Tiene el tiempo sus remansos, como un río que se agota. A veces el tiempo nos brinda un sosiego, una paz para el alma, nos ofrece un sedante para nuestra angustia de seres abocados a la muerte. Y entonces, en esos abrevaderos de eternidades, cada hora trae su armoniosa lección, y cada hora ofrece su pálpito de permanencias. ¿No es ahí cuando podemos hilar –en el fondo reluciente de nuestra alma– un recuerdo de la niñez o cuando podemos rescatar un retazo vago de las edades sin dirección del joven que fuimos? Necesitamos de esos remansos, necesitamos esos oasis de eternidades en medio de la velocidad imparable del tiempo: necesitamos que se pare el reloj sobre los horizontes limpios de la primavera para poder encontrarnos con nosotros, con lo mejor de nosotros. Nuestro yo nos necesita y necesita que acudamos a él, a mimarlo, a podarle las excrecencias con que lo ha aderezado la edad: nuestro yo necesita un instante en el que poder charlar, de amigo a amigo, con nosotros; tiene nuestro fondo último que contarnos sus deseos y sus anhelos, tiene que musicarnos sus recuerdos. (Pero estamos huérfanos de yo, como estamos abandonados de silencios, deshabitados de ansias trascendentes.)
La Semana Santa juega ese papel básico de abrevadero de las vidas y es parada y fonda para la flecha lanzada en pos del olvido sin aurora que somos. Por eso, en las horas de la Semana Santa –las horas mágicas de la tarde, con el sol poniente reluciendo en las corazas de los romanos; la hora suspendida del Jueves Santo, inquieta entre el pálpito de desconsuelo y su añoranza de fecundas oscuridades– sentimos que el yo nos rebosa, que nos apresa, que nos habla poderosísimamente en una lengua plagada de melancolías que nos devuelven todas las vidas que ya hemos vivido. La Semana Santa nos alancea con una tristeza palpitante de vivencias, nos aventa con una brisa que cuaja en la sangre un rocío de ayeres desmayados.
Cada hora tiene su discurso de añoranzas y en cada hora de la Semana Santa se nos hacen presentes “aquellos que nos han dejado” y que, según San Agustín, “no están ausentes sino invisibles”. La hora serena, recatada de la tradición nos encadena con ellos, aúna los yos de los muertos y los vivos para conformar un nosotros singular y tembloroso: a las siete de la mañana del Viernes Santo –cuando “sale Jesús” a los sones delicados del “Miserere”– o en la cadencia última de la tarde, en la tristeza profunda de la tarde pálida –cuando el “Stabat Mater” eleva una salmodia vieja de congojas por sobre los tejados de San Millán– sentimos que se quiebra la línea del tiempo dentro de nosotros. Sentimos que hemos llegado a la fonda deseada y que está dispuesto el hogar para que el alma se piense y se sienta, y para que se sepa unida a los que le dieron en herencia no sabemos qué emociones trémulas de violetas recién segadas.
(Hoy es Viernes Santo. El día de las horas emocionadas. El día de las horas temblorosas de recuerdos... Ha salido Jesús Nazareno. En la Plaza de Santa María estaban la música y la tristeza. En los balcones de la eternidad, nuestros muertos vivían su hora principal. Tenían “sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas”. La gloria y las lágrimas: la hora nazarena de la tradición mejor.)
(Publicado hoy, día de Viernes Santo, en diario IDEAL)
3 comentarios:
Me ha encantado. Felicidades
Es magnífico. Ojalá pronto puedas deleitarnos con un Pregón de Semana Santa. Enhorabuena.
"Sentimos que hemos llegado a la fonda deseada y que está dispuesto el hogar para que el alma se piense y se sienta, y para que se sepa unida a los que le dieron en herencia no sabemos qué emociones trémulas de violetas recién segadas." Esta frase justifica toda tu teoría de la Semana Santa. Realmente extraordinario este artículo, de lo que mejor que has escrito. Felicidades.
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