Hay meses que «no caen bien», que gozan de buena fama. Todo el mundo querría vivir en un permanente abril o mayo, o en un eterno junio. Pero, ¿quién da un duro por el pobre noviembre al que, para más abundamiento, el calendario católico ha señalado con la tristeza de los santos y los muertos? Es como si hubiera un empeño por transformar a noviembre en un mes que se encierra entre los muros del cementerio, como un mes sin más elevación posible que esa corta altura que determinan las cruces frías de las tumbas. ¿Quién determinó, y en que momento, que sólo le cabía a noviembre un puesto subalterno entre los meses que ofrecen calor y belleza al alma ansiosa de descanso? Es cierto que noviembre no estalla en una policromía saturada de vivísimas ofrendas (eso tiene la ventaja de que noviembre no agota ni malgasta fuerzas ni esfuerzos): algunos, pueden considerar que noviembre está falto de la abundancia y rotundidad de los colores de la primavera e incluso del verano, y que el gris no es un buen color para declinar estados de ánimo, que desdibuja perfiles e intenciones. Se equivoca quien así piense, se equivoca en todo. Si somos capaces de mirar más allá de nuestros prejuicios sobre lo bello y lo necesario, si nos adentramos en los recodos íntimos de noviembre, descubrimos todos los matices que lo convierten en un mes imprescindible, mes de recuento y preparación, de siembra íntima, mes acicalado por la gama infinita de los amarillos y los grises, mes que predispone para la melancolía, para que una nostalgia —no sabemos qué nostalgia, no sabemos nostalgia de qué— vaya cuajando en nosotros la posibilidad del renacimiento: para que la primavera sea posible, tiene noviembre que cargar sobre sus hombros la mañana apagada y la noche de viento y chaparrón. Noviembre barbecha el alma, la recoge, la cobija, noviembre nos da un amparo de intimidades.
La tarde gris —con el cielo casi blanquecino por el horizonte y anubarrado en colores cenicientos, cárdenos, casi negros, justo encima de nuestro balcón— invita a no hacer nada, a sentarse y pensar, a viajar dentro de un libro. Fuera, se oye el lento cántico de la llovizna, que acabará aplastando con su humedad las hojas de los parques: hasta hace unos pocos minutos esas hojas amarillas, esas horas rojas como la sangre vieja de una herida mal curada o como un vino a medio hacer, crujían bajo las botas de los niños que en cuanto han caído las primeras gotas han huido a sus casas como gorriones en desbandada. Un aire leve y empapado agita con delicadeza las copas de los árboles, invitándolos a que se desnuden y ofrezcan al cielo la huesuda coraza de sus ramajes yertos. Noviembre está empeñado en reducir la belleza a su esquema, en adelgazarla de collares y colgantes y sedas y encajes: la belleza, para noviembre, es una línea simple, un verso suelto que condensa todas las potencias de lo hermoso.
También nosotros estamos invitados por noviembre a practicar ese íntimo, personal adelgazamiento, esa reducción del corazón y sus pulsiones al esquema de lo irrenunciable. En noviembre es posible tan sólo apresar la belleza básica y sentir la alegría fundamental, belleza y alegría que son eso, solamente eso, sin más pretensiones, y cuando se quiere ir más allá, cuando se sopla en las velas de la ambición, cuando se quiere hacer de la belleza o de la alegría un instrumento para otras pretensiones, el alma se agota y se siente perdida.
Ahí está noviembre invitándonos a transitar entre el brasero cálido y el parque donde todo parece humillado por el tiempo. ¿Qué no hay alegría en todo esto? Están los árboles preñados de pájaros que disparan trinos azules contra la tarde gris.
(IDEAL, 25 de noviembre de 2011)
5 comentarios:
¡Cada día te pareces más a mi padre!
(Puedes estar seguro de que es un piropo....)
Es una de las pocas veces que no estoy de acuerdo contigo.
Noviembre no me gusta, y mi estado de ánimo está por los suelos y son ya varios Noviembres.
Deseandico, como dirían en nuestro pueblo, estoy de que pase.
Un abrazo.
Monte.
Tiene gracia Manolo, despegando el otro día del aeropuerto y atravesando las nubes de uno de estos días tristes de noviembre, justo por encima, aparece un cielo flamante, azul y un sol espectacular sobre un manto de nubes blancas perfectas, que ni se imagina cuando estás bajo el gris caparazón. Pensé que esta capa gris, que se ve tan fea desde abajo, no nos deja pensar en lo bueno que hay detrás de ella, aunque sepamos que está ahí.
Tenemos que ser más fuertes y no dejarnos llevar por la primera impresión que nos dan las cosas que se nos ponen delante.
Coincido contigo que noviembre también tiene cosas que te animan, hay que saber verlas.
Un saludo,
J.Carlos
Miguel, creo que exageras porque me aprecias demasiado. Ya quisiera yo...
Monte, creo que no te gusta noviembre porque te falta hacer lo que José Carlos, sobrevolar por encima de la belleza gris para descubrir la belleza del cielo despejado.
Saludos a los tres.
Otra pieza literaria excelente, de las que con frecuencia nos regalas, este tu artículo "Días grises". ¡Enhorabuena, Manolo! Y sí, coincido con D. Miguel,literariamente te pareces bastante a nuestro querido "MAESTRO" D. Juan Pasquau, al que yo también admiro, venero y desearía parecerme en "TODO".
Un abrazo.
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