El resurgir de un sentimiento religioso privado de la generosidad espiritual de un Erasmo o un Roncalli se traduce en esta especie de guerra de religión que divide a Europa. Al norte, los políticos protestantes inspirados por la furia calvinista de amor al dinero, dispuestos a marcar a hierro a quienes según ellos cometen el pecado terrible de “dilapidar”. Al sur, unos políticos católicos y ortodoxos centrados como siempre en controlar la conciencia y la entrepierna de sus ciudadanos, manteniéndolos dentro del orden natural de ricos y pobres. Ambas posturas suponen sufrimiento para unos ciudadanos cada vez más asustados, sobre cuyas nucas políticos y banqueros van apretando sádicamente el garrote vil de los recortes en la sociedad de las libertades y del bienestar. Pero por el gran poder de coacción que poseen, preocupa especialmente el fanatismo de los profetas del déficit cero y del recorte de los derechos tan duramente conseguidos. Hoy el mayor peligro para los valores europeos no son los políticos del sur y su papanatismo religioso y provinciano sino los políticos del norte. Y de todos ellos, nadie tan peligroso para el futuro de nuestros hijos como Merkel, que ejemplifica el odio al pecador y el afán masoquista de castigar. Es sorprendente que el pueblo alemán se haya dejado arrebatar por esa visión de la redención de los pecados a través del sufrimiento y la tortura que postula su canciller. Precisamente los alemanes.
Supongamos que Merkel tiene razón y que los pueblos del sur de Europa han cometido el pecado colectivo de dilapidar el dinero. Merkel diluye la responsabilidad del pecado en todas las clases sociales, y, por lo tanto, exige una penitencia colectiva: no pide que se identifiquen los nombres de los que enterraron millones de euros en subvenciones agrícolas para señoritos como Enrique Ponce o Cayetana de Alba, ni los responsables de obras faraónicas como las del Madrid de Gallardón o los aeropuertos de Ciudad Real y Castellón o el tranvía de Jaén, ni los responsables de la orgía hipotecaria y del ladrillo. Para Merkel y sus cruzados los responsables somos todos nosotros: la cajera que ganaba 700 euros y el pensionista que no llegaba a fin de mes, las familias asfixiadas por la brutal subida de precios del euro y los maestros que cada vez cobraban menos. Pero, ¿por qué sorprende que sea el pueblo alemán el que sustente esta tesis? Pues porque los alemanes son beneficiarios del mayor acto de generosidad histórica que los pueblos han realizado nunca.
Fueron millones los alemanes que votaron a Hitler; millones los alemanes que desfilaron delante de él; millones los que sembraron Europa de muerte y ruinas; cientos de miles los que participaron en la matanza industrial de los campos de exterminio; millones los que guardaron silencio ante la mayor atrocidad cometida nunca. En mayo de 1945 había motivos sobrados para que los aliados pensaran que los alemanes eran culpables del más grande pecado que nunca se había cometido. El grado de colaboración social, pasiva o activa, con el nazismo era del tal magnitud que se podía pensar, legítimamente, en imputar responsabilidades colectivas al pueblo alemán y exigir un duro, un durísimo pago por el crimen. Había medios sobrados para hacerlo, con la misma poca piedad que hoy demuestra la derecha alemana: en 1945 Alemania era un país invadido, dividido, arrasado, desmoralizado.
No se hizo. Porque en 1945 entendieron que no hay responsabilidad colectiva, por más que la evidencia dijera lo contrario. No se hizo porque se entendió que la venganza y el castigo colectivo generarían más fascismo. No se hizo porque no se actuó desde el fanatismo religioso sino desde la ética del humanismo democrático, con generosidad. Pero los alemanes se han olvidado de eso y no entienden que no es cierto, que no fuimos todos, que nunca son todos, que los crímenes y los pecados y los excesos siempre tienen nombres y apellidos y es a ellos a quien hay que castigar, porque el mayor crimen moral es que todo un pueblo pague por un hombre.
(IDEAL, 21 de junio de 2012)
1 comentario:
Extractos del artículo “Fiat iustitia pereat Europa” que firmaba hoy en El País Fernando Vallespín y cuya lectura recomiendo encarecidamente.
“/.../ hay algunos datos sobre el perfil de la canciller que deberían ser motivo de inquietud. El primero y principal es su rigorismo luterano, que parece haberla conducido a un análisis de la situación estrictamente moral, de pura “ética de la convicción” más que de “ética de la responsabilidad”, por valernos de la famosa distinción weberiana. No habrá perdón para los deudores/culpables -todos de cultura católica u ortodoxa, además-, si antes no han purgado el pecado de sus excesos. Y la penitencia idónea es pasar por el valle de lágrimas de una austeridad monacal, aunque no ofrezca rendimiento económico alguno. Además, ¿por qué habrían de financiar los alemanes la actitud irresponsable de sus vecinos del sur? El que a largo plazo ello vaya en interés propio de la Europa rica es secundario, lo fundamental es exigir la rectificación de las desviadas conductas pasadas.”
“Lo sorprendente del caso es que la responsabilidad se imputa a pueblos enteros en vez de a la codicia de una minoría que se esconde detrás de esos impersonales mercados financieros que nos trajeron la crisis. Esos sí que son los verdaderos culpables, señora Merkel, no los pobres griegos y españoles de a pie a los que en su día nadie advirtió de que no podían endeudarse para, entre otras cosas, comprar productos alemanes. ¿Por qué no buscamos demonizarlos a ellos y someterlos al fin a regulaciones políticas sensatas? Todos tenemos una parte de responsabilidad, claro está, pero al final la van a pagar, como siempre ocurre, los más débiles. Si queremos ubicarnos en la perspectiva de la ética de la convicción ésta es la conclusión correcta.”
Parece que os habéis leído el pensamiento.
Antonio.
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