Stephen Hawking ha avisado de los graves riesgos que para los terrícolas supondría el contacto con los más que probables habitantes de otros planetas. El lúcido inglés –no sabemos si utilizando para ello una proyección científica o el simple sentido común– concluye que en cuanto se enteren de que existimos, esos extraterrestres vendrán a la Tierra a apropiarse de todo cuanto necesiten para sobrevivir. Hawking, viendo que los humanos somos esencialmente malvados y estúpidos, piensa que necesariamente toda vida inteligente es mala y estúpida, y que por ello cualquier contacto interplanetario sería un mal negocio para nosotros... salvo –pienso yo– que los visitantes embarcasen en sus naves nodrizas a políticos, banqueros, terroristas, empresarios y demás señoritingos y los cocieran y picaran para hacer chopped, liberándonos de la carga que suponen.
La profecía de Hawking inquieta. No porque en un futuro próximo asistamos a esa invasión de lagartos intergalácticos que aventura, sino porque sus conclusiones sobre la condición misma de la vida son terribles. Pero, ¿no lleva razón? ¿Qué argumentos nos ofrece nuestra experiencia para confiar en que otros seres se guíen por esos principios –la bondad, el amor, la honestidad, la sinceridad, la compasión– que nosotros hemos puesto en el frontispicio de nuestras sociedades pero que cada día violamos y despreciamos? El mal es una realidad incontestable y –si me apuran– indestructible: sagaz, hábil, el mal sabe adaptarse a cada circunstancia, a cada momento, y encuentra siempre un argumento para disfrazarse o justificarse, para reírse y maltratar a quienes pese a todo se empeñan en ejercitar el bien. Por eso es sensata la llamada a desconfiar de arribadas extraterrestres: los que vengan pueden ser infinitamente peores que nosotros, lo que ya sería ser malvados. (No obstante, no hay que descartar que los pobres extraterrestres vinieran a por lana y acabaran trasquilados, o sea, que vinieran a llevarse corderos y espinacas y agua fresca y terminaran engañados, expuestos en circos, diseccionados, experimentados, torturados o asesinados, que en esos menesteres será difícil ganarnos a los humanos.)
Esa visión de la realidad extraterrena parte de una concepción hobbesiana de nuestro mundo: «homo homini lupus», luego el conocimiento del otro, la mezcolanza, el mestizaje entre humanos y marcianos, no es más que una amenaza, una invitación a prepararnos para una batalla de dimensiones colosales, para una verdadera «guerra de las galaxias». El pesimismo cósmico de Hawking esconde un miedo terrible a la condición de la existencia: existimos en el mal y para el mal. El dolor, la humillación, la muerte, la tragedia, son el revestimiento último de la vida, que es una lucha constante, un desafío permanente. Una eterna desconfianza en los demás.
La realidad de nuestro mundo –los niños hambrientos y violados y prostituidos, los esclavos, las mujeres machacadas por las religiones y por los maridos, la soberbia de los poderosos, el egoísmo infame de todos– no invita a confiar en que otros puedan ser mejores. Si nosotros somos tan malos, ¿cómo esperar que exista el bien sin condiciones en algún lugar del universo? Duele el aviso de Hawking, pero es porque lleva razón.
(Publicado en Diario IDEAL el 29 de abril de 2010)
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