¿Qué es el cava? Alguien responderá que un vino chispeante que se bebe en Navidad y en las bodas. Pero no, no es eso… o no es solamente eso: yo descubrí el cava –la honda significación del cava– en Cubellas (Barcelona). Era un sábado de agosto y con nubes marinas. Era una vieja taberna adornada de barriles desde los que directamente te servían el cava, acompañado de berberechos. (Donde en Andalucía se sirve cerveza o en Burgos vermut, en los pueblecitos de Cataluña –ese país entre las sierras y la mar– sirven cava.) Hasta entonces, el cava no había sido para mí más que un acompañamiento –exquisito acompañamiento– para los postres. Algo fugitivo, fugaz, de lo que se disfruta unas pocas veces al año. Y sin embargo aquel mediodía descubrí que el cava es más, mucho más.
Primero, el cava es algo que supera las burbujas y el frío que elevan su oración cuando la copa se llena: el cava no es la fiesta ocasional, porque no es de lo que acaba sino de lo que queda. Por eso no es el fuego de artificio de la botella al descorcharse: el cava es la uva que mama tierra y frío y los amasa en su interior, en hermandad de plenitudes; el cava es la tramontana de marzo y el calor de julio, la lluvia mansa y la botella verde. Y luego, el cava es un silencio que reposa en el roble –la tierra oscura que a lo oscuro vuelve–, donde la uva se hace llama y claridad para, ya al final y como en milagro bíblico, hacer que surja el oro. Porque pocos líquidos pueden evocar con la fuerza del cava la brillante mineralidad del oro.
Pero el cava –proyecto de tierra convertido en sol– es también la imagen de lo que somos. O de lo que soñamos ser, que la vida es una reconstrucción de los futuros que nunca viviremos. Porque el cava anuncia las espumas del mar. Y los atardeceres de verano sobre las mieses recogidas. O la risa del niño. O –ya vacía la copa sobre los manteles arrugados– la desolación del viejo en la feria acabada de la vida. Hay quienes dicen que leen el futuro en los posos del café. Nunca me he creído esas tonterías, pero soy creyente de la hondura poética que en el cava se guarda. Tal vez esto sea otra idiotez, un invento paranoico de poeta fracasado. Pudiera ser: pero nadie podrá convencerme de que no puede leerse la vida en cada copa de cava, que no se parece a la que antes bebimos y que será distinta a la que bebamos después. Y la vida es eso, una sucesión de diferencias.
Fuera de Cataluña no nos acercamos al cava con la asiduidad que debiéramos. Y eso empequeñece los horizontes de nuestra felicidad y de nuestras añoranzas. Ahora, la Navidad vuelve a brindarnos la oportunidad de llenar la copa y vaciar la risa y contagiar la charla. Y mirando el cava en la copa –reposado y frío– sabremos que lo nuestro es pasar. Como pasa la efervescencia de este vino exquisito y elegante que nos hace más felices: no porque se suba a la cabeza, sino porque llena el corazón. Si es que no nació del mismo corazón mineral del que descienden los átomos en los que somos vivos.
Primero, el cava es algo que supera las burbujas y el frío que elevan su oración cuando la copa se llena: el cava no es la fiesta ocasional, porque no es de lo que acaba sino de lo que queda. Por eso no es el fuego de artificio de la botella al descorcharse: el cava es la uva que mama tierra y frío y los amasa en su interior, en hermandad de plenitudes; el cava es la tramontana de marzo y el calor de julio, la lluvia mansa y la botella verde. Y luego, el cava es un silencio que reposa en el roble –la tierra oscura que a lo oscuro vuelve–, donde la uva se hace llama y claridad para, ya al final y como en milagro bíblico, hacer que surja el oro. Porque pocos líquidos pueden evocar con la fuerza del cava la brillante mineralidad del oro.
Pero el cava –proyecto de tierra convertido en sol– es también la imagen de lo que somos. O de lo que soñamos ser, que la vida es una reconstrucción de los futuros que nunca viviremos. Porque el cava anuncia las espumas del mar. Y los atardeceres de verano sobre las mieses recogidas. O la risa del niño. O –ya vacía la copa sobre los manteles arrugados– la desolación del viejo en la feria acabada de la vida. Hay quienes dicen que leen el futuro en los posos del café. Nunca me he creído esas tonterías, pero soy creyente de la hondura poética que en el cava se guarda. Tal vez esto sea otra idiotez, un invento paranoico de poeta fracasado. Pudiera ser: pero nadie podrá convencerme de que no puede leerse la vida en cada copa de cava, que no se parece a la que antes bebimos y que será distinta a la que bebamos después. Y la vida es eso, una sucesión de diferencias.
Fuera de Cataluña no nos acercamos al cava con la asiduidad que debiéramos. Y eso empequeñece los horizontes de nuestra felicidad y de nuestras añoranzas. Ahora, la Navidad vuelve a brindarnos la oportunidad de llenar la copa y vaciar la risa y contagiar la charla. Y mirando el cava en la copa –reposado y frío– sabremos que lo nuestro es pasar. Como pasa la efervescencia de este vino exquisito y elegante que nos hace más felices: no porque se suba a la cabeza, sino porque llena el corazón. Si es que no nació del mismo corazón mineral del que descienden los átomos en los que somos vivos.
(Publicado en Diario IDEAL el 27 de diciembre de 2007)
1 comentario:
lo empequeñece el iva que conlleva cada botella
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