al régimen contra las cuerdas; hubo –como la hay ahora– una ebullición de malestar, de deseo de cambio y transformación, no masivo pero sí muy vivo en las universidades, las parroquias de los barrios obreros, las incipientes asociaciones de vecinos, las comisiones obreras clandestinas, las primeras asociaciones feministas. Fue allí, entre esa minoría concienciada, donde se creó la barrera social que hizo imposible la continuidad histórica del régimen surgido del golpe de Estado de 1936, que apelaba a la “mayoría silenciosa” para perpetuarse pero que, llegado el momento, se encontró con que el silencio no era síntoma de aquiescencia para con la tiranía sino temor o vergüenza a sumarse a la causa de la libertad.

Y cabe suponer desconocimiento absoluto de su propio pasado a quienes piensan que nada de lo que está sucediendo en las calles de Europa y de España sirve para nada. Son ciudadanos ilusos, encantados de haberse conocido, que piensan que todo cayó del cielo o que es algo que ha existido siempre aquello de lo que hoy disfrutamos: el derecho de voto, la libertad de expresión, la libertad de huelga, la libertad de reunión y asociación, los derechos de las mujeres, la protección de la infancia, la sanidad y la escuela públicas, las vacaciones pagadas, la jornada laboral limitada, los sueldos más o menos dignos, la igualdad en el acceso a la Justicia y ese largo etcétera de pequeñas cosas que hacen nuestras vidas más dignas y más libres que las de nuestros antepasados. Se olvidan de que no hay ni un solo de nuestros derechos, ni una sola de nuestras libertades, que no haya tenido que ser arrancada a los poderosos con huelgas y con manifestaciones. Y muchas veces con cárcel, tortura y sangre. Sólo por respeto a quienes dieron sus vidas y sus sueños para que nosotros hoy disfrutemos de lo que nos quieren robar, sólo por eso, deberían abstenerse de decir que “no sirve para nada” la lucha cívica. No la secunden sino quieren, pero no olviden que todo se ganó así.

(IDEAL, 22 de noviembre de 2012)

martes, 20 de noviembre de 2012

EN LA MENTE DE LOS VERDUGOS





El problema, sin duda, es mío: por esta manía de pensar que cuando alguien es víctima de un crimen horrible es capaz de transformarse aumentando su capacidad de sensibilidad para ponerse en el lugar de los que sufren, aliviando su dolor; o por creer que cuando alguien ha sido beneficiado con el perdón para sus crímenes horribles asume el compromiso firme de no volver nunca a causar dolor. La realidad, sin embargo, nos demuestra que esto no es así y que es muy fácil que las víctimas encuentren mil razones para convertirse en verdugos, y que los verdugos que fueron perdonados una vez inventen teorías nuevas para volver a causar dolor. En la medida en que los pueblos están formados por personas, la psicología social puede ser una suma de psicologías individuales: la psicología de un pueblo sobre el que se cebó el drama de la historia, es la psicología de las personas que lo componen y que poseen la memoria de las heridas y de las lágrimas, de las ausencias, de los desaparecidos; la psicología de un pueblo autor y cómplice de un crimen inenarrable, es la psicología de quienes entonces sabían y callaron y de quienes mataron y fueron perdonados, la psicología de sus hijos y nietos hecha de memoria que quiere olvidar no sólo crimen sino también el perdón que lo siguió.

Pensar que, pese a tantas evidencias, las personas son buenas o pueden ser buenas después de haber padecido el horror o de haberlo cometido y haber sido perdonadas, es un error que, en estos días, encuentra su justa réplica en Gaza y en Alemania.

¿Qué menos podía esperarse del pueblo judío, del Estado de Israel, nacidos del sufrimiento más grande de la historia de la humanidad, del mayor crimen jamás cometido, que menos podía esperarse que la piedad para con los niños? En realidad todos los niños de la historia son iguales: víctimas inocentes de la furia de los adultos y de su sinrazón. Los niños asesinados por el ejército israelí en estos últimos días recuerdan demasiado —sus mismas caras cenicientas, su mismo rictus de dolor, sus mismos ojos cerrados— a los niños asesinados por los alemanes en el Holocausto: por eso el crimen de Israel es tanto más grande, tanto más grave, tanto más imperdonable por más que quiera justificarse en el fanatismo de quienes tienen en contra. Porque Israel, levantado sobre la memoria de aquellas decenas de miles de niños asesinados, se ensaña ahora con los inocentes. “Quien salva una vida salva al mundo entero”, dice el Talmud de los judíos. ¿Y su dios y sus profetas no dice a quién mata quien asesina a un niño, a un solo niño?

El otro caso que me provoca naúseas es el del pueblo alemán. En 1945 las potencias aliadas vencedoras de la Guerra Mundial tenían razones sobradas para haberlo diezmado, para haberlo aniquilado, para haberlo reducido a la servidumbre: había aupado al poder a un criminal y a su corte de depravados, durante años los habían jaleado y arropado, se habían lanzado con ellos y con absoluto convencimiento a una guerra despiadada y a la comisión de crímenes nunca vistos en la historia de la humanidad. Los que no participaban, sabían; y los que sabían, callaban y se beneficiaban de los crímenes, del trabajo de los esclavos. Los pocos alemanes decentes que se sacrificaron para oponerse al nazismo no justificaban aquel perdón que llovió sobre los alemanes en 1945 y sin embargo el perdón llegó. Por eso, que quienes pudiendo haber sido dispersados, destruidos como pueblo, borrados como sociedad de la faz de la historia y no lo fueron y fueron integrados en la sociedad de las naciones democráticas, viendo como se corría sobre su crimen un silencio y el olvido, que aquellos sean ahora los que ensoberbecidos se arroguen el derecho de machacar el futuro de pueblos enteros y de entregar a la miseria, la pobreza o la desnutrición a niños de Grecia, de Portugal o de España sólo puede provocar perplejidad y rabia.

Qué paradojas cómicas tiene a veces la historia: en estos días del otoño de 2012 los criminales y las víctimas de los años negros de Europa, los alemanes y los judíos respaldando en las encuestas y en las elecciones las políticas de la rabia y el odio que practican Benjamín Netanyahu y Angela Merkel, los dos pueblos que protagonizaron el Holocausto —los unos como criminales, los otros como corderos sacrificados— hermanados en su condición de verdugos colectivos. Qué difícil entender lo que estos días piensan millones de ciudadanos de esos estados: no hay nada que cause tanto pavor como intentar ahondar en la mente del verdugo.

sábado, 17 de noviembre de 2012

LO IMPOSIBLE





Fui anoche a ver Lo Imposible, la película de J. A. Bayona y muy pocas veces he sentido en el cien ese torrente de sentimientos. Qué difícil respirar cuando nos sentimos aplastados por la tromba de agua del maremoto y golpeados por los mil objetos que el mar arrastra tierra adentro con miles de esperanzas y de sueños y de vidas, qué difícil respirar cuando el nudo se nos atraganta y las lágrimas burbujean en la frontera de los párpados. Qué fácil identificarse con los protagonistas, con su angustia y su sufrimiento, con su dolor íntimo y dignísimo, con su solidaridad, con su deseo de sostener la vida de los que aman, con su desesperación por encontrar a los tragados por el mar, con su profunda sensación de impotencia y de desolación, con su angustia, con su alegría egoísta cuando comprueban que todos los suyos están vivos.

Lo Imposible es una película excepcional que recrea el drama humano que la furia de la naturaleza provocó el 26 de diciembre de 2004: de todo aquello quedaron trescientos mil muertos, decenas de miles de personas que desaparecieron para siempre y que no pudieron ser recuperadas por sus familiares, medio millón de heridos, cientos de miles de personas desplazadas y sin hogar. Conmueve, especialmente, el sufrimiento de los niños, que siempre se llevan la peor parte de los desastres de la naturaleza y de los desastres de los hombres. Lo Imposible es una película extraordinaria no ya sólo por el virtuosismo con el que recrea aquel drama de dimensiones apocalípticas y al que nosotros asistimos desde la comodidad de nuestras casas, sino sobre todo por la capacidad para introducir en nuestro interior un profundo sentido de la humanidad, de la humanidad concebida en un sentido radical, con todo lo malo que los seres humanos llevamos dentro de nosotros, pero sobre todo con tanto bueno como somos capaces de demostrar: nuestra capacidad de amar, nuestro amor reptiliano por nuestras parejas y nuestros hijos y nuestros padres y nuestros amigos de corazón, esa necesidad de proteger lo que queremos y de sentirnos amparados por ello, nuestras posibilidades para superar lo peor y para encontrar siempre dentro de nosotros una llama de luz diminuta que nos permite ponernos en el lugar de los que sufren y de los que lloran.

Y ese es el mérito principalísimo de Lo Imposible: que al poner de manifiesto lo absurdo del Universo, su absoluta carencia de sentido o finalidad, que al demostrar que somos producto del azar y del caos y que por lo tanto estamos sometidos a los caprichos y las arbitrariedades del azar y del caos que en cualquier momento pueden romper de un manotazo feroz la frágil red que sostiene nuestras vidas y nuestros proyectos y nuestros amores, que al enseñarnos todo eso nos enseña que estamos solos en esto de la vida, que nada cabe esperar de fuera de nosotros mismos y que por lo tanto sólo de nuestra capacidad para conformar lazos de compasión, de generosidad y de entrega para aliviar el sufrimiento de los demás depende el hacer una vida mejor y más decente. El gran drama del ser humano es que somos los únicos seres conscientes de lo absurdo de la existencia y de su fragilidad; la cara de esa pesada carga que llevamos con nosotros desde que el primero de los nuestros tuvo miedo y amontonó lágrimas en los ojos ante el dolor o la muerte de alguien a quien quería, la cara de esta carga tantas veces insoportable, nos la enseña Tom Holland en su excepcional papel como Lucas en Lo Imposible: somos seres que sufren y que tienen miedo, pero somos sobre todos seres que hemos aprendido a tender la mano. Esa mano que rescata a los niños atrapados por los matojos amontonados por el maremoto, esa mano que levanta el pie sangrante de la madre para ponerla a salvo en lo alto de un árbol y que luego le da gajos de mandarina para aliviar su sed, esa mano que guía al padre sueco hasta la camilla en que la está su hijo, esa mano que estrecha a los hermanos y al padre en el momento feliz del reencuentro. Al fin y al cabo lo que diferencia a los seres humanos del resto de los animales es un cerebro capaz de pensar y de hacernos sentir y una mano dotada de un pulgar excepcional, capaz de plegarse sobre sí mismo para sostener comida y para agarrar las manos de los que necesitan ser levantados y para cerrar los ojos de los que se nos van muriendo.

Al salir del cine a la noche estrellada y fría, era imposible no sentirse perdido en medio de tanta inmensidad pero feliz de tanta generosidad como puede anidar en el corazón de las personas. Ser generosos en medio de este laberinto sin sentido: he ahí el mensaje implacable de Lo Imposible.

viernes, 16 de noviembre de 2012

A LA CALLE






Durante años —todos los que dura esta situación mitad depresión económica mitad estafa política— cientos de miles de españoles han perdido sus hogares. Familias con niños pequeños, parejas de recién casados, adolescentes, ancianos, enfermos de cáncer y terminales, parados, mujeres maltratadas, personas con discapacidades graves, impedidos… una legión incontable de seres humanos que de un día para otro vieron como se presentaba en su puerta la delegación judicial al servicio de los dictados bancarios con la orden de ponerlos de patitas en la calle: con sus pastillas de quimioterapia y sus biberones y sus cuadernos con los deberes a medio hacer y con su taza de leche caliente y con su suero y sus pañales y con los moratones de la última paliza que les dio su marido y con las lágrimas secas sobre las mejillas. Así, de un momento a otro, miles y miles y miles de conciudadanos nuestros perdían todo lo que tenían, su casa y sus recuerdos, su esperanza y su dignidad.

No ha habido, pese a tantas toneladas de sufrimiento inútil y gratuito, declaraciones de los partidos políticos ni de los sindicatos policiales ni de los decanos de los jueces ni de los alcaldes ni de los colegios de abogados ni de los obispos ni de la patronal de la banca. Durante miles de desahucios, los jueces no se han sentido «meros cobradores del frac de la banca» ni el sindicato de la política se ha planteado la necesidad de objetar contra esta función inmoral que los agentes ejercen; los alcaldes no han retirado sus fondos de las cajas y bancos que atacaban a las familias con una ley de hace cien años ni anunciaban que las policías locales no colaborarían en esa atrocidad; los dos grandes partidos no han sentido ninguna necesidad de reunirse con urgencia para poner fin a ese dolor inenarrable, ni se han planteado la necesidad de prohibir que realizaran desahucios los bancos que recibían ayudas públicas; durante tantos años los bancos no han paralizado los desalojos más sangrantes desde el punto de vista humano. Durante años prácticamente nadie ha hecho nada y todos hemos asistido impasibles y cómplices a ese desgarro personal de muchos de los nuestros.

Pero durante estos años ha habido ciudadanos a los que no les ha importado dar la cara, aún sabiendo que muchas veces se las iban a partir las porras de la policía, muchos ciudadanos que armándose de coraje cívico se han plantado delante de las casas de las que se iban a expulsar a las familias, sin importarles si eran españoles o emigrantes. Muchas veces han paralizado los desahucios y sólo a los ciudadanos de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o a los del Movimiento 15M o a los de Stop Desahucios, todos ellos acusados por las personas respetables de «perroflautas» o de «vagos y maleantes», sólo a ellos cabe imputar la reducción de sufrimientos y dolores. El resto de la sociedad española nos hemos dedicado a mirar para otro lado, como si todo aquello no fuese con nosotros.

Hace dos semanas PP y PSOE se oponían a la iniciativa de la izquierda sobre la dación en pago, y el Consejo General del Poder Judicial despreciaba un informe que denunciaba la radical injusticia del «procedimiento de ejecución hipotecaria». ¿Qué ha pasado en estos días que de pronto les haya entrado a todos este salpullido de preocupación por los desahucios? ¿Qué ha pasado para que de repente jueces, banqueros, alcaldes, diputados, gobierno, socialistas, obispos y policías sobreactúen en el tema de los desahucios como poseídos por el mal de San Vito? Ha pasado una sentencia europea que habla de la brutalidad de la ley española del desahucio. Pero han pasado, sobre todo, dos muertos, que son un aviso para los que hoy quieren apuntarse un tanto con el sufrimiento de los ciudadanos. Ahora, PP y PSOE buscan con urgencia una «solución» para este drama y todos los cómplices que obedecían sin más o que no denunciaban se ponen de perfil: no porque les importe el dolor que han causado y están causando sino porque los muertos les han hecho sentir en la nuca el aliento de algo que sube de la calle y que ya no es indignación, que es ira, rabia y justísimo deseo de revancha.

(IDEAL, 15 de noviembre de 2012)

martes, 13 de noviembre de 2012

A LA HUELGA, COMO CIUDADANO





Puedo buscar mil razones egoístas, puramente personales, para sumarme mañana a la huelga general. Soy funcionario, y por tanto he perdido sueldo, me han robado la paga de Navidad y cada día veo como los políticos dudan de la profesionalidad del colectivo al que pertenezco. Soy padre de un niño que va a la escuela pública en la que se recorta sin piedad. Yo hijo de una persona que necesita ahora más que nunca de una sanidad pública en la que el único interés sea cuidar a las personas. Soy amigo de pequeños empresarios y profesionales a los que les han subido el IVA y que ven como sus negocios van tirando a mal porque la gente sólo tiene miedo en los bolsillos. Soy amigo de trabajadores a los que sus jefes les han modificado las condiciones laborales según les ha venido en gana y sin importarles ni sus derechos ni su derecho a disfrutar de su familia, amigos que mañana no podrán sumarse a la huelga porque han sido amenazados por sus jefes y que ni siquiera podrán denunciar esas amenazas porque pasarían a engrosar las listas del paro. Soy amigo de parados que no tienen perspectivas de encontrar trabajo digno. Soy hermano de jóvenes que sólo encuentran horizontes fuera de este país. Soy familiar de pensionistas que sólo a duras penas pueden llegar a final de mes. Soy uno de esos millones de españoles que el año pasado tuvieron que pagar más de 1.800 euros para salvar a los bancos, lo que significa que el poder político le robó a mi familia más de 5.400 euros y se los traspasó, vía presupuesto, a la banca.

Puedo encontrar mil razones políticas —de política de bajo vuelo— para sumarme a la huelga general de mañana. Estoy convencido de que hay mil razones para hacer una huelga contra el PP y el PSOE y contra toda la casta política que nos gobierna, una huelga contra los bancos, contra Merkel, contra los propios sindicatos convocantes, contra la patronal, contra la monarquía y la Conferencia Episcopal, una huelga del enfado y de la indignación contra casi todo y contra casi todos.

Pero sin embargo no tengo la sensación de sumarme a una “huelga general” clásica. No voy a la huelga bajo la bandera de ningún sindicato ni de ningún colectivo ni de ningún partido. Voy a una huelga cívica, civil: me sumo a la huelga como ciudadano y mañana mi única bandera es la de mi conciencia. Simplemente como ciudadano. Nada más y nada menos que como ciudadano. Porque veo que el país en el que creo está siendo desguazado. Yo no puedo sentirme patriota de la bandera ni de Lepanto ni de la españolización de Cataluña: yo me siento patriota de la escuela y la sanidad pública, de la compasión por los que sufren, de las ayudas a los dependientes, de las becas a los hijos de los trabajadores, de los investigadores y los artistas. Y esa patria decente y posible, digna, civil, democrática, solidaria, está siendo ahogada por la política de los recortes de derechos que costó mucho sacrificio conseguir y que se le arrancaron a los poderosos con huelgas como las de mañana: no lo olvidemos. Para mí, que me siento ciudadano antes que patriota, la huelga es, ya digo, un acto de conciencia civil. Y además no quiero que, por la noche, el gobierno y su fascinante método de contabilidad de apoyos sociales me contabilicen entre los contentos con la situación. Pero deberían sumarse a ella también los patriotas que piensan que España es un ente incorpóreo: porque la soberanía nacional de esa patria suya está siendo violada por las imposiciones que vienen de Alemania.

Mañana me sumo a una huelga de ciudadanos.

viernes, 9 de noviembre de 2012

HAY UN PAÍS QUE FUNCIONA





La cruda realidad del país no invita al optimismo. Hospitales y centros de salud que se cierran o se privatizan, unidades de lucha contra el cáncer o de tratamiento contra el dolor que desaparecen, proyectos de investigación que dejan de subvencionarse, transferencia masiva de fondos desde una escuela pública cada vez más abandonada a una escuela católica concertada cada día más pujante, alumnos con necesidades específicas para los que nos se contratan maestros y profesores, dependientes que se quedan sin ayudas y son arrojados a la precariedad absoluta, familias desahuciadas por la complicidad de jueces y políticos y banqueros, niños malnutridos, una pobreza creciente. Este es el panorama con el que cada día nos topamos en los periódicos y en las radios y en las televisiones. Pero también en nuestras calles, porque esta es una realidad de (cada vez menos) carne y (cada día más) hueso. Pero frente a ese estado que invita a coger las maletas y salir huyendo de este país enfermo, hay también otra realidad: la de profesionales comprometidos con su trabajo y con su vocación, la de las personas que siguen dando lo mejor de sí mismos, la de los servicios públicos ejemplares e imprescindibles que enseñan que hay una parte de este país que, con su quehacer cotidiano, demuestra la superioridad social, moral y organizativa de lo que nos pertenece a todos. Nos topamos con estas personas a diario, por más que los anteojos del pesimismo nos impidan reconocer su perfil. Son personas enlazadas en la madeja de nuestros actos cotidianos. Son, también, personas que se cruzan en las vidas de las personas a las queremos.

Mi hijo ha comenzado este año su periplo vital por la escuela (pública, por supuesto) en el colegio “Sebastián de Córdoba” de Úbeda. Y ha tenido la suerte de encontrarse en el camino con Ramiro Moya Cañadas, un maestro como de la Institución Libre de Enseñanza, de aspecto despreocupado y de tonos y gestos amables y pausados, un maestro que cada día demuestra un amor por su trabajo que sólo poseen los que están convenidos del valor que tiene lo que hacen.

Por motivos menos felices el pasado viernes conocí a Pedro Sánchez Rovira, un médico de manos grandes y bien definidas, como de artista o mago o malabarista, y con una mirada que seda y que tiene el brillo inagotado de la adolescencia y de la permanente curiosidad. Esa inquietud y la capacidad para conmoverse con el sufrimiento y la angustia de los enfermos de cáncer, ha hecho de Sánchez Rovira uno de los oncólogos más reputados del país. Al salir de su consulta y toparnos con el aire gris de la tarde de noviembre, sentía una íntima satisfacción: ese hombre ejemplar trabaja en Jaén, forma ya parte de nuestro paisaje y de nuestro paisanaje, es uno de nosotros.

Son hombres y mujeres como Ramiro o como Pedro los que hacen mejores nuestras ciudades, son ellos y no los políticos ni los banqueros ni los empresarios sin alma los que demuestran que hay una España que funciona y que se resiste a entregarse a la ola de justo desánimo que nos invade. Les han recortado los sueldos y los medios necesarios para hacer mejor su trabajo, y supongo que han suplido esos recortes y esas carencias con resignación o rabia y con imaginación, para que los niños y los enfermos noten lo menos posible la inquina de los políticos. Ven, cada día, como los gobernantes cargan contra el funcionamiento de lo público y contra los funcionarios mientras ensalzan las dudosas virtudes de lo privado, y pese a ello siguen acudiendo a su escuela y a su hospital, demostrando que lo público es superior moralmente a lo privado porque no discrimina en función del dinero y porque nos iguala en el derecho a reparar nuestra ignorancia o a sanar nuestro dolor. Uno sabe que las personas a las que ama están en buenas manos si están en manos como las de Ramiro o las de Pedro, ciudadanos que siguen haciendo que haya un país que funciona. Un país decente: pese a los políticos, pese a los bancos, pese al euro, pese a Merkel.

(IDEAL, 8 de noviembre de 2012)

miércoles, 7 de noviembre de 2012

LECCIONES DE CARNE A LA PARRILLA





La soberbia española hace que nos sintamos capacitados para dar lecciones sobre todo y a todo el mundo. Tan convencidos estamos de que somos una especie de paraíso terrenal en todos los órdenes de la vida, que nos atrevemos también a dar lecciones de democracia, como si fuésemos nosotros los que la inventamos y no unos recién llegados y como si nuestro sistema político no hiciese aguas por todos lados. Pero nada de eso nos importa: vivimos encantados de habernos conocido y como archidemócratas del mundo mundial miramos por encima del hombro incluso a los Estados Unidos, que con todos sus defectos, todas sus miserias y todas sus ruindades, sigue siendo un sistema político ejemplar a la hora de integrar minorías, escuchar la voz y cumplir el mandato de los ciudadanos y establecer un sistema eficaz de pesos y contrapesos entre los poderes del Estado que garanticen la independencia de todos ellos. Algo impensable en la archidemorática España de la que tan orgullosos se sienten miles de conciudadanos.

Y es que abundan estos días los comentarios en foros y tertulias que dudan de la calidad democrática de los Estados Unidos. Es curioso. Ayer, además de elegir presidente entre dos candidatos principales y otros muchos minoritarios, los estadounidenses eligieron congresistas, senadores, gobernadores, alcaldes, alguaciles y sheriff o fiscales. Pero es que además en treinta y nueve estados de la Unión se votaron un total de 178 iniciativas legislativas, de las cuáles más de 50 eran propuestas ciudadanas. Un periódico californiano (La Nueva España) decía que “más de una treintena de estas iniciativas se refieren a temas impositivos (33), casi una veintena tratan de conseguir una subida de impuestos, mientras que 27 tienen que ver con gestión gubernativa y cargos públicos, 17 tratan sobre nuevas vías de los estados para conseguir financiación, en la mayoría de los casos a través de la emisión de bonos, y una decena afectan al funcionamiento del sistema judicial”. Como vemos, los estadounidenses han podido votar sobre cosas por las que aquí, ejemplo mundial de democracia, nunca seremos preguntados ni por asomo. Y eso explica que sólo en Florida, la papeleta electoral tuviese... ¡¡¡diez páginas!!!

El repaso de las cuestiones que se han sometido al escrutinio popular es fantástico. En Los Ángeles se le ha preguntado a los ciudadanos si quieren que los actores porno tengan que usar obligatoriamente condón cuando graban una película. Es, tal vez, la pregunta más pintoresca de esas muchas decenas de consultas que han salpicado la jornada electoral en multitud de estados. En varios estados se ha pregunta sobre la legalización de la marihuana para uso recreativo previo pago de impuestos y en otros para fines médicos. Varios estados han preguntado por la legalización de los matrimonios homosexuales, en otros sobre su prohibición y en un par de ellos se han sometido a votación las iniciativas populares que propugnaban acabar con las prohibiciones en este sentido. Se ha preguntado sobre la posibilidad de negar el acceso a los servicios públicos a los inmigrantes que están en Estados Unidos de forma irregular o sobre si todos los estudiantes (también los inmigrantes indocumentados) pueden acceder a becas del estado si sus padres pagan impuestos. Se ha preguntado si se quería que los abortos se sigan financiando con fondos públicos o sobre si los médicos tienen que tener una autorización expresa de los padres para practicar abortos a menores de 16 años. Se ha preguntado por la abolición de la pena de muerte. Se ha preguntado por la posibilidad de que un médico pueda prescribir fármacos que pongan fin a la vida de un paciente terminal si éste lo solicita. Se han votado propuestas para limitar el alcance de la reforma sanitaria de Obama. Se ha preguntado a los ciudadanos si querían que se concedieran nuevas licencias para casinos y sobre leyes relativas al derecho a cazar y pescar. Se ha preguntado a los ciudadanos si están de acuerdo con que el suelo de los legisladores de un estado sea igual a la media de sueldos de ese territorio o sobre si quieren que se suba el sueldo de los políticos. Se ha preguntado si están a favor de la cadena perpetua y multas millonarias para quienes trafiquen con personas o para quien cometa por tercera vez un delito grave y sobre si se está de acuerdo con retirar una norma constitucional de un estado concreto que autoriza la segregación racial en el sistema educativo. Se ha preguntado sobre la obligación de las empresas alimentarias de indicar en las etiquetas si los productos han sido modificados genéticamente o sobre si las aseguradoras de vehículos pueden aumentar sus tarifas cuando un usuario suspende temporalmente su póliza. Se ha preguntado por la subida de impuestos a sueldos mayores de 250.000 euros. Se ha preguntado sobre la prohibición de fumar en lugares de trabajo y espacios públicos y sobre si el maltrato de perros, gatos y caballos (siempre que el daño no sea consecuencia de las actividades agrícolas, la investigación, la atención veterinaria o la defensa propia) tiene que considerarse un delito grave.

Son ejemplos de las cosas que han tenido que votar los ciudadanos de Dakota del Norte, California, Oregón, Florida, Nebraska o Alabama.

Y los resultados (lo que los ciudadanos decidan) son vinculantes: tiene que cumplirse el mandato de la ciudadanía, sea el que sea.

Pero nosotros a lo nuestro, a seguir dando lecciones. Un día le dimos lecciones a Alemania sobre el superávit de nuestras cuentas públicas; otro, presumimos de que nuestros bancos eran los mejores del mundo: así nos vemos. Ahora parece que estamos por dar clases magistrales sobre democracia a los estadounidenses. Nosotros, los españoles, que hace sólo tres días compramos una democracia averiada y ya hemos conseguido que no funcione. Pues nada, cuando acabemos con esta lección pontifiquémosle a los noruegos sobre Estado del Bienestar e igualdad social, a los islandeses sobre calidad del sistema educativo y a los argentinos sobre cómo se hace la carne a la parrilla.

martes, 6 de noviembre de 2012

SE LAS SUDA





Todos los días nos asaltan las noticias de hospitales y centros de salud que se cierran o se privatizan, de recortes en la investigación contra el cáncer o enfermedades raras, de recortes en la escuela pública y de transferencia de fondos a la escuela católica concertada, de tijeretazos en las ayudas a discapacitados o a mujeres víctimas de malos tratos, de recortes en becas y en cultura y un largo etcétera que incluye todas las facetas de la vida colectiva. ¿Todas? No, todas no. Una parcela poblada por irreductibles servidores públicos resiste todavía y siempre a los recortes: la parcela de la casta política.

Para justificar el inmenso sufrimiento personal y el drama social que están causando los recortes, los políticos dicen una y otra vez que no hay más remedio, que no hay dinero. Pero sí lo hay: el Senado ha demostrado que lo hay y de sobra para la web de una institución completamente inútil y para los móviles de los vagos y maleantes que dormitan en sus escaños las escasas ocasiones que se dignan acudir por allí. Están machacando la vida de millones de ciudadanos mientras no dudan en abundar su escandalosa orgía de despilfarro. Su clamorosa desvergüenza indica que todo, como diría el castizo, se las suda.

lunes, 5 de noviembre de 2012

AUNQUE HAYA FALLADO





Hace cuatro años, muchos fuimos raptados por el encanto que destilaba Barack Obama desde su mítico discurso en New Hampshire, que abría para el mundo las puertas de una débil esperanza.

En aquel noviembre mi mujer comenzaba el último trimestre del embarazo de nuestro hijo. Yo quería que ganase Obama porque estaba convencido de que el mundo sería mejor si se superaba la época del espanto y el horror que había supuesto el gobierno de George Bush II. Escribía yo entonces que la victoria de Obama era la victoria de la posibilidad de la decencia sobre aquellos que piensan que todo vale, sobre los que asientan sus ideas sobre el sufrimiento de los más débiles. Han pasado cuatro años desde entonces y Obama ya no es una promesa, porque ha gobernado y se puede hacer balance de su gestión. Ciertamente Obama, que llegó a la Casa Blanca revestido de una aureola de mago capaz de sanar con su sola presencia en el Salón Oval todos los males del mundo, ciertamente Obama no ha cumplido todas las expectativas que el mundo depositó en él. Los conflictos de Irak y Afganistán que comenzaron los neocons (esos hombres y mujeres sin piedad dispuestos a hundir al mundo con tal de que el mundo reconociese como cierta su dicotomía entre el mal y el bien) no han sido resueltos, esa afrenta a los derechos humanos que es Guantánamo sigue abierto y los Estados Unidos siguen sin implicarse en la lucha contra el cambio climático, por ejemplo. Pero es cierto que la política demócrata ha permitido a los Estados Unidos sortear la crisis mejor que el neoliberalismo talibán que padecemos en Europa, es cierto que su tasa de paro es menor que la de la Unión Europea, es cierto que los Estados Unidos no son ya una especie de perro rabioso suelto sobre el mapa de la Tierra, es cierto que las minorías raciales y las mujeres han visto amparados unos derechos contra los que los republicanos acechan sedientos de sangre, y es cierto que su reforma sanitaria (todo lo limitada que se quiera, pero histórica sin lugar a dudas) ha servido para aliviar el sufrimiento de millones de estadounidenses. Es cierto que hoy Estados Unidos es un país más decente que hace cuatro años, y eso no es poco, porque costará mucho limpiar la dura herencia moral y económica que dejaron Bush y su gobierno de halcones sin alma.

Sin embargo, yo no quiero que mañana gane Obama por lo que ha hecho o ha dejado de hacer. Sé que Obama no va a cumplir todo lo que ha dicho, pero también sé que Romney sí lo cumplirá. Por eso es necesario que gane Obama: porque Romney y todo lo que representa la ultraderecha que lo encumbró a la candidatura a la presidencia son un grave peligro para los derechos de las mujeres y los negros y los hispanos; un peligro para los derechos de los enfermos amparados por la ley sanitaria de Obama que los republicanos derogarán; un peligro para una enseñanza que se verá sometida al disparatado argumentario de los integristas cristianos… Basta con repasar las declaraciones de conspicuos republicanos próximos al Tea Party, que controla toda la energía del Partido Repúblico, acerca de las mujeres violadas y demás para sentir escalofríos al pensar en una victoria de Romney. Es necesario que gane Obama aunque le haya fallado a la esperanza del yes, we can, simplemente porque Romney no va a fallarle a los suyos. Tiene que ganar Obama aunque haya fallado: simplemente porque los republicanos no van a fallar y van a cumplir todas sus promesas, que son amenazas.

viernes, 2 de noviembre de 2012

ELEGÍA DEL CEMENTERIO





Situado al final de un camino orillado de árboles y levantado alrededor de las ruinas de una vieja ermita, el cementerio está habitado por una forma inesperada de quietud, ajena al trajín de la ciudad. Sólo el caprichoso ruido de la pajarería invisible entre la fonda negra de los cipreses rompe el silencio y el sosiego del cementerio. Y, sin embargo, no resultan ajenos los pájaros al conjunto coral de sensaciones que el cementerio es, porque nada tienen que ver los estorninos o los gorriones con «el mundanal ruido», ese «mundanal ruido» que es —él sí— radicalmente extraño al discurso estético y existencial del cementerio. Vivimos siempre buscando soluciones a nuestros problemas e intentando eludir las respuestas, y el cementerio se burla de nosotros y nos sirve un sedante para el espíritu: todo en él está hecho conforme a un molde de tristeza, tristeza sin dirección ni contorno, decantada en los recuerdos de quienes allí terminaron su trasiego y en la certeza de que un día todos seremos parte de esa infinita cadena de seres apresados por el vacío, perdidos en la estepa fría e infinita de las sepulturas. El cementerio responde —sin torcer el gesto, sin esbozar una sonrisa, sin apuntar una lágrima— a la única pregunta importante de la vida. No hay en el cementerio ansias ni esperanzas, porque ya no las tienen quienes en él descansan de la lucha de la vida convirtiéndose lentamente en seda ajada, en huesos, en ceniza, en polvo... en nada. No responde el cementerio a los criterios y los afanes de la sociedad; todo, en él, se acomoda a otro fin, a ese fin ineludible, inevitable, que es el fin —el final— de toda vida. Mostrándonos la fragilidad de la que estamos hechos, el cementerio nos enseña lo pueril, lo presuntuoso de nuestras preocupaciones. El cementerio, ¡oh paradoja!, seda y cura la angustia del espíritu que dentro de sus muros se ve cercado y se siente asfixiado por el rostro inapelable de la muerte; el cementerio ofrece una celda para que el espíritu, retirado momentáneamente en su interior, se busque: en medio del silencio de la tarde encrespada de nubes grises y húmedas, por entre las sombras de las arcadas herrerianas, en la llama que oscila quebradiza sobre los charcos que dejó el chaparrón de la mañana, por entre el laberinto indescifrable de cruces y ángeles dolientes que se elevan como una plegaria de imposible salvación. ¿Y qué tiene que buscar el espíritu por entre los nombres que nombran ausencias imposibles de llenar, qué en las flores que mañana estarán secas, qué sobre las piedras y los mármoles y los bronces —anhelos vanos de una última fatuidad de lo puramente humano— que van gastando y oxidando los años con la perseverancia mineral de lo que no conoce el agotamiento? ¿Qué se le perdió al espíritu en la madeja trágica del cementerio...?

Se levantó el cementerio como una necesidad sanitaria y es, en realidad, una exigencia para la salud del alma. Porque nos recuerda el material en el que estamos consumados: «estamos hechos de la misma materia de los sueños», exclama desolado un personaje de Shakespeare. Y sana la triste tranquilidad del cementerio porque poda nuestro engreimiento, porque achata las cúpulas de nuestras soberbias y nos deja desnudos y solos en el fondo de la pura carne doliente y gozosa —penosamente frágil, amargamente rebosada de esperanzas— en la que vivimos y que nos morirá un día.

(Estuvo la tarde jugando con el sol de noviembre y el celaje de nubes, mezclándolos como una niña traviesa. A la anochecida, rompió el viento del otoño su canción nostálgica sobre los nombres incontables de los muertos, sobre las fechas y sobre la aflicción de los epitafios... Y en aquella vieja tumba que ya nadie limpia y delante de la que nadie reza, se troncharon los tallos desgastados de unas flores de plástico: suprema fábula del abandono, metáfora definitiva del acabamiento...)

(IDEAL, 1 de noviembre de 2012)

jueves, 1 de noviembre de 2012

MADRE MUERTE





Cada año, por noviembre, el día de Todos los Santos le devuelve a la muerte su actualidad nunca perdida. Jugamos los hombres contemporáneos a intentar esconder o burlar la muerte, a alejarla del entramado cotidiano de nuestras vidas, como si fuese posible desdibujar el horizonte que ella pone delante de todas las existencias. Y cuando llega el 1 de noviembre —con su ritual de las flores y las castañas y las gachas y las flores y las visitas a los cementerios, y con su nuevo ritual de Halloween que a nosotros nos resulta extraño pero que nuestros hijos ya asumen como suyo— la muerte reivindica su puesto preferente dentro de todo lo que es humano.

Decía Spinoza que «el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría es una meditación no sobre la muerte sino sobre la vida», cuando lo cierto es que cualquier pensamiento sobre la vida tiene que hacerse siempre desde el amarradero de certezas que la muerte es. Porque si no pensamos así ocurre lo que está ocurriendo en este tiempo nuestro: que al creer que podíamos renunciar a la meditación sobre la muerte, al creer que podíamos obviar su dura realidad —al fin y al cabo la muerte es lo único real de toda vida—, pensamos que ganaría el pensamiento sobre la vida, y ha resultado todo lo contrario, pues al querer privarnos del telón de fondo de la muerte hemos reducido la vida a una sucesión de insustancialidades y banalidades. Vivimos una vida sin peso ni fondo porque queremos vivir una vida sin muerte. Y al fin y al cabo sólo somos «mortales amantes de mortales», según dice Compte Sponville, cuerpos frágiles que se troncharán con la visita inesperada de la muerte —«para morirse sólo hace falta estar vivo» dice un buen amigo—, carne herida de finitud. Queremos acallar esa conciencia de la caducidad que nos espolea desde el fondo de nuestro cuerpo; pero la realidad de la muerte es tan tozuda, tan omnipotente, que tenemos que buscar otros sustitutivos: por no querer hablar de la muerte vemos películas de miedo en las que la muerte es el personaje principal, o nos disfrazamos de fantasmas o seres terroríficos, porque sabemos que no hay terror mayor que el de haberle visto los ojos a la muerte y volver para contarlo.

¿Por qué nos espanta tanto la muerte? En realidad porque nos priva de manera radical de nuestro cuerpo, que es la única certeza y la única propiedad que tenemos y sobre la que podemos ejercer algo parecido a la soberanía. Por más que aderecemos nuestra carnalidad con religiones, filosofías y teorías, somos carne y desde la carne pensamos y amamos, gozamos y reímos. Pero la carne que somos es demasiado frágil, muy poco consistente: «Se muere con demasiada facilidad. Morir debería ser mucho más difícil», señala Elías Canetti. Y es esa facilidad con la que nuestra carne puede apagarse lo que le otorga a la muerte su inmenso poder, la sobrecogedora fascinación que ejerce sobre nosotros: ante la muerte somos siempre niños suspendidos en el abismo.

Como el cuerpo es la vida, cualquier cosa que recorte esa plenitud de la carne se transforma en una evocación o en un anticipo de la muerte. Hay, por eso, muchas maneras de estar muertos sin necesidad de que nuestro corazón haya dejado de latir: la muerte es también la lenta agonía que produce cualquier tristeza, cualquier desesperanza. «Muerto en vida», decían los antiguos para referirse a aquellos que, presos de una pena terrible, simplemente se limitaban a sobrevivir, desdibujado el perfil de su plenitud existencial, cansado su cuerpo de reivindicar el sol y el viento y el mar. La sabiduría de nuestros antepasados captó la esencia misma de la muerte: morir es cualquier forma de acabamiento, de renuncia, cualquier derrota que se vaya apoderando del ser humano.

Por desgracia vivimos un tiempo que se ha especializado en producir en masa «muertos en vida». Muertos en vida son todos esos parados que han perdido la esperanza de encontrar trabajo y que sólo pueden darle de comer a sus hijos pasando por la humillación de la caridad; muertos en vida son las familias sobre las que pende una orden de desahucio y que se verán arrojadas al arroyo con la complicidad de políticos, banqueros y jueces; muertos en vida son los padres que han perdido a una hija víctima de un asesinato cruel o del cáncer o de un accidente de tráfico; muertos en vida son los enfermos que han renunciado a la lucha... Morir mientras se vive es entregar por fascículos nuestra vida a la muerte, es un sufrimiento inconsolable que provoca la piedad de los otros. Porque ese el «lado positivo» de la muerte: que es capaz de inspirarnos una «ternura sobrecogedora» según Elías Canetti. Dice el filósofo que cuando sabemos que una persona podría morir pronto nos inspira una ternura así y amamos irresponsablemente su vida, su cuerpo, sus ojos, su respiración, y que si se recuperan la amamos más aún y «les suplicamos que no vuelvan nunca a morirse». ¿Será que es la muerte —la conciencia de la muerte— la que funda nuestra humanidad y que el primer ser humano fue el que supo que se moría? Si así fuese, la muerte sería madre. Madre terrible, madre que no se ama sino que se aborrece y se teme, pero madre al cabo que nos crea como lo que somos y que termina acunándonos para siempre, en la eternidad o en la nada.

Para amar la vida es necesario asumir la muerte. De igual modo que para disfrutar de la felicidad necesitamos el contrapunto del dolor y para comprender la dicha de la plenitud hay que padecer la tragedia de la pérdida. En el «Libro de los Muertos» se pregunta Canetti qué sustituiría el dolor de la pérdida si la muerte no existiera y duda si lo único que habla a favor de la muerte no será «el que necesitemos este inmenso dolor, el que sin él no seamos dignos de llamarnos hombres». Todo lo que se ama causa dolor: nos causa dolor dejar la vida porque la amamos demasiado. Y la humanidad, que se funda sobre el amor y el dolor, sólo puede ser encarada a la muerte, que otorga su poderosa fuerza a esas dos potencias fundadoras de lo humano. La muerte crea el dolor y le da sentido al amor, que es la única herramienta de las personas para paliar la devastación del dolor y de la muerte.

Le tenemos miedo a la muerte, legítimamente: con ella terminamos y se termina cuanto somos y tenemos y queremos. Pero el remedio contra la muerte no es la inmortalidad. Recordemos el espanto de Marco Flaminio Rufo —el protagonista del cuento «El Inmortal» de Borges— cuando llega a la Ciudad de los Inmortales y contempla el suplicio terrible que supone no poder morir. (¿Cómo olvidar la agonía sin límite del sediento al que no dan agua?) La inmortalidad priva de sentido a los actos de la vida: es la muerte lo que dota de sentido a la vida. Un sentido paradójico y terrible, pero el único sentido que tal vez la vida pueda tener. ¿Hay, pues, otro remedio para la muerte que no sea la inmortalidad? Shakespeare lo dijo con claridad: solamente «quien se quita la vida, se quita el miedo a la muerte». El suicidio como respuesta a la muerte: morir para intentar vencer a la muerte, fundirnos con ella pensando que nos liberamos. La radical incomprensibilidad de lo humano, hijo de la muerte, el laberinto indescifrable en el que nos sumió el descubrimiento de nuestra mortalidad.

(ÚBEDA IDE@L, Núm. 12, octubre de 2012)