domingo, 31 de enero de 2010

O FIESTA O POLÍTICOS: UNA DE DEMAGOGIA




Ayer, al frescor de unas cervezas, me contaba un amigo que tuvo la curiosidad de asistir al último pleno del Ayuntamiento de Úbeda, celebrado el martes pasado, que en un momento del mismo un concejal de Izquierda Unida tomó la palabra y lanzó un “vibrante” y jaleado discurso. Discurso que se dirigió contra las fiestas y fastos y actos culturales organizados en la ciudad, proponiendo que el dinero de la Feria de San Miguel, los toros, los conciertos y demás se destine a la construcción de una residencia para disminuidos.

¿Es necesaria una residencia para disminuidos? Sin duda: debería darnos vergüenza el trato que estas personas han venido recibiendo por parte del Ayuntamiento, alojados para realizar sus talleres en el antiguo y agrietado Matadero Municipal con más pena que gloria. Pero, ¿la mejora en el trato y los servicios que reciben estas personas tiene que hacerse suprimiendo las fiestas y actos culturales de que disfruta la mayoría de los ubetenses? Es ahí donde radica la cuestión: en que parece que las fiestas son el colmo de todos los males, el vértice de todos los derroches, el summun de todos los despilfarros. ¿El único dinero malgastado por el Ayuntamiento es el destinado a fiestas? ¿El dinero destinado a fiestas es dinero malgastado?

La fiesta, aunque algunos no se lo quieran creer, son consustanciales a las sociedades, a todas las sociedades: no hay una sola sociedad que incluso en los momentos más difíciles no se haya reunido, ayuntado, para conmemorar las fiestas trazadas con tinta roja en el calendario. Los datos ofrecidos en este sentido por la antropología son abrumadores, pero los propios datos de la historia de Úbeda también nos indican que en otras épocas de crisis la gente ha sentido la necesidad de “echar la casa por la ventana” para celebrar, conmemorar, para afirmarse como sociedad. Para espantar –¿no es lícito el esparcimiento ocasional de quienes viven agobiados por los problemas cotidianos?: eso es la fiesta– los agobios y burlar la cruda realidad.

En El sitio de Leningrado Michael Jones cuenta el estreno de la 7ª Sinfonía de Shostakovich, el 9 de agosto de 1942. A esas alturas del sitio alemán, los habitantes de Leningrado habían conocido todos los horrores del hambre, las enfermedades, y decenas de miles habían muerto y habían sido enterrados en fosas comunes o se habían quedado congelados bajo el hielo y la nieve. Mientras, los dirigentes del Partido Comunista y sus familias gozaban de todos los lujos: calefacción, comida abundante y lujosa, champán, cigarros, vodka. En medio de ese caos y esa desesperación, Karl Eliasberg reúne a los pocos músicos de la Orquesta de la Radio de Leningrado que sobreviven y ensayan la Sinfonía. Los músicos están heridos, hambrientos, muchos se desmayan durante los ensayos: pero ahí algo que los impulsa a seguir, y es la convicción de que en la música –un derroche, algo superfluo en una ciudad acosada por la muerte–, en la interpretación de la Sinfonía, en ese acto cultural y casi festivo por lo dilapidador, es posible habilitar un punto de encuentro moral de todas las víctimas de Leningrado. Los supervivientes del sitio han contado la emoción profunda que sintieron aquella tarde, cuando los altavoces de la ciudad y del frente llevaban la música a aquellas gentes famélicas y desesperadas, la capacidad para reafirmarse como unidad, para superar sus miedos y sus angustias personales.

Evidentemente la situación de la Úbeda del siglo XXI no es comparable al Leningrado de los años 40, pero esa anécdota ilustra sobre el valor que incluso en las situaciones más difíciles tienen los gestos que parecen pequeños, tontos, innecesarios, como un concierto, una corrida de toros o una feria con sus carruseles y sus payasos.

¿Es necesario atender mejor a las personas con problemas? Sí. ¿El único dinero derrochado por el Ayuntamiento es el de las fiestas y las culturas y es de la supresión de ese gasto de donde debe salir la cantidad suficiente para atender los “problemas sociales”? No.

La política es marcar prioridades y asignar y gastar en aquello que se considera más prioritario. Para Izquierda Unida es prioritario atender a los disminuidos y cree que para ello hay que pinchar el globo de las fiestas. Pero Izquierda Unida juega con trampa, porque no revisa qué otros gastos tan derrochadores e innecesarios como los de la Feria, o más derrochadores e innecesarios, podría suprimir el Ayuntamiento. O podría, incluso, suprimirlos antes y con menos “coste social”, porque como la Feria va destinada a todos los ubetenses su supresión afectaría potencialmente a todos, pero la supresión de otros gastos sólo afectaría a los pocos destinatarios de los mismos.

Demagogia por demagogia, le propongo un juego a los que tanta inquina le tienen a la política cultural y de festejos que proponen la supresión de su gasto municipal. ¿Qué gasto debe suprimirse antes el de la aportación a la Semana Santa y los Carnavales y el Festival de Música o el de las “indemnizaciones” a los concejales por asistir a comisiones –60 euros, aunque ni hablen ni paulen– o a plenos –120 euros, aunque se dediquen sólo a levantar la mano–, el de la Feria o el de las asignaciones a los grupos municipales, el de las Fiestas del Renacimiento o el sueldo del alcalde y los concejales con responsabilidades? Pero nadie propone suprimir o recortar o ajustar todos esos gastos que, a ojo de buen cubero, deben rondar los 400.000 euros anuales, y que son gastos ciertamente más innecesarios, con menos repercusión social y evidentemente peor vistos por los ciudadanos que los gastos de fiestas y cultura. ¿Qué esta entrada es demagógica? No menos que lo que mi amigo querido me contó del pleno, se lo aseguro.

viernes, 29 de enero de 2010

ESPERANDO




Esperando: así parece que se encuentran la mayoría de los españoles. Esperando a que pase la crisis y haya trabajo para casi todos, esperando que lleguen las elecciones y se puedan ajustar cuentas con esos administradores de la desilusión y la mentira que son los políticos, esperando el cambio para que se aireen las instituciones y cambien las caras ya grises y casposas después de tantos años. Esperando, tal vez, un milagro... que es imposible. Vivimos tan atrapados en las arenas movedizas del desencanto, que la nuestra es una espera sin esperanza. Y así, vivimos esperando algo que no puede llegar, algo que en realidad no existe; nadie va a venir a hacernos un futuro mejor que este presente, porque cada uno estamos a lo nuestro: los políticos a pedirnos el voto y a prometernos el oro y el moro y nosotros a demostrar que somos tontos y a creernos lo que nos dicen.

En el fondo somos conscientes de que esperamos lo imposible y de que lo hacemos ensordecidos por las charangas de lo huero. Y eso se traduce –políticamente hablando– en un supuesto gesto de madurez cívica: somos capaces de ir cambiando nuestro voto en función de las necesidades que detectamos a nuestro alrededor; pero ese gesto supuesto esconde un fondo real de infantilismo ciudadano. Porque lo cierto es que políticamente nos comportamos como niños: estamos hartos de que nos tomen el pelo y actuamos desde el cabreo. Así, la espera del cambio no es más que una larga jornada de reflexión durante la cual meditamos el palo que con nuestra papeleta vamos a darle el día de las elecciones a estos o aquellos. Es injusto culpar a los ciudadanos de este infantilismo político: ¿hasta dónde es lícito pedirle al ciudadano contribuyente que soporte la ineficiencia de los servicios públicos mientras crece el número de los políticos y sus sueldos y prebendas?; ¿hasta qué punto se le puede exigir al ciudadano que siga manteniendo su confianza en unas instituciones zarandeadas y trufadas por los intereses partidistas?; ¿hasta cuándo se le puede solicitar al votante la confianza en unas promesas que nunca se cumplen, en unos programas que siempre se olvidan, en unas personas que sólo muestran su oscura alma cuando se apagan las luces de la campaña electoral y se sientan en sus escaños o poltronas? ¿Somos nosotros los culpables de estar cabreados como niños a los que no les compran un juguete, o los responsables de nuestro monumental enfado, de nuestro radical desengaño, son los políticos que nos han fallado una y otra vez?

El náufrago –lo dice Ovidio– agita sus brazos sobre el frágil tablón, aún cuando no vea tierra alrededor, con la esperanza de que alguna nave lo aviste y lo recoja y lo salve. Nosotros esperamos con los brazos cruzados, abatidos, porque hemos asumido que no hay barcos en el horizonte y porque las islas se las tragaron los maremotos del cálculo político. Y porque tenemos miedo de que el único barco que nos divise sea el de los piratas.

En medio de la tempestad esperamos no sabemos qué, pero no tenemos esperanzas.

(Publicado en Diario IDEAL el día 28 de enero de 2010)

miércoles, 27 de enero de 2010

EL DÍA DE LA MEMORIA






Nunca podré olvidar la tarde en que leí por primera vez Si esto es un hombre de Primo Levi. Yo era estudiante en Granada, el libro me lo había dejado mi amigo Antonio Gaitán, y lo devoré de un tirón, con los ojos rojos y ardientes, hipnotizado por el horror, por la crueldad, por el afán animal de supervivencia. Desde entonces he leído muchos libros sobre el nazismo y sobre el Holocausto, que son los dos temas esenciales del siglo XX: no es posible reflexionar sobre la condición humana sin adentrarse en la barbarie del asesinato en masa e industrializado que imperó en los campos de exterminio, sin pensar en el desprecio por la vida humana de los dirigentes nazis, en su capacidad para no ver el sufrimiento, el dolor, para poder mandar a los niños a las cámaras de gas. Auschwitz personaliza, ejemplifica ese imperio del mal absoluto, de la muerte absoluta, del dolor absoluto que fue el Holocausto: en otros campos fueron asesinadas muchas personas –Treblinka, por ejemplo–, pero ha sido ese campo y su portón de entrada los que han perdurado como memoria visible del crimen más grande jamás perpetrado.

¿Qué significa Auschwitz en la historia y sobre todo en la conciencia de la humanidad? ¿Cómo nos interpela Auschwitz? Adorno dijo que después de Auschwitz no puede haber poesía, y Primo Levi creía que Dios y Auschwitz no podían existir a la vez, y que como el campo y su monumental narración de sufrimiento inimaginable habían existido, Dios, simplemente, no existía. La propia comunidad judía lleva décadas preguntándose dónde estaba Dios mientas su pueblo era transportado en vagones de ganado, mientras su pueblo era seleccionado, mientras su pueblo era animalizado –hace varios años que no he vuelto a leer Si esto es un hombre, pero todavía recuerdo con dolor los pasajes en los que Levi habla del proceso de animalización que las personas sufren desde que llegan a la estación donde están los trenes que las conducen a los campos– y tenía que robar el pan duro de los bolsillos de los muertos para poder sobrevivir, mientras su pueblo moría de diarrea y de hambre, mientras su pueblo era conducido a las cámaras de gas, mientras su pueblo aullaba de terror al sentir el Ziklon B cayendo por las alcachofas de las duchas, mientras su pueblo era metido en hornos crematorios y se escapaba por los tubos convertido en grasa para hacer jabón o por la chimenea convertido en cenizas, en polvo, en nada. El espanto provocado por Auschwitz es tan poderoso, tan totalizador, tan absoluto, la dimensión del crimen es tan inimaginable, las víctimas son tantas y su sufrimiento tan incomprensible, que ni las palabras sirven para nombrarlo, que hasta las palabras pueden ser una forma de traición –nos lo avisa Levi– porque sólo pueden aproximarnos al sufrimiento, nunca mostrárnoslo en toda su dimensión. Porque las palabras nos privan del olor de las heces, del olor de los cuerpos hinchados, del olor de los cuerpos quemados, porque las palabras no traen el frío de la estepa polaca ni la sed ni la angustia por saber –todo estaba ya sabido, en realidad– dónde estaban los seres queridos, las madres, los padres, los hijos, los hermanos, las esposas... Ni mi mujer ni yo podremos olvidar nunca aquella tarde de lluvia de nuestro viaje de novios en que visitamos la Sinagoga Pinkas, en Praga, y quedamos sobrecogidos por los dibujos que los niños habían hecho en los campos de exterminio antes de ser asesinados y por las decenas de miles de nombres de los judíos checoslovacos que fueron víctimas del nacionalsocialismo. Pero aquello eran palabras, al fin y al cabo, que sobrecogen pero marcan distancia, porque –ya lo he dicho– no pueden hacernos sentir todo lo que se sentía dentro de los campos, porque sólo nos permiten sentir una infinita tristeza y una desolación insondable. Hablar del Holocausto y haber sobrevivido a él generaron además una sensación de culpa –los que viven se aprovechan de los más débiles– que Primo Levi no pudo superar y que lo llevo al suicidio.

Lo anterior puede sonar a anécdota, pero no lo es, porque no hay anécdotas en el Holocausto: todo son categorías. Categorías ya eternas, que cada día nos obligan a reflexionar no ya sobre la posibilidad de Auschwitz sino sobre la vigencia del pensamiento que hizo posible el fascismo y sus crímenes: el odio al otro, el señalar a un grupo como culpable de los males, el hacer que el todo pague las faltas de la parte... Eso está ahí, eso no se ha ido nunca de nosotros y cada día convivimos con seres rencorosos o simplemente malos que se comportan así, con esos tics fascistas. Esa es tal vez la única enseñanza de Auschwitz, un fenómeno tan incomprensible: que el mal no es algo ajeno a nosotros, que el mal está siempre como posibilidad que late en nuestro interior, que los que gaseaban y cremaban niños en Auschwitz eran ciudadanos normales, padres de familia ejemplares y esposos tiernos, amantes de la música clásica y de la ópera.

Auschwitz es una sinrazón provocada por la razón desbocada y sin límites, por una soberbia desmedida del hombre que juega a ser dios. Ojalá la vacuna de Auschwitz sirviera al menos para que fuésemos capaces de denunciar a quienes hoy, aquí, a nuestro lado, en los despachos del poder, en la derecha y en la supuesta izquierda, siguen coqueteando con las ideas del fascismo, aún sin ellos saberlo, porque el fascismo en realidad no era una idea sino un comportamiento (in)moral y político orientado hacia el mal, que es causar daño a los otros.

Hoy se cumplen sesenta y cinco años del fin de Auschwitz. Hoy es el Día de la Memoria de las Víctimas del Holocausto. Hoy todos deberíamos encontrar un momento para guardar un silencio respetuoso por los millones de muertos y también para pensar quienes de los que conocemos aventuran el odio y el mal como posibilidad política.

lunes, 25 de enero de 2010

EL SERMÓN DE LAS GUINDAS




Ayer, en la Fiesta de Jesús, el sacerdote Víctor Jesús Hernández Rodríguez (Capellán de la Academia de la Guardia Civil de Baeza) pronunció un importante sermón, cargado de profundas reflexiones. Evidentemente es casi imposible desgranar aquí y todas y cada una de las cosas que dijo. Pero algunas es imprescindible destacarlas.

En primer lugar señaló que muchas veces los cristianos nos preocupamos por las guindas que debe tener la tarta y estamos olvidando como tiene que ser el bizcocho o la nata o la crema. Esta frase de las guindas marca el centro de la homilía: porque las guindas son las cosas que nos preocupan a nosotros, los palios o las andas, las cruces en las escuelas o cómo se contratan los profesores de religión... Pero lo esencial, la sustancia de la tarta, está abandonada, porque esa esencia es el mensaje de Jesús. ¿Cuánto hay vivo del mensaje de Jesús en nosotros, en nuestros comportamientos? ¿Cuánto de guinda hay en nosotros cada vez que nos llamamos cristianos?

Esto lleva a la segunda reflexión que me gustaría destacar: somos los propios cristianos los que alejamos de nosotros a los que dudan, los que provocamos rechazos en mayorías crecientes. Y creo que eso viene dado porque hemos construido un cristianismo de las guindas, a nuestra imagen y semejanza, en función de nuestras comodidades. ¿Por qué alejamos de nosotros a los que dudan? Ayer, Víctor Hernández lo dijo con toda claridad: porque no nos amamos (señaló las diferencias entre iglesias cristianas, las luchas internas, nuestra incapacidad para comportarnos como hermanos incluso con los que tenemos más cerca) y porque no amamos. Y el mensaje del amor –que es compasión con el que sufre, apiadarse del dolorido, socorrer al indefenso, condolerse con la víctima– es esencial en el Evangelio. Sin amor no hay cristianismo, no hay tarta cristiana, aunque haya muchas guindas con almíbar cristianado.

Y en tercer lugar señaló el predicador que, arrogantes, nos hemos apropiado del derecho a determinar quienes son sujetos del mensaje redentor de Cristo y quienes no. Mientras él pronunciaba estas palabras me vino a la cabeza la imagen de la Plaza de San Pedro de Roma, con esos brazos ingentes de la Columnata abriéndose al mundo, a todo el mundo, y pensaba la contradicción que hay entre esa imagen gráfica del amor de Cristo que a todos se dirige y a todos acoge y la actitud de la jerarquía y de determinados grupos de fieles, que excluyen del amor y de la liberación evangélica a los homosexuales, a los divorciados, a los transexuales, a los jóvenes que mantienen relaciones sexuales, a los trabajadores que no se sienten respaldados por la Iglesia en sus problemas cotidianos...

Yo no soy ningún ejemplo de cristiano, y soy un creyente atormentado de dudas. Para mi la fe no es ni un punto de partida ni un punto de llegada, sino un camino por el que transitar con la agonía del que lucha. Mi tambaleante cristianismo se ha hecho de muchas conversaciones en el Campamento de Acción Católica, en el despacho de Manolo Molina, observando el ejemplo de El Viejo, leyendo a Martini o a Casaldáliga, pero también a ateos como Compte-Sponville. Mi cristianismo lucha por aferrarse a las Bienaventuranzas, al Jesús que no coge piedras contra la adúltera pero que despide al joven incapaz de desprenderse de sus riquezas, al Jesús lleno de ternura ante los padecimientos de los marginados, de los oprimidos, de los excluidos: los leprosos, las mujeres, los niños, los cojos, los ciegos, los endemoniados... Y es cierto que a veces me irrito si mi cristianismo no coincide con el cristianismo de los que se supone que saben más que yo de Cristo y del mensaje del Evangelio, pero es que a veces creo que esos que tanto saben y que tanto poder tienen –¡cuánto tiene la Iglesia de poder, cuán poco de poder tenía el mensaje de Cristo, cuánto tiene la Iglesia de política, cuán poco de político tenía el mensaje generoso y poco calculado de Jesús!– pecan contra los débiles, contra los indefensos, y lo hacen de pensamiento, palabra, obra u omisión.

Ayer, sin embargo, mi fe recibió otro balón de oxigeno, porque todavía hay curas que piensan que es posible una Iglesia que no diga no, que abra sus puertas a todos, sin más condición que la de que se ame a los otros y se los respete, como hizo Jesús, que no excluya, ni ponga barreras, ni categorice a los hombres por su condición sexual, su clase o su ideología.

Seguramente esta entrada no da ni una idea aproximada de la riqueza que ayer tuvo el “sermón de las guindas”, pero menos da una piedra. ¿No?

viernes, 22 de enero de 2010

HAITÍ




Los cadáveres de los niños son puras madejas de temblores deshilachados. Es fácil cogerlos por un tobillo y arrojarlos sobre un montón de carne muerta y teñida de blanco por el polvo que asciende desde los escombros. Las imágenes que llegan desde Haití nos transmiten una terrible sensación de orfandad cósmica, esa que sentimos al contemplar –desde el borde de las lágrimas– a los niños sin vida, los cuerpos rotos de los bebés, tan pobres, con tanto sufrimiento padecido en sus escasos años, tan incomprensiblemente arrasados por el terremoto. Pero las imágenes no pueden traernos el crujido de la carne tierna e inocente cuando cae en el duro suelo, abandonada, y es imposible llevar hasta nuestros comedores el olor nauseabundo de la muerte pudriéndose en las esquinas, bajo las chabolas reducidas a nada, si es que todo Haití no era nada desde siempre, sólo miseria, dolor solamente.

Nos cuentan que es urgente socorrer a los niños que han sobrevivido. Nos cuentan que no hay agua para que beban, que falta pan, que los operan en las calles sin anestesiarlos o que recomponen sus huesos rotos con un golpe seco y no siempre certero y que hay que sujetarlos para que no se revuelvan de dolor cuando el bisturí corta su carne o el hombro vuelve a su agujero. Nos cuentan que ya han comenzado a abusar sexualmente de los huérfanos o que los secuestran para venderlos, porque en medio de la tragedia hay quienes sacan provecho, como hay conferencias episcopales que guardan silencio y miran hacia otro lado ante las crueles palabras de los munillas: siempre el ser humano tan vil, tan detestable. Nos cuentan que los bomberos siguen sacando de entre la ruina a niños de dos, cinco, siete años, tan vivos que quieren comerse la vida y un bollo recién hecho, sus caras llenas con esos ojazos acostumbrados al horror: porque uno estaba abrazado a su abuelo sin vida, porque otro apretaba en su mano frágil el dedo putrefacto del hermano muerto que se ha quedado en el fondo del túnel, en la oscura quietud de la muerte. Y no sabemos si esos bomberos –héroes de lo pequeño– son víctimas de alguna crisis espiritual, pero intuimos que ante tanto dolor gratuito les será difícil seguir creyendo en un Dios ciego que no abre los ojos cuando los niños aúllan de dolor o lloran de infinita tristeza, un Dios sordo ante las palabras sin misericordia de un obispo vasco y rouco y ruin al que la lengua tendría que pudrírsele como podrida tiene el alma, y no sabemos si esos bomberos van a misa y comulgan –para satisfacción de los pastores que recuentan ovejas y olvidan sufrimientos– pero lo cierto es que cada vez es más difícil ir a un lugar en el que misma boca herodiana que banaliza el dolor de los inocentes pronuncia las palabras de Jesús.

...Y nos cuentan y no sabemos. Y oímos y no entendemos. Y debemos inventar otra idea del amor, negándonos hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados. Y al final resulta que toda la jodida historia es esto, estos bebés doloridos o muertos, este abandono, el caos y la carroña, esta rabia, esta sed que no es de agua.

(Publicado en Diario IDEAL el día 21 de enero de 2010)

jueves, 21 de enero de 2010

LA AVENTURA DE RECICLAR PAPEL




Parece ser que han terminado las obras de la calle Mesones y del primer tramo de la calle Nueva. Y de igual modo que las obras de la Plaza de Andalucía pusieron fin a los “Carrillos”, estas obras de la calle Mesones han acabado con los contenedores soterrados que hace unos pocos años se instalaron delante del horrible edificio de los sindicatos, al principio de la calle Nueva. Se trataba de dos contenedores de residuos orgánicos y uno para reciclaje de papel. Y ya, como digo, han pasado han mejor vida.

A los vecinos que vivimos por la zona nos han hecho una putada. Tirar la basura, por la noche, sigue siendo relativamente fácil: en la plazoleta de la Cruz de Martos (en lo alto de la calle Don Juan), hay un contenedor para atender a todos los vecinos de la zona, y en lo alto de la calle Alaminos, junto al Registro de la Propiedad, se amontonan cuatro o cinco contenedores. El problema viene cuando uno quiere reciclar papel, si es que quiere reciclar papel. Porque el contenedor más cercano –de los pocos que hay en Úbeda– está en la Explanada, lo que supone que uno tiene que coger sus bolsas cargadas de papel y transponer doscientos o trescientos metros, cuesta arriba, para llegar al contenedor que como siempre estará atiborrado.

Resulta, pues, que yo tengo en mi casa como cinco o seis pesadas bolsas llenas de papeles viejos, periódicos, revistas que no sirven y libros completamente inútiles. Mi opción es tirarlas directamente al contenedor de la basura, que yo ya no estoy para heroísmos ecológicos. Pero mi mujer se empeña en que los tiremos en el contenedor de papel. E insiste en que si para eso hace falta coger el coche, entrar marcha atrás en nuestra calle (otra consecuencia de las obras recién terminadas es que los pocos vecinos de la calle de las Minas que tenemos coche tenemos que entrar marcha atrás hasta nuestras casas, en una calle estrecha y muy transitada, si queremos descargar bultos, cargas papeles o dejar a nuestros hijos cuando llueve), cargue el papel, de una vuelta para llegar al contenedor, aparque en segunda fila vigilando que no vengan los municipales a multarme y tire allí las bolsas de papel. O sea, toda una epopeya para poder hacer algo que hasta hace cinco meses era completamente fácil.

Y no digo que yo que no lleve razón mi mujer, pero sí me pregunto por qué quienes deberían hacer más fáciles las cosas las complican tanto, y porque si los políticos se creen todo eso del ecologismo y del reciclaje y del salvemos el mundo de las garras del cambio climático, no han vuelto a soterrar los contenedores que ya estaban soterrados. Supongo que eso tampoco habría estropeado tanto el dudoso resultado estético de las obras de la calle Mesones y Nueva.

¡Héroes del ecologismo, unios y contaminad con vuestros coches para reciclar papel!

miércoles, 20 de enero de 2010

INVIERNO Y ACEITUNA





El invierno, y su caravana de lluvias, nieves y hielos, su compañía de días oscuros y breves. ¿Por qué tiene mala fama el invierno? ¿Por qué tanta gente espera vivir en una eterna primavera? Creo que ya lo he dicho: ocurre que el invierno nos pone frente a frente con nosotros mismos, y nos da miedo encontrarnos. Porque es a eso a lo que invita el invierno, a buscar, a buscarnos, a encontrar, a encontrarnos. ¿Qué pensar en las tardes de verano, cuando se está deseando salir a la calle y escapar del bochorno de las casas y encontrarse con el bochorno de las plazas? No, para pensar, para pensarse, es necesario el recogimiento, este estar atento a lo que ocurre dentro de nosotros, pero a lo que ocurre de verdad. No a lo que otros quiere que nos ocurra, no a lo que otros hacen ocurrir por nosotros. El invierno nos abre las puertas de lo que somos para que miremos, y cortemos lo podrido y abonemos lo nuevo, como se abona la tierra de los olivares bajo las capas de nieve.

Quería hablar del invierno y veo de pronto los campos de Jaén encharcados por los “temporales” que no cesan. Los campos de olivos cubiertos de nieve o de hielo, en los que la aceituna comienza a resentirse de tanto frío. Quería hablar del invierno y me pongo a hablar de la aceituna, pero estoy seguro de que en algún otro sitio he escrito que yo –que sé lo que es madrugar y pasar frío y estar deseando que llegue la hora de recoger mantones y pesar en las almazaras y llegar a las casas y descansar– no le encuentro ningún lirismo a la recogida de la aceituna, ninguna belleza, porque es una tarea incómoda, dura, desagradecida. Pero una cosa es no hablar de la aceituna y otra no hablar de los problemas que este invierno le está trayendo a la aceituna y a los aceituneros. Pero... ¿sólo el invierno trae problemas para la aceituna?

En el fondo el invierno es inocente: él no puede controlarse, es así, con sus fríos y sus carámbanos y sus heladas y sus charcos, que pudren la aceituna y vacían los tajos. Pero hay peligros más graves para el olivar y los olivareros. No para los grandes terratenientes, no para los que tienen miles y miles de olivas: el peligro lo sufren las cientos de familias jiennenses que tienen cien, trescientas, mil olivas, y que cada año han venido recogiendo la aceituna entre padres, hijos, cuñados, amigos... Ahora que las autoridades andan fritas por machacar a las familias con impuestos, para enjuagar la cara de la crisis, se manda a la Guardia Civil y a la Inspección de Trabajo a los tajos, para que multen a las familias aceituneras, para que persigan como si fuesen delincuentes a los pequeños, claro, a los que complementan su economía con los olivares de escala familiar. Mientras, los grandes olivareros siguen a la sopa boba de la subvención, y se la trae floja que nieve, llueve o dure el invierno hasta el día de San Juan. “En habiendo subvención...”, que diría aquél.

El invierno. El olivar. La aceituna. ¿Mantendrán las putas autoridades su amenaza sobre las familias aceituneras después de la que está cayendo?

(Publicado en Diario IDEAL el día 16 de enero de 2010)

domingo, 10 de enero de 2010

ENTRE LA RETÓRICA Y LA REALIDAD





La dureza de la crisis ha puesto al gobierno de Rodríguez Zapatero entre la espada de una retórica socialdemócrata y la pared de una realidad más propia de los partidos conservadores. La ruptura –el pasado verano– del diálogo social para no ceder a las presiones de la patronal, que considera condición imprescindible para el acuerdo el que los trabajadores adelgacen una parte considerable de su cuerpo de derechos, sirvió para que el gobierno del PSOE iniciará su catarata de declaraciones contra “los poderosos”. De entrada, las declaraciones de los ministros de Rodríguez Zapatero y del propio Presidente se inscribían en la misma línea de denuncia que había inaugurado Barack Obama: es indecente que una crisis objetivamente provocada por los desmanes y las ambiciones de banqueros y empresarios acaben pagándola las clases medias y trabajadoras. Pero el Gobierno de España no ha sabido, no ha querido o no ha podido extraer las consecuencias políticas y legales de esa retórica.

El duro tono empleado por el Gobierno contra la CEOE y sus dirigentes fue seguido por una batería de propuestas de todo tipo: desde ayudas a los parados hasta subidas de impuestos, urgentísimas para paliar el déficit provocado por el loable interés que el Gobierno ha mostrado en proteger mínimamente a los más desfavorecidos pero también, es de justicia resaltarlo, por políticas de tan poco contenido socialdemócrata como la desgravación lineal de 2.500 por nacimiento de hijos o de 400 euros. Y es ahí donde el Gobierno se ha adentrado en un terreno pantanoso, en un laberinto del que difícilmente podía escapar satisfactoriamente. Otro laberinto más que sumar a los que ya han engullido el impulso reformista inicial de Rodríguez Zapatero y para los cuales es difícil encontrar puertas de escape.

Porque todas las propuestas económicas realizadas del verano a esta parte han ido seguidas de una contrapropuesta, de una aclaración o de una puntualización que, en realidad, no han hecho más que acrecentar entre la ciudadanía la sensación de que el Gobierno carece de una hoja de ruta para sacar a España de la crisis. Lo que un martes era prioritario el miércoles era desechado, lo que un lunes contenía la receta milagrosa para compensar el gasto el viernes era pintado de otro color para contentar a otros posibles apoyos. Un día el gobierno se levantaba socialdemócrata para pactar las medidas y los presupuestos con IU o ERC y se acostaba conservador para pactar con CiU o el PNV. Las indecisiones y rectificaciones no pueden ser consideradas como adaptaciones a la realidad, porque la realidad de la crisis no puede cambiar –es imposible que lo haga– en cuestión de horas, días o semanas. Las indecisiones y rectificaciones, sumadas a un optimismo ciego que hablaba de brotes verdes en cuanto el verano rebajaba la lista de parados o al negro panorama que los organismos internacionales dibujan para la economía española, no han hecho más que acrecentar la desorientación de la sociedad, sobre todo de las clases medias y trabajadoras, que finalmente van a acabar siendo las paganas de las medidas presupuestarias ideadas para aliviar el déficit. El aumento de la carga fiscal no se realiza reponiendo el injustamente suprimido impuesto sobre el Patrimonio, por ejemplo, o redefiniendo los tramos del IRPF elevando la carga que soportan las rentas más altas o aumentando de una vez la contribución de las SICAV: se realiza, básicamente, aumentando los impuestos indirectos o la contribución de los pequeños ahorradores, con lo que serán las clases medias y trabajadoras, los dependientes de las rentas del trabajo en cualquier caso, los que soporten el esfuerzo fiscal. La retórica socialdemócrata ha alumbrado una realidad fiscal conservadora que muy difícilmente puede ser enjugada o maquillada con nuevas medidas de la política social. Otra contradicción más que pone de manifiesto que el discurso socialdemócrata ha sido poderoso –para romerías mineras– pero poco operativo, porque no ha sido traducido a políticas tangibles o porque antes al contrario ha cuajado en políticas que contradicen lo dicho. El discurso a favor de una economía de nuevo cuño, que sustituya a la capitalizada por el ladrillo –política impulsada por Aznar y mantenida por Rodríguez Zapatero– choca con la sangrante realidad de la disminución de las partidas destinadas a investigación y desarrollo. ¿Tan tozuda es la realidad que no puede amoldarse al discurso del Gobierno? ¿Tan escuálido está el discurso del Gobierno que carece de capacidad para incidir en la realidad?

Cuando más necesaria es la claridad de ideas, la capacidad de fijar rutas hacia el futuro, cuando más urgente es dejar expeditos los caminos institucionales para desatar los nudos que atenazan el futuro, el país se encuentra atascado en una red de laberintos en los que chocan las retóricas y las realidades. La indefinición de la política económica del gobierno socialista, la sensación generalizada de que la sentencia del Tribunal Constitucional con respecto al Estatuto de Cataluña obedecerá más a intereses y presiones partidistas que a un puro afán de interpretación constitucional, las luchas pueriles entre los partidos para nombrar a una senadora, la incapacidad manifiesta del Partido Popular para articular una alternativa con vocación mayoritaria, preso como anda de una colosal red de corrupción, o el desánimo provocado por los informes del FMI y el Banco Mundial, que alargan el periodo de duración de lo peor de la crisis española, se están traduciendo en una apatía generalizada. La sociedad da síntomas de hartura: en las últimas encuestas, el PSOE pierde votos –pero no tantos: es como si cundiera entre sus votantes aquello del “más vale malo conocido...”–, pero el PP no gana los suficientes. El electorado está levantando un limbo de descontento: comienza a no creerse nada, a no fiarse de nadie. ¿No estará royendo la incapacidad de la clase política las bases éticas de la democracia española? Urge salir de la crisis, que no es sólo económica, que es también institucional y de confianza y de ciudadanía: urge sacar al país de los laberintos en que lo adentraron las arriesgadas apuestas de los unos y los otros. Urge una retórica que de respuestas a la realidad y que no quiera disfrazarla u ocultarla. Urge otra política, otros modos: es necesario que vuelvan a imperar el sentido de Estado, el respeto institucional, la seriedad y la cordura. Porque el temporal no tiene pinta de amainar y la nave hace aguas y está desarbolada.


(Publicado en TEMAS PARA EL DEBATE, Núm. 182, enero de 2010)

viernes, 8 de enero de 2010

LA TERCERA PLAGA





Cuenta el Éxodo que el todopoderoso y cruel y sanguinario Dios de los israelitas envío tres plagas sobre Egipto, padecidas por su pueblo y por los opresores, más otras siete que ya sólo padecieron los egipcios. La tercera de las plagas comunes fue la de los mosquitos, piojos o pulgas: Moisés, siguiendo instrucciones divinas, le ordena a Araón que golpee el polvo con su vara, y el polvo se convierte en una nube de insectos que chupan la sangre. La tercera de la plagas exclusivas de los súbditos del Faraón –sexta de las plagas totales– es la de las úlceras o las llagas: Dios le dice a Moisés que él y Araón cojan cada uno un puñado de cenizas de un horno, lo hacen así y delante de Tutmosis III lanzan las cenizas al cielo, e inmediatamente los cuerpos de los egipcios se llenan de sarpullidos que ni siquiera los hechiceros pueden conjurar.

En su “Estudio 2824, Barómetro de diciembre 2009” el CIS ha comprobado que la clase política es el tercer problema para los españoles: la tercera plaga de España son los políticos y sus incontables prebendas, privilegios, sueldazos y pensionazas, sus incapacidades e ineptitudes, sus trapicheos tan alejados de los problemas de la gente y sus peleas cainitas y vergonzosas. Los españoles creen –creemos– que políticos son una plaga, no sabemos de si de mosquitos o pulgas que chupan la sangre o de úlceras que corroen el cuerpo vivo del país, desangrando ilusiones, esperanzas o sueños colectivos. El dato, sin duda, es demoledor y supone un suspenso sin paliativos desde el último concejal hasta el siempre sonriente Presidente del Gobierno, o sea, un suspensazo para todos aquellos que conforman la casta política.

Ya sé que hay concejales honestos y trabajadores que cumplen su tarea y vuelven a sus ocupaciones cuando dejan el cargo, pero no creo que sean esos los políticos que preocupan a los españoles. Los preocupantes y cabreantes son aquellos –y aquellas– que llevan toda su vida viviendo del cargo –de cualquier cargo: alcaldías, diputaciones, escaños– y que acumulan sueldos de senadores, de cargos partidistas y pensiones por los cargos que antes ocuparon, y todo sin haber tenido que demostrar que son capaces de escribir la o con un canuto. Los que preocupan son los vividores sin oficio pero con mucho beneficio que si abandonasen la poltrona no sabrían hacer nada, porque no han hecho nada en la vida. Pero a mí me preocupa todavía más que ante un dato como éste los políticos no se sientan aludidos, que se hayan hecho los suecos y sigan a lo suyo, lo que no hace sino demostrar la profunda sordera y ceguera en la que están instalados. Si tuvieran decencia –digo, es un decir: si tuvieran– deberían estar muertos de vergüenza: a los españoles que pagamos sus sueldos nos preocupan más los diputados que los asesinos de ETA y le tenemos más miedo a un alcalde que a que nos atraquen en la calle.

Dan pena estos políticos, pero más pena damos los españoles: ¿de verdad nos merecemos esta plaga? ¡Ay cielos!, ¿qué delitos cometimos contra vosotros naciendo?

(Publicado en Diario IDEAL el día 7 de enero de 2009)

lunes, 4 de enero de 2010

FELIZ BEYONCÉ, DIGO FELIZ 2010





Parece que la última entrada de 2009 ha pecado de un exceso de tristreza y ha dejado “tocados” a algunos amigos, entre ellos a Juan. Y como no es plan de amargarle a nadie el año nuevo, y como hoy es mi cumpleaños y me apetece regalarme algo, y como me apetece también regalarle algo a mis amigos, y como ayer –entre cerveza y cerveza– todos coincidimos en que Beyoncé es un estupendo regalo, al menos para la vista, pues ahí va uno de los vídeos de la susodicha y estupenda mujer, como regalo para el año que comienza y como disculpa pública por la tristeza de lo que “decíamos ayer”.

Ah, se me olvidaba: FELIZ 2010 A TODOS LOS QUE PASAN POR ESTE CAMINO.