miércoles, 8 de febrero de 2012

ÁRBOLES





MANOS ABIERTAS.

¿Qué es una ciudad? Una ciudad son sus árboles. Lo que una ciudad es, cómo es una ciudad, es algo que se puede leer mejor que en ninguna otra cosa —mejor que en las iglesias y los palacios, mejor que en los rascacielos y las tradiciones, mejor que en las calles y las farolas— en sus árboles. Las ciudades abiertas, acogedoras, realmente hospitalarias, esas ciudades en las que nada más poner el pie sobre el asfalto uno se siente en casa, son ciudades cuajadas de árboles y llenas de parques; sin embargo, esas ciudades donde los árboles son una rareza o donde las calles se delimitan con arboluchos escuálidos y esmirriados, son ciudades que denotan un punto de hostilidad, un afán de autodestrucción: ¿qué puede esperarse de esas ciudades que no han sabido cuidar sus arboledas, que no las han mimado sabiendo que en ellas se guardan las sombras bajo las que tienen que jugar mañana los niños y descansar los ancianos? Ah, una ciudad sin árboles grandes, de ramas gigantescas y frondosas cuajadas de pájaros, es una ciudad que desconsuela al alma y la deja tan vacía y cruel como esas avenidas en las que se mezclan el sol de agosto, el ruido de los coches y el calor del alquitrán y en las que no se aventura la sombra de ningún árbol. Una ciudad sin árboles, es una ciudad que invita a huir, del mismo modo que una ciudad que en sus entradas te recibe regalándote la sombra de los viejos chopos, de los grandes álamos, es una ciudad que te está abriendo las manos, que te tira para adentro, que te arrastra hasta las plazas recoletas en las que aún musitan los cipreses o en las que los olmos piensan o en la que las avenidas se sombrean para que los niños paseen y los viejos jueguen, o al revés.

SUPERVIVIENTES.

Úbeda es una de esas ciudades que se han dedicado con saña a combatir los árboles y sus significados. Chopos, olmos, álamos... los grandes árboles que antaño enseñoreaban su imperio de sombra y pájaros sobre las plazas o en las calles principales, en los escasos parques, han ido cayendo lentamente, año tras año, progreso tras progreso —¿qué progreso es ese que para ser tiene que hacerse en contra de los árboles?—, derrumbados por el hacha y la estupidez de los vecinos y sus gobernantes. Por eso, encontrar hoy en Úbeda árboles de los que de verdad pueda predicarse tal condición no obedece a una virtud del espíritu ubetense sino a un descuido del mismo, a un olvido: que todavía sobreviva un viejo olmo en la calle Santo Domingo —sus compañeros fueron talados hace no muchos años, como manda la costumbre ubetense—, a espaldas del antiguo cuartel de la guardia civil, o que se levanten poderosos los cipreses del palacio del Deán Ortega compitiendo con la torre de El Salvador, o que en la Explanada la primavera sea recibida por las hojas plateadas del chopo grande, es, simplemente, un milagro y no dice nada a favor de los ubetenses. Con esos árboles ha ocurrido que ningún vecino decidió iniciar una cruzada contra sus ramas y sus sombras, contra el canto de los pájaros que anidan en ellos, por esos árboles no ha pasado la mirada del concejal de turno, y por eso todavía sobreviven. Lo que no podemos saber es por cuántos años ni para cuántas generaciones: porque en cualquier momento ese arraigado odio a los árboles que arrebata a la sociedad ubetense puede decretar su tala justificada por no sabemos qué motivos técnicos, que deben ser motivos desconocidos en esas ciudades civilizadas en las que se levantan árboles infinitamente más grandes, más antiguos, más poderosos y también más queridos y admirados por sus ciudadanos.

LOS PLÁTANOS DEL ARROYO.

Antonio Muñoz Molina ha calificado en reiteradas ocasiones a Úbeda como una ciudad “arboricida”. Creo que es el calificativo que mejor la retrata: más allá del “ciudad comercial”, el “ciudad monumental”, el “patrimonio de la Humanidad”, el “Ciudad de Semana Santa”, creo que Úbeda es una ciudad que aborrece los árboles. Una ciudad a la que los árboles le molestan y que apuesta, decidida y convencida, por árboles pequeños, que no estorben, que al final no digan nada. Úbeda, en lo que se refiere a los árboles, es como ese matrimonio cateto al que invitamos a cenar y que se presenta en nuestra puerta con un cartón de vino blanco de la marca de la patata: en cuestión de árboles, Úbeda apuesta por los de cartón de vino blanco, o sea, por árboles de baja personalidad, que crezcan poco, se sequen pronto y no den sombra ni cobijo a la pajarería.

Nuestros antepasados, que tenían entre sus virtudes la de la sinceridad, mostraban esta aversión a los árboles, al menos hasta el reinado de Felipe II, cortando los más grandes del término y arrastrándolos por los caminos con recuas de mulas hasta dejarlos en la Plaza del Mercado, a los pies de la iglesia de San Pablo, donde en medio de la algarabía general ardían por San Juan. Ese regocijo que provocaba en nuestros transabuelos el árbol gimiente bajo la hoguera, no ha desaparecido: si acaso se ha dulcificado, y ahora nos conformamos con talarlos, sin más, ahorrándoles el martirio de la hoguera. ¿Tratamos a nuestros árboles mejor que los ubetenses de hace tres, cuatro siglos? Nosotros nos pensamos que sí, pero no es cierto. Los dos grandes plátanos de sombra del Arroyo de Santa María —las dos grandes joyas arbóreas de la ciudad, que deberían gozar de un nivel de protección similar al de cualquier monumento de piedra, lo que en realidad, cierto es, tampoco garantiza nada— pueden hacernos creer que nos hemos vuelto civilizados y respetuosos: ¿cómo no vamos a serlo —se preguntará esa cohorte de ubetenses provincianos para los que lo de Úbeda es lo mejor del mundo siempre y en todo lugar— si tenemos dos árboles que ni en el Retiro de Madrid? Ay, pues no porque ya se ha dicho antes: sí, es cierto que esos dos plátanos de troncos inabarcables y ramas gigantescas serían, en cualquier otra ciudad, síntoma de un refinamiento moral, pero en Úbeda son dos supervivientes, dos milagros. Viendo el pie de esos árboles lleno de hojas rojas en el otoño, o sintiendo los cientos de pájaros que anidan en sus ramas en primavera, y escuchando el susurro de sus copas inmensas mecidas por la brisa cálida de agosto, no es posible dudar de la existencia de los milagros: tiene que haber un ser todopoderoso en algún lugar para que en Úbeda esos dos árboles no hayan sido ya talados.

(IDE@L ÚBEDA, Núm. 2, enero de 2012)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esos dos árboles fueron defendidos por los vecinos y gracias a una recogida de firmas se salvaron. Mendieta los decía enfermos y a punto estuvieron de caer cuando se arregló el Arroyo de Santa María.