La película de Phyllida Lloy sobre Margaret Tatcher no pretende humanizar al personaje sino exaltar los valores del egoísmo y un modo de hacer política sustentado por la falta de compasión con el sufrimiento de las personas: cámbiese el personaje de Tatcher por el de Merkel, y el guión de la película no sufrirá alteraciones, porque lo que cuenta no es la persona sino la justificación de sus acciones y del dolor que generan. Tatcher ejemplifica como nadie esa política privada de resortes sentimentales, ese fanatismo de nuevo cuño tan parecido a todos los fanatismos que en la historia han sido: unos fanáticos utilizaron los potros y las hogueras, otros las escuadras pardas y los hornos crematorios; a los fanáticos de hoy les basta con la difusión masiva de la idea de que “no hay más remedio, es necesario el sufrimiento” para hacerse con el control de la ley democrática. Y desde la perversión de la ley sumergen a la sociedad en los océanos de la devastación social y ética y de la desesperanza.
Es muy difícil no pensar que todos los políticos son iguales y que a ninguno les importan los problemas de la gente normal y corriente. Pero la historia inglesa nos dice que eso no es así y nos lanza un mensaje de esperanza: si una vez hubo políticos honestos y comprometidos, que temblaban de indignación ante el sufrimiento de las personas y que buscaron remedios para las injusticias, eso quiere decir que esos políticos son posibles y que otra vez pueden surgir hombres y mujeres dignos cívicamente, decentes políticamente, que digan que sí hay alternativa y que la democracia no es compatible con la voraz necesidad de los poderosos. Clement Attlee es uno de esos políticos ingleses que, con su ejemplo, nos ofrecen una esperanza.
Attlee fue un político consecuente que garantizó a los más pobres “una vida que mereciera la pena vivirse y un gobierno a su servicio”, un socialista que luchó contra los totalitarismos de derecha y de izquierda. Siendo líder del Partido Laborista, fue viceprimer ministro del gobierno de concentración que presidió Churchill durante la II Guerra Mundial. Terminada la guerra, y contra todo pronóstico, ganó por mayoría absoluta las elecciones y durante seis años desplegó una política audaz destinada a mitigar el sufrimiento de sus compatriotas. Desarrolló el mítico “Informe Bedverige”, sustentado por la revolucionaria idea de que los servicios sociales no son un parche económico o una beneficencia pública sino un derecho de los ciudadanos y una obligación de los poderes públicos. Conjugó las grandes decisiones políticas —la nacionalización del Banco de Inglaterra y de las industrias del carbón o la electricidad, la instauración de la sanidad universal y las ayudas a parados, enfermos y jubilados— con la política de los pequeños gestos: Attlee garantizó que todos los niños ingleses, independientemente de su posición social, disfrutaran diariamente y gratis de leche y zumo de naranja. (Curiosamente, fue Margaret Thatcher la que pondría fin a la distribución gratuita de leche en las escuelas.) Tony Judt ha señalado que fueron el racionamiento y los subsidios impuestos por el gobierno laborista lo que permitieron que “las necesidades básicas de la vida estuvieran cubiertas para todos”. Attlee distribuyó la riqueza para que nadie se quedara descolgado de ese “nosotros” que era Inglaterra: fue eso lo que permitió que el país permaneciera moralmente unido en tiempos muy difíciles. Judt también ha dicho de Clement Attlee que “vivió y murió austeramente, cosechando una escasa ganancia material de una vida enteramente dedicada al servicio público”, y lo define como un hombre preciso, sobrio, moralmente serio, una especie de Vermeer de la política capaz de escribir con su ejemplo una ética de la responsabilidad pública. Porque una vez hubo hombres como Clement Attlee tenemos derecho a conservar la esperanza de que la enfermedad tatcheriana no podrá destruir nuestras sociedades.
(IDEAL, 9 de febrero de 2012)
1 comentario:
mi comentario lo tienes el escrito es buenisimo
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