Puede que el gran problema de los políticos españoles sea su incapacidad para asumir sus propias limitaciones. Tienen un perfil tan chato que necesitan subirse a lomos de la soberbia para tapar su pavorosa desnudez ética, intelectual y aún política. En enero de 2007 un soberbio Rodríguez Zapatero sacaba pecho por unas cuentas públicas que presentaban un superávit del 2% y profetizaba, arrogante y completamente ciego, que en dos o tres años la renta per cápita española superaría a la de Italia o Alemania. Nada más parecido a ese Presidente ajeno a la realidad y montado en el Clavileño de sus propias fantasías y deseos que el Presidente que el domingo pasado por la mañana —antes de coger el avión que lo llevó ver un partido de fútbol como si nada pasara, talmente como el que se va a cazar elefantes a África— declaraba que él no se había sometido a presiones para aceptar el rescate financiero y que habían sido los otros —Alemania, la Unión Europea, el Eurogrupo...— los que se habían plegado a sus presiones. ¿Soñó Rodríguez Zapatero con pasar a la historia como el gobernante que cambió la estructura económica y social del país, como el gran ilustrado por fin triunfante contra las oscuras fuerzas de la tradición berroqueña? ¿Sueña Rajoy con pasar a la posteridad como una especie de Felipe II redivido ante cuya sola sombra tiemblan las chancillerías del mundo, ante cuya voz se postran —temerosos de sus presiones— los protestantes alemanes y demás herejes europeos?
En la actitud de los políticos que nos han tocado en desgracia es imposible averiguar cuánta parte hay de complejo de inferioridad, cuánta de incapacidad e insuficiencia, cuánta de cinismo y falta de vergüenza, cuánta de insensibilidad ante el sufrimiento de los más débiles y cuánta de simple y llana malaleche, sin más. Qué conociéndolos como los conocemos todavía mantengamos vivo un rescoldo de sorpresa ante sus declaraciones o ante sus comportamientos, es síntoma negativo: indica que aún vivimos en una especie de infantilismo democrático. Porque ¿una sociedad bien macerada en el ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas, seguiría tolerando —impasible, silenciosa, sorprendida— los despropósitos de su casta política? Tal vez le falte a la sociedad española, encantada con los éxitos de sus deportistas, un calambre intelectual que la despierte, que la desasosiegue con ansias de transformación: en este momento crucial, dramático, de nuestra historia, se echan de menos las voces de denuncia y propuesta que sí estuvieron presentes en otras etapas críticas: en 1898, en 1931, en 1975. Pero no es posible cifrar todo nuestro silencio y toda nuestra complicidad con una casta política despreciable a la ausencia clamorosa —y dolorosa— de los intelectuales: todos nosotros, en cuanto que ciudadanos libres y no súbditos de ningún banco ni de ningún rey ni de ninguna sigla política, deberíamos tomar cartas en el asunto y plantar en la plaza de la cosa pública no ya nuestro descontento, sino nuestra rabia cívica, nuestra ansia de regeneración.
Regeneración. Debería escribirse esta palabra en las columnas del escudo español. Porque como hace cien, como hace ciento cincuenta años, la sociedad española urge una regeneración general. No una regeneración de su pellejo, de lo de fuera, sino una regeneración de la carne y los músculos, de los huesos y la sangre. Es todo el cuerpo el que está enfermo y es a todo el cuerpo al que debe sanarse. Las elites españolas de hoy son las más incapaces, las más insensibles y desvergonzadas de los últimos doscientos años. Hace falta remontarse al reinado de Fernando VII para encontrar algo parecido. Una sola palabra describe a la perfección su actuación: INDECENCIA. ¿No es tarea de todos, suya y mía, regenerar esta situación poniendo a España en nuestras manos y quitándola de las que la ensucian y la vilipendian?
(IDEAL, 14 de junio de 2012)
2 comentarios:
¿Por donde empezamos? ¿Como se hace?
Javier, quien lo sepa que tire la primera piedra. Pero que apunte bien y que tire a dar.
Saludos.
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