domingo, 10 de enero de 2010

ENTRE LA RETÓRICA Y LA REALIDAD





La dureza de la crisis ha puesto al gobierno de Rodríguez Zapatero entre la espada de una retórica socialdemócrata y la pared de una realidad más propia de los partidos conservadores. La ruptura –el pasado verano– del diálogo social para no ceder a las presiones de la patronal, que considera condición imprescindible para el acuerdo el que los trabajadores adelgacen una parte considerable de su cuerpo de derechos, sirvió para que el gobierno del PSOE iniciará su catarata de declaraciones contra “los poderosos”. De entrada, las declaraciones de los ministros de Rodríguez Zapatero y del propio Presidente se inscribían en la misma línea de denuncia que había inaugurado Barack Obama: es indecente que una crisis objetivamente provocada por los desmanes y las ambiciones de banqueros y empresarios acaben pagándola las clases medias y trabajadoras. Pero el Gobierno de España no ha sabido, no ha querido o no ha podido extraer las consecuencias políticas y legales de esa retórica.

El duro tono empleado por el Gobierno contra la CEOE y sus dirigentes fue seguido por una batería de propuestas de todo tipo: desde ayudas a los parados hasta subidas de impuestos, urgentísimas para paliar el déficit provocado por el loable interés que el Gobierno ha mostrado en proteger mínimamente a los más desfavorecidos pero también, es de justicia resaltarlo, por políticas de tan poco contenido socialdemócrata como la desgravación lineal de 2.500 por nacimiento de hijos o de 400 euros. Y es ahí donde el Gobierno se ha adentrado en un terreno pantanoso, en un laberinto del que difícilmente podía escapar satisfactoriamente. Otro laberinto más que sumar a los que ya han engullido el impulso reformista inicial de Rodríguez Zapatero y para los cuales es difícil encontrar puertas de escape.

Porque todas las propuestas económicas realizadas del verano a esta parte han ido seguidas de una contrapropuesta, de una aclaración o de una puntualización que, en realidad, no han hecho más que acrecentar entre la ciudadanía la sensación de que el Gobierno carece de una hoja de ruta para sacar a España de la crisis. Lo que un martes era prioritario el miércoles era desechado, lo que un lunes contenía la receta milagrosa para compensar el gasto el viernes era pintado de otro color para contentar a otros posibles apoyos. Un día el gobierno se levantaba socialdemócrata para pactar las medidas y los presupuestos con IU o ERC y se acostaba conservador para pactar con CiU o el PNV. Las indecisiones y rectificaciones no pueden ser consideradas como adaptaciones a la realidad, porque la realidad de la crisis no puede cambiar –es imposible que lo haga– en cuestión de horas, días o semanas. Las indecisiones y rectificaciones, sumadas a un optimismo ciego que hablaba de brotes verdes en cuanto el verano rebajaba la lista de parados o al negro panorama que los organismos internacionales dibujan para la economía española, no han hecho más que acrecentar la desorientación de la sociedad, sobre todo de las clases medias y trabajadoras, que finalmente van a acabar siendo las paganas de las medidas presupuestarias ideadas para aliviar el déficit. El aumento de la carga fiscal no se realiza reponiendo el injustamente suprimido impuesto sobre el Patrimonio, por ejemplo, o redefiniendo los tramos del IRPF elevando la carga que soportan las rentas más altas o aumentando de una vez la contribución de las SICAV: se realiza, básicamente, aumentando los impuestos indirectos o la contribución de los pequeños ahorradores, con lo que serán las clases medias y trabajadoras, los dependientes de las rentas del trabajo en cualquier caso, los que soporten el esfuerzo fiscal. La retórica socialdemócrata ha alumbrado una realidad fiscal conservadora que muy difícilmente puede ser enjugada o maquillada con nuevas medidas de la política social. Otra contradicción más que pone de manifiesto que el discurso socialdemócrata ha sido poderoso –para romerías mineras– pero poco operativo, porque no ha sido traducido a políticas tangibles o porque antes al contrario ha cuajado en políticas que contradicen lo dicho. El discurso a favor de una economía de nuevo cuño, que sustituya a la capitalizada por el ladrillo –política impulsada por Aznar y mantenida por Rodríguez Zapatero– choca con la sangrante realidad de la disminución de las partidas destinadas a investigación y desarrollo. ¿Tan tozuda es la realidad que no puede amoldarse al discurso del Gobierno? ¿Tan escuálido está el discurso del Gobierno que carece de capacidad para incidir en la realidad?

Cuando más necesaria es la claridad de ideas, la capacidad de fijar rutas hacia el futuro, cuando más urgente es dejar expeditos los caminos institucionales para desatar los nudos que atenazan el futuro, el país se encuentra atascado en una red de laberintos en los que chocan las retóricas y las realidades. La indefinición de la política económica del gobierno socialista, la sensación generalizada de que la sentencia del Tribunal Constitucional con respecto al Estatuto de Cataluña obedecerá más a intereses y presiones partidistas que a un puro afán de interpretación constitucional, las luchas pueriles entre los partidos para nombrar a una senadora, la incapacidad manifiesta del Partido Popular para articular una alternativa con vocación mayoritaria, preso como anda de una colosal red de corrupción, o el desánimo provocado por los informes del FMI y el Banco Mundial, que alargan el periodo de duración de lo peor de la crisis española, se están traduciendo en una apatía generalizada. La sociedad da síntomas de hartura: en las últimas encuestas, el PSOE pierde votos –pero no tantos: es como si cundiera entre sus votantes aquello del “más vale malo conocido...”–, pero el PP no gana los suficientes. El electorado está levantando un limbo de descontento: comienza a no creerse nada, a no fiarse de nadie. ¿No estará royendo la incapacidad de la clase política las bases éticas de la democracia española? Urge salir de la crisis, que no es sólo económica, que es también institucional y de confianza y de ciudadanía: urge sacar al país de los laberintos en que lo adentraron las arriesgadas apuestas de los unos y los otros. Urge una retórica que de respuestas a la realidad y que no quiera disfrazarla u ocultarla. Urge otra política, otros modos: es necesario que vuelvan a imperar el sentido de Estado, el respeto institucional, la seriedad y la cordura. Porque el temporal no tiene pinta de amainar y la nave hace aguas y está desarbolada.


(Publicado en TEMAS PARA EL DEBATE, Núm. 182, enero de 2010)

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