viernes, 7 de diciembre de 2007

UN PLATO DE SOPA



El Estrecho es una frontera delgada y oceánica que separa el hambre y los supermercados. Hace unos días hemos visto a tres hombres desesperados intentando cruzarlo sobre una tabla de surf, con remos de juguete, pensando burlar el rostro de la muerte, que en esas latitudes asoma detrás de cada ola. Lo burlaron, sí: no se los tragó el mar porque los rescataron a tiempo las autoridades españolas (a Mohamed VI le importa poco que la sal marina endurezca los pulmones de sus súbditos o de los que vienen desde la costa de Senegal). Pero no pudieron burlarse del destino y han aprendido que la esperanza es algo que tiene nombre de peñón y mide catorce kilómetros, que son, en realidad, catorce eternidades o catorce espejismos que nadie dibuja sobre el mapamundi.

Desde la comodidad de nuestro mundo es difícil entender las razones que llevan a miles de personas a jugarse la vida en pateras, cayucos… o simples tablas de surf. Tal vez sea la seguridad de que nunca viviremos los dramas de esas personas que ahora llenan nuestras calles –con sus sueños y sus frustraciones– lo que nos impide ponernos en el lugar de su frío y su hambre. Y sin embargo, al mirar sus ojos mansos –ojos rojos– sobre la piel negra, su silencio bovino hecho de humillaciones y sumisiones, no podemos evitar un escalofrío. ¿Seríamos capaces nosotros de subirnos, en la noche de otoño, a una barca deshecha, agitando el pañuelo de una ilusión para decir adiós a nuestras pobrezas y nuestras familias? ¿Podríamos beber orines y mascar maderas de proa? ¿Soportaríamos el hedor de los muertos amontonados en la popa, ya tan sin esperanzas ni recuerdos? ¿Podríamos tirar a barlovento el cuerpo del amigo vencido, del hermano muerto, para verlo hundirse suavemente en la fosforescencia antigua de la mar? ¿Sobrevivíamos en un país extraño y hostil, cuya lengua desconocemos, en el que sus limpios ciudadanos se reirían de nosotros cuando entrásemos a un bar para vender relojes o discos piratas? ¿Podríamos dormir en un cajero, envueltos en una manta, mientras el frío puede más que el plato de sopa que algún alma buena –o sea: que no es de terrateniente– nos dio para cenar?…

Cruzan el mar y, cuando se descorre el telón de Occidente, descubren que los papeles ya están repartidos: a ellos les toca el de perdedores y todas sus intervenciones empiezan por desesperanza. Y que no plantarán árboles con sus cenizas, porque para crecer los árboles necesitan sangre que mascó pan y la suya está en ayunas desde que Dios abrió la taquilla del mundo. Y saben que no podrán romper los versos de su vida, porque tristezas y penas son su único equipaje, su patria última. Y tal vez piensen si no estarán mejor los que, persiguiendo sueños rotos, han revivido ya en corales y posidonias y andan cosiendo olvidos con el hilo de los ojos de alguna sirena, que sólo existen en la memoria de todos los derrotados de la historia, esos que descansan en el entendimiento de la melancolía, que es una vieja canción de Los Secretos.

(Publicado en Diario IDEAL el 6 de diciembre de 2007)

1 comentario:

FelixmarteDeTerra dijo...

Es una triste realidad, pero hay carceles cuyas celdas son más acogedoras, que los lugares en los que estan obligados a morar.
Acceso a imagen de habitación/celda junto a la acera de una calle de Úbeda:
http://bp3.blogger.com/_XqLBsJ2rvZQ/R0jix5-a7-I/AAAAAAAAANo/YMMgKZzT6fY/s1600-h/CalleCotrina.jpg

www.felixmartedeterra.blogspot.com