Creo que tardará mucho en desvanecerse de la memoria el recuerdo del pasado Viernes Santo, uno de los más esplendorosos que se recuerdan. El Viernes Santo es un día grande –el día grande de Úbeda– y eso se pudo comprobar en las emociones convocadas por tantos momentos casi mágicos: la salida de Jesús y su congregación de nostalgias y de muertos, el Señor de la Caída con su manto rojo y su procesión elegantísima, las ríos de gente por todas las calles del centro –literalmente tomado por una masa incontable– tras la salida de la Expiración, la añoranza extraña que se siente cuando se contempla a la Virgen de la Soledad camino de San Millán, ya en la noche alta del Sábado Santo... Pero si yo tengo que quedarme con cosas concretas del Viernes Santo de 2010 me quedo con tres cosas: la luz preciosa que hubo hasta media mañana, sobre todo cuando salió la Caída y se encerró Jesús, ese momento en el que la Plaza de Santa María reverberaba más bella que nunca; el poder acompañar a la Virgen de la Soledad desde la Cruz de Hierro hasta San Millán y esa luna velada de nubes sobre el torreón del Losal; y sobre todo, el haber podido llevar a Manuel de la mano en la procesión de Jesús. Ese ha sido el momento más intenso de mi Semana Santa, el más emocionante y –por qué no decirlo– el que más me ha llenado de satisfacción: mi amigo Pepe Navarrete dice que por pocas tienen que abrir la otra puerta de Santa María para que yo pudiese caber.
Al llevar a Manuel de la mano en la procesión, delante de la campanilla y del Pendón, sentía esa sensación de que la Semana Santa sirve sobre todo para recordarnos que somos parte de una cadena, un eslabón de generaciones cofrades que se van pasando las unas a las otras las mejores emociones de sus corazones. Este año he llevado yo a Manuel por los caminos de la mañana del Viernes Santo... ojalá él, algún año, cuando yo no esté, sienta ese hormigueo en la sangre que hace que estén presentes en la procesión del Señor de Úbeda todos los nuestros que se fueron vestidos de morado. En realidad lo que más emociona al ver a los niños, tan pequeños y tan temprano, vestidos de hermanos de Jesús es el saber que sus túnicas vienen de muchos siglos atrás y tienen vocación de seguir muchas generaciones por delante: al ver a Manuel, o a Jesús, o a Carmen, vestidos de morado uno sabe que está limitado por el tiempo y que permanece en la conciencia que los que se quedan tienen de él. Pero no me quejo más, que luego mi amigo Alberto dice que este es un “blog plañidera”...
Y es que sea cómo sea, sean cuáles sean las tristezas y nostalgias que el Viernes Santo lleno de luz levantó en nosotros, lo cierto es que Manuel nos hizo felices a los que lo queremos, con su pequeña túnica morada abriendo la procesión de Jesús Nazareno.
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