La televisión y los políticos han fijado el canon del «correcto andalucismo» y han creado un tipo estándar de romería andaluza, de romería «grande». Romerías para las que se necesita una impedimenta tan voluminosa como su pretensión: el caballo y la carroza, el traje campero o de faralaes –según se sea romero o romera–, el sombrero de ala ancha o la peineta, el tamboril y la flauta y la guitarra, la voz de chillete para cantar salves rocieras, las botas camperas para hincharse de andar con elegancia, el botiquín para reparar rozaduras y quemaduras del sol y escoceduras de tanto polvo en tan largo camino... En estas romerías –pienso yo– puede que haya muchos miles de romeros que consideren que no es necesario acercarse a ver a la Virgen a la que se dice homenajear, porque cuando se llega al pasto en el que se celebra la romería... ¿qué tiempo queda para ir a ver a la Virgen si hay que consumir vino de Jerez, jamón de Jabugo, gamba de Huelva, si hay que cantar y bailar y palmotear, si hay que ligarse y ventilarse a la pija que duerme en el piso de arriba de la casa de hermandad...? La Virgen, ahí, se pierde entre el barullo de la multitud y el significado religioso o sentimental de la romería se escamotea y la diversión tiene que pelear con cien mil inconvenientes, penalidades y sufrimientos. No creo que me gustasen esas romerías en las que, cada año, se trabaja para conseguir batir un récord de romeros. Mi corazón, qué se le va a hacer, no soporta ya tanto fervor ni tantas apreturas ni tantas penurias, porque necesita recogerse para ensancharse.
Y es que es así como me siento –recogido en una íntima celda luminosa abierta a los prados de la vida– en la madrugada de la romería de Úbeda, cuando un grupo escaso de romeros caminan hacia el Gavellar en las horas tibias de la madrugada, cuando al llegar a lo alto de la cuesta de Guadalupe la luna resplandece sobre los olivos y sobre los trigales y sobre los montes del Guadalimar. En ese momento, el corazón alienta un fervor antiguo, y dentro de él se establece no sabemos qué conexión con los siglos acabados. Porque la madrugada –como ya hiciera en la hora morada del Viernes Santo– ha vuelto a suspender en un instante mágico toda pulsión del tiempo y los romeros de la Virgen de Guadalupe se sienten –nos sentimos– apresados por ese murmullo emocionado de las generaciones que nos antecedieron y que parecen estar a nuestro lado, bajando con nosotros por entre las torrenteras y las olivas jóvenes camino del Santuario de Guadalupe. En el fondo –en su fondo–, el alma reparada por el sosiego de la noche siente que le cosquillea una felicidad, una esperanza, y sabe que entre las viejas piedras del Santuario espera la Virgen rodeada de espigas y de rosas blancas, como siempre esperó a nuestros padres y a nuestros abuelos, con su infinita paciencia de oidora de penas y alegrías, de súplicas, de agradecimientos. El viaje es corto sobre los caminos de los mapas –ocho kilómetros de Úbeda al Gavellar–, pero es largo e intenso en el interior de cada romero, porque ese viaje hacia el fondo personal se sustenta en los recuerdos, en el esfuerzo de subir la urna gótica con la Virgen chiquitilla por la cuesta arriba, camino de Santa Eulalia. El viaje hacia lo mejor de nosotros que cada año nos ofrece la Romería de la Virgen de Guadalupe es, sobre todo, una radiante oportunidad para ser felices.
Se es feliz porque no hay una multitud que te atosigue y te impida bucear en el fondo de lo que eres ni encontrarte con eso radiante donde alumbran las esperanzas mejores de tu vida. Se es feliz porque el esfuerzo es el justo para permitir –ya en la aldea– el caminar de un lado a otro: de las «gachasmigas» de Pepe Robles y los porrones de los Costaleros a la cerveza fría con habas y ochíos; el caminar encontrando a conocidos y ensanchando los lazos con los amigos –Alfonso, Paco, Pepe, y el otro Pepe: que parecen más amigos ese día de romería–; el caminar sin prisas por la aldea, riendo, recordando, discutiendo, mientras llega la media tarde y entonces hay que coger a la Virgen y partir hacia Úbeda; el andar bajo el sol de la primavera por la carretera, y el estremecerse con el recuerdo de los que quisimos y ya no están cuando la Virgen se para en el cementerio y el Padrenuestro se eleva como una comunión de ubetenses de todos los tiempos; el entrar en Úbeda bajo los chopos relucientes, de la mano de la mujer a la que se quiere, y sentir que ya ha llegado la Virgen, un año más, sin multitudes, sin agobios, sin cargas pesadas... con un rosario de felicidades y añoranzas, con una melancolía íntima y una alegría que se nos nota en la cara o en las lágrimas esbozadas en la punta de los ojos cuando, ya en la Torrenueva, un pueblo expectante y respetuoso espera a su Patrona.
...Romería de la Virgen de Guadalupe, que no aparece en las guías turísticas ni desborda fronteras, pero que vuelve cada año con los vencejos de mayo para hacernos más felices. Romería en Úbeda. Cohetes. Madrugada. Pañuelos verdes. Amigos. Vino. Amores. Risas. Recuerdos. Romería íntima para ser felices.
(Publicado en IDEAL en el día de hoy, Romería de la Virgen de Guadalupe)
4 comentarios:
Magnífica crónica sentimental de la romería, Manolo. Nunca he sido muy "romero", ni siquiera en Ubeda, pero has conseguido que sospeche que también en esto hay una comunidad de sentimientos, de vivos y de muertos, de pueblo, de la que formo parte sin saberlo. Gracias.
Miguel Pasquau.
Como cada año, este ha vuelto a ser un placer comportir contigo todos estos sentimientos en nuestra romería. Y espero que sea así durante muchos más.
Pepe
Miguel, yo tampoco había sido nunca muy romero, hasta que hace cuatro años comencé a ir con mis amigos "a por la Virgen". Te aseguro que es una de las experiencias más plenas de cada año. El día, pese al madrugón y la caminata, es agradabilísimo, entre amigos y encontrándose a personas a las que se quiere. Y hay momentos (al bajar la cuesta de madrugada, al llegar y ver a la Virgen y al subirla hasta Santa Eulalia, al rezar por los muertos y al entrar a Úbeda) en los que uno siente plenamente viva y vigente esa comunidad de sentimientos. A tí y a Nicolás sé que os gustaría compartir esta experiencia, que es como una droga, porque se prueba una vez y ya no se puede dejar. Y sé lo que digo, porque os emocionáis, como yo, al amanecer del Viernes Santo delante de la Consolada o en la tarde de ese día en San Millán. ¿Si yo me emociono con esa misma emoción el día de la Romería, por qué no vosotros? Os animo a que un año os vengáis, y que seáis romeros. Seguro que "os gusta".
Un saludo.
Pepe, yo también espero que juntos podamos seguir compartiendo muchos años los sentimientos de la romería. Ese día creo que soy más amigo de mis amigos, no sé por qué.
Abrazos.
As retratado fielmente, creo yo nuestra Romería, aunque personalmente nunca la he hecho, si que he ido alguna vez a llevarla.
Ahora, creo que te excedes un poco en la crítica a otras Romerías, porque si bien es cierto que la masificación la popularidad y el glamur, les quita esa "intimidad" que tiene la nuestra, también es cierto que en cada sitio se tienen que conformar con lo que tienen, y si por la circunstancia que sea a esas Romerías va más gente, como le dices tú a cualquier romero del sitio que sea que su Romería es un disloque y un zafarrancho inaguantable y que mejor que no valla.
Yo te aseguro que para cada uno/a, su Romería es la mejor del mundo y no la cambiaría por ninguna.
Pues eso es lo que nos pasa a nosotros, que para Nosotros la Nuestra es la Mejor.
Un saludo.
Lorenzo Molina
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