–Hallazgo bibliográfico al modo de Borges–
Por privilegio de la amistad que compartimos con el archivero de Úbeda hemos podido consultar los documentos que aparecieron, recientemente, en una chimenea tabicada del Palacio de las Cadenas. Entre ellos, hemos encontrado una joya bibliográfica: un pequeño libro, de apenas un centenar de páginas, en el que se describe nuestra ciudad tal y como era allá por los albores del siglo XVIII. Está escrito por Egbert La Rivière, militar francés, de Alsacia y de madre alemana, que debió llegar a Úbeda con alguna brigada francesa del ejército leal a Felipe V. Fue editado en 1719 en la famosa librería fundada en 1530 por Reich Schmelke y estaba situada en una de las casas aledañas a la sinagoga Maisel, de Praga. En ella se editaron durante siglos –hasta su destrucción por los nazis– algunos de los libros más fascinantes de la historia de la literatura europea, muchos de ellos olvidados hoy, injustamente.
Desconocemos la relación que La Rivière pudo tener con la comunidad judía de Praga, pero, por los datos que hemos podido recopilar, nos parece que tuvo acceso a los archivos sefardíes que el rabino Löw se trajo de su viaje a Polonia en 1550. En cualquier caso es innegable el valor de la obra del capitán francés, pues es de las pocas que nos describen una Úbeda aún intacta. Por ejemplo, los apuntes que realiza sobre la colegiata de Santa María son valiosísimos, aunque muchos nos tememos que tras la destrucción del templo en 1986, a manos de Isicio Ruiz Albusac, La Riviére tendría hoy que plegarse a la evidencia de que nada queda del templo que el conoció. Sí podría reconocer la capilla de El Salvador, que por suerte no ha sufrido la destrucción de la historia o la indiferencia de los hombres con la misma intensidad que el resto de los grandes edificios de Úbeda.
Por las notas aparecidas en su libro sabemos que en ella encontró lo que lo impulsó a viajar a España: creo que su alistamiento en el ejército borbónico estuvo guiado por el sólo interés de visitar el mayor número posible de ciudades españolas, especialmente andaluzas, para encontrar esa joya que describían los archivos sefardíes de Praga. Concretamente en el rollo núm. XXVIII del gran rabino de Bohemia Isaac Bouganim se describía la salida, en agosto de 1492, de la comunidad judía de una ciudad española, sin determinar el nombre para proteger a los que allí se habían quedado amparados en secreto por una importante familia. Según cuenta el militar alsaciano, aquellos sabios judíos le enseñaron a un maestro cantero el secreto de la interpretación de la simbología clásica y las claves para construir una puerta de igual hechura a la que Jehová levantó cuando expulsó a Adán y Eva del Paraíso. Y aquella puerta se había construido en la iglesia de un lugar apartado y sin que nadie, salvo el arquitecto amigo de los hebreos y la propia comunidad judía, conociesen la milagrosa simbología de la obra.
Suponemos que un aventurero como La Rivière vio en la guerra de Sucesión una oportunidad extraordinaria para poder recorrer España buscando esa puerta misteriosa. Desanimado ya y pensando que se había dejado embaucar por patrañas de viejos rabinos judíos, llegó a Úbeda la tarde del 6 de julio de 1707 como capitán del regimiento que trajo al Concejo las buenas noticias de la victoria de Almansa.
No queremos cansar más al lector con nuestras suposiciones sobre esta pequeña joya bibliográfica o sobre la biografía de su autor. Transcribimos uno de los capítulos de ese libro que La Rivière dedicó a El Salvador. Juzgue por él mismo la importancia de este libro el que esto leyere.
“Llegamos a Úbeda, una ciudad que antaño debió ser hermosa y próspera y que hoy está arruinada y con sus murallas y torres en lamentable estado, al atardecer del citado día. Entramos a la ciudad por una puerta que denominan del Losal y ascendiendo la pesada cuesta llegamos a un laberinto de callejones, entre los conventos de los dominicos y los carmelitas. Pasado el oratorio de San Juan de la Cruz encontramos una plazoleta presidida por la iglesia de Santo Tomás, junto a la que subsisten casas que fueron de la comunidad judía de Úbeda. Y fue en ese momento cuando pensé que podía haber llegado, por fin, a la meta de mi viaje.
Con este convencimiento entré a la dicha iglesia, pero no encontré en sus tres naves ni en sus portadas ningún elemento que pudiera parecerse a una puerta del Paraíso. Abatido, continué por la calle en la que se sitúa el fabuloso palacio que levantara el secretario de Carlos I. Y junto a él encontré la explicación a todas mis hipótesis y agradecí el tesoro conservado por el rabino Bouganim y pude deleitarme con la puerta misma con que Dios delimitó las fronteras del Paraíso tras el pecado de nuestros padres primeros.
Y es que el palacio del secretario imperial se sitúa entre la iglesia de Santo Tomás, en que antaño se enterraron sus familiares, y la capilla de El Salvador del Mundo, que mandó construir para su propio enterramiento y que fue construida por Andrés de Vandelvira, nos dijeron, allá por los 1500. ¿No podía la familia de los Cobos haber protegido una pequeña comunidad judía, poseedora de sabidurías antiguas, para construir un templo en el que Dios fuese alabado con todos los elementos del mundo antiguo, de las mitologías griegas y romanas y con el discurso de la historia judía? ¿No podría el arquitecto mimado por esta poderosa familia haber escuchado la leyenda hebrea, haber leído sus pergaminos escondidos y haber comprendido el misterio de la luz, que es la verdadera representación de Dios?
El caso es que entré a la dicha capilla de El Salvador por su sacristía, pieza digna de todo elogio en que las columnas han sido sustituidas por airosas figuras y que, toda ella, parece flotar como por ensalmo en un aire que predispone a la oración. Y fue, sí, al salir de esa sacristía cuando se produjo el milagro. Me pasó desapercibida al principio, pues sale uno de la sacristía y se queda extasiado ante el cofre dorado que el secretario del césar Carlos mandó construir para reposo de sus huesos: toda la capilla flota en un torrente de luz, que es de serenidad, y la cúpula se eleva, hermosísima, sobre el grandioso retablo de la Transfiguración. Y luego la reja, que separa el corazón íntimo de la capilla de la parte reservada al pueblo, y los arcos valientes que levantan las bóvedas... Pueden estar seguros los que lean esto que les resultará difícil encontrar en lugar alguno del mundo templo tan hermoso como este, hecho, según reza su reja de forja, sólo para el honor y la gloria de Dios. (Aunque presupongo yo que también tuvo algo que ver la vanidad de don Francisco de los Cobos, el fundador de tamaña obra.) El caso es que embelasado en las mil maravillas que guardaba la capilla (un San Juan niño, de Miguel Ángel, la música del órgano y un coro de niños llenando la iglesia de una música delgada, delicada), tardé en levantar la cabeza para mirar... ¡Sí!: la mismísima puerta del Paraíso, la más bella y original construcción que nunca ha hecho un ser humano. ¡Estaba allí, escondida, en un rincón, en una posición imposible, como si quisiéramos torcer los huesos de la rodilla para poder tocarnos la cabeza con los pies! ¡Y yo, que había recorrido media España buscándola, no la había visto a la primera! ¡Estúpido!
Ahora estoy seguro: la puerta de la sacristía de El Salvador de Úbeda es la puerta que los judíos enseñaron a Vandelvira a realizar según las trazas divinas, de acuerdo con los planos trazados en el desierto por Moisés: que la puerta tuerza el gesto para que sea difícil entrar por ella, porque no será fácil el camino de la gloria; que la luz y la magnificencia cieguen a los ciegos, incapaces de apreciar el rincón escondido y apartado por el que se llega a la hermosura en estado puro. Eso es lo que aquella puerta parecía decirme, eso era lo que había estado buscando durante tantos años, en tantas ciudades, en tantas batallas. Y estaba allí, esculpida en piedra roja, ganando al espacio el espacio imposible de un rincón, coronada por la Madre amorosa: la puerta más hermosa que nunca ideara mente humana, si es que realmente no fue idea por la mente de Dios y trazada sobre los pergaminos de los peregrinos por todos los patriarcas.
Tras aquella visión, me pareció vana toda pretensión de la capilla, sus portadas maravillosas en que la piedra ha sido tallada hasta en las puntas de su alma, agotando sus formas. Y me pareció vano el paseo grande que se abre frente a la portada principal del Salvador, una plaza grande y destartalada, vigilada por la torre oriental –como de catedral bizantina– de El Salvador, un paseo de árboles polvorientos y atardeceres lánguidos jalonado de palacios, con la colegiata mudéjar al fondo. Pero todo era vano, porque dentro de la capilla estaba la puerta del Paraíso: tal vez algún día descifren los hombres el mensaje de tanta piedra hecha alma, de tanto hierro hecho oro, de tanta madera convertida en calor de Dios. A mi me bastó, aquel atardecer de julio, con la contemplación de aquella puerta.”
Desconocemos la relación que La Rivière pudo tener con la comunidad judía de Praga, pero, por los datos que hemos podido recopilar, nos parece que tuvo acceso a los archivos sefardíes que el rabino Löw se trajo de su viaje a Polonia en 1550. En cualquier caso es innegable el valor de la obra del capitán francés, pues es de las pocas que nos describen una Úbeda aún intacta. Por ejemplo, los apuntes que realiza sobre la colegiata de Santa María son valiosísimos, aunque muchos nos tememos que tras la destrucción del templo en 1986, a manos de Isicio Ruiz Albusac, La Riviére tendría hoy que plegarse a la evidencia de que nada queda del templo que el conoció. Sí podría reconocer la capilla de El Salvador, que por suerte no ha sufrido la destrucción de la historia o la indiferencia de los hombres con la misma intensidad que el resto de los grandes edificios de Úbeda.
Por las notas aparecidas en su libro sabemos que en ella encontró lo que lo impulsó a viajar a España: creo que su alistamiento en el ejército borbónico estuvo guiado por el sólo interés de visitar el mayor número posible de ciudades españolas, especialmente andaluzas, para encontrar esa joya que describían los archivos sefardíes de Praga. Concretamente en el rollo núm. XXVIII del gran rabino de Bohemia Isaac Bouganim se describía la salida, en agosto de 1492, de la comunidad judía de una ciudad española, sin determinar el nombre para proteger a los que allí se habían quedado amparados en secreto por una importante familia. Según cuenta el militar alsaciano, aquellos sabios judíos le enseñaron a un maestro cantero el secreto de la interpretación de la simbología clásica y las claves para construir una puerta de igual hechura a la que Jehová levantó cuando expulsó a Adán y Eva del Paraíso. Y aquella puerta se había construido en la iglesia de un lugar apartado y sin que nadie, salvo el arquitecto amigo de los hebreos y la propia comunidad judía, conociesen la milagrosa simbología de la obra.
Suponemos que un aventurero como La Rivière vio en la guerra de Sucesión una oportunidad extraordinaria para poder recorrer España buscando esa puerta misteriosa. Desanimado ya y pensando que se había dejado embaucar por patrañas de viejos rabinos judíos, llegó a Úbeda la tarde del 6 de julio de 1707 como capitán del regimiento que trajo al Concejo las buenas noticias de la victoria de Almansa.
No queremos cansar más al lector con nuestras suposiciones sobre esta pequeña joya bibliográfica o sobre la biografía de su autor. Transcribimos uno de los capítulos de ese libro que La Rivière dedicó a El Salvador. Juzgue por él mismo la importancia de este libro el que esto leyere.
“Llegamos a Úbeda, una ciudad que antaño debió ser hermosa y próspera y que hoy está arruinada y con sus murallas y torres en lamentable estado, al atardecer del citado día. Entramos a la ciudad por una puerta que denominan del Losal y ascendiendo la pesada cuesta llegamos a un laberinto de callejones, entre los conventos de los dominicos y los carmelitas. Pasado el oratorio de San Juan de la Cruz encontramos una plazoleta presidida por la iglesia de Santo Tomás, junto a la que subsisten casas que fueron de la comunidad judía de Úbeda. Y fue en ese momento cuando pensé que podía haber llegado, por fin, a la meta de mi viaje.
Con este convencimiento entré a la dicha iglesia, pero no encontré en sus tres naves ni en sus portadas ningún elemento que pudiera parecerse a una puerta del Paraíso. Abatido, continué por la calle en la que se sitúa el fabuloso palacio que levantara el secretario de Carlos I. Y junto a él encontré la explicación a todas mis hipótesis y agradecí el tesoro conservado por el rabino Bouganim y pude deleitarme con la puerta misma con que Dios delimitó las fronteras del Paraíso tras el pecado de nuestros padres primeros.
Y es que el palacio del secretario imperial se sitúa entre la iglesia de Santo Tomás, en que antaño se enterraron sus familiares, y la capilla de El Salvador del Mundo, que mandó construir para su propio enterramiento y que fue construida por Andrés de Vandelvira, nos dijeron, allá por los 1500. ¿No podía la familia de los Cobos haber protegido una pequeña comunidad judía, poseedora de sabidurías antiguas, para construir un templo en el que Dios fuese alabado con todos los elementos del mundo antiguo, de las mitologías griegas y romanas y con el discurso de la historia judía? ¿No podría el arquitecto mimado por esta poderosa familia haber escuchado la leyenda hebrea, haber leído sus pergaminos escondidos y haber comprendido el misterio de la luz, que es la verdadera representación de Dios?
El caso es que entré a la dicha capilla de El Salvador por su sacristía, pieza digna de todo elogio en que las columnas han sido sustituidas por airosas figuras y que, toda ella, parece flotar como por ensalmo en un aire que predispone a la oración. Y fue, sí, al salir de esa sacristía cuando se produjo el milagro. Me pasó desapercibida al principio, pues sale uno de la sacristía y se queda extasiado ante el cofre dorado que el secretario del césar Carlos mandó construir para reposo de sus huesos: toda la capilla flota en un torrente de luz, que es de serenidad, y la cúpula se eleva, hermosísima, sobre el grandioso retablo de la Transfiguración. Y luego la reja, que separa el corazón íntimo de la capilla de la parte reservada al pueblo, y los arcos valientes que levantan las bóvedas... Pueden estar seguros los que lean esto que les resultará difícil encontrar en lugar alguno del mundo templo tan hermoso como este, hecho, según reza su reja de forja, sólo para el honor y la gloria de Dios. (Aunque presupongo yo que también tuvo algo que ver la vanidad de don Francisco de los Cobos, el fundador de tamaña obra.) El caso es que embelasado en las mil maravillas que guardaba la capilla (un San Juan niño, de Miguel Ángel, la música del órgano y un coro de niños llenando la iglesia de una música delgada, delicada), tardé en levantar la cabeza para mirar... ¡Sí!: la mismísima puerta del Paraíso, la más bella y original construcción que nunca ha hecho un ser humano. ¡Estaba allí, escondida, en un rincón, en una posición imposible, como si quisiéramos torcer los huesos de la rodilla para poder tocarnos la cabeza con los pies! ¡Y yo, que había recorrido media España buscándola, no la había visto a la primera! ¡Estúpido!
Ahora estoy seguro: la puerta de la sacristía de El Salvador de Úbeda es la puerta que los judíos enseñaron a Vandelvira a realizar según las trazas divinas, de acuerdo con los planos trazados en el desierto por Moisés: que la puerta tuerza el gesto para que sea difícil entrar por ella, porque no será fácil el camino de la gloria; que la luz y la magnificencia cieguen a los ciegos, incapaces de apreciar el rincón escondido y apartado por el que se llega a la hermosura en estado puro. Eso es lo que aquella puerta parecía decirme, eso era lo que había estado buscando durante tantos años, en tantas ciudades, en tantas batallas. Y estaba allí, esculpida en piedra roja, ganando al espacio el espacio imposible de un rincón, coronada por la Madre amorosa: la puerta más hermosa que nunca ideara mente humana, si es que realmente no fue idea por la mente de Dios y trazada sobre los pergaminos de los peregrinos por todos los patriarcas.
Tras aquella visión, me pareció vana toda pretensión de la capilla, sus portadas maravillosas en que la piedra ha sido tallada hasta en las puntas de su alma, agotando sus formas. Y me pareció vano el paseo grande que se abre frente a la portada principal del Salvador, una plaza grande y destartalada, vigilada por la torre oriental –como de catedral bizantina– de El Salvador, un paseo de árboles polvorientos y atardeceres lánguidos jalonado de palacios, con la colegiata mudéjar al fondo. Pero todo era vano, porque dentro de la capilla estaba la puerta del Paraíso: tal vez algún día descifren los hombres el mensaje de tanta piedra hecha alma, de tanto hierro hecho oro, de tanta madera convertida en calor de Dios. A mi me bastó, aquel atardecer de julio, con la contemplación de aquella puerta.”
(Publicado en Diario IDEAL el 20 de diciembre de 2007)
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