A María Luisa, a mis padres y mis hermanos, a mis amigos (Alfonso y María del Mar, Pepe y Rocío, Paco y Mariem, Ramón -FELIZ CUMPLEAÑOS- y Mercedes, Pepe y Fernan, Javi y Pilar, Alberto -sin él no sería posible la aventura de escribir en IDEAL- y Susana, Juan y Luci, Pepe y Maria, Manolo y Mariló, Lázaro y Cati, Diego, Luis, Andrés y todos los Fuentes, Luis Carlos, Cristóbal y Jose, Leo y Tere, Nani y Pablo...), a todas las personas que quiero y que me quieren, con todo el corazón, en esta tarde que antecede a la Noche de Dios, FELIZ NAVIDAD, con el deseo de que pueda ser posible un mundo hecho para el Amor que nacerá esta Nochebuena.
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Puede que mi generación –los nacidos en los 70– haya sido la última en disfrutar de la autenticidad de las celebraciones. Lo pensaba la otra tarde, paseando, mientras veía como colgaban las luces de Navidad. ¡La Navidad en pleno mes de noviembre!
Las luces que se cuelgan para lucir dos o tres semanas antes de la Nochebuena, los mantecados en los supermercados desde el día de Todos los Santos, los anuncios de juguetes o de adornos navideños en pleno otoño, con los escaparates vestidos ya para las fiestas de Nochevieja... ¿No les cansa esto? ¿No se sienten empachados cuando llega la Navidad? ¿No desean que pasen cuanto antes esos días artificiosos y americanizados? Me va pasando lo mismo con la Semana Santa: bandas que ensayan todo el año –cada vez va siendo más fácil comprender las quejas de los vecinos–, infinitos actos cofrades desde dos meses antes... Todo se adelanta, todo se agranda, todo se alarga... nada llega ya en su fecha porque puede que ya no queden fechas para nada. Y esto satura, cansa, harta, hastía...
Los de mi generación fuimos los últimos en sentir la llegada de la Navidad con la fiesta en el colegio el 22 de diciembre, con las voces de los niños de San Ildefonso, con su retahíla de pesetas y números. Entonces, esa mañana tan especial en las aulas, sabíamos que llegaban unos días sencillos, mágicos... Pero entonces las Navidades comenzaban dos días antes de la Nochebuena, no pasado el día del Pilar. Con la Semana Santa ocurría igual: la Cuaresma tenía el poder mágico de hacernos revivir mientras oíamos las bandas ensayar en las noches oscuras de marzo y la ciudad, al llegar el Viernes de Dolores, se precipitaba en un torbellino de emociones que sólo se desplegaban con las palmas del Domingo de Ramos. Ahora, cuando los cohetes anuncian la fiesta del Borriquillo... ¡estamos ya tan hartos de cornetas y timbales y procesiones menores como de mazapanes y panderetas el 22 de diciembre!
* * *
A lo mejor me voy haciendo mayor y pienso que en esto de las celebraciones cualquier tiempo pasado sí fue mejor. Puede que la edad –y sus nostalgias– nos haga pensar que sólo la Navidad de nuestra infancia es verdaderamente navideña. Pero me resisto a abandonar la idea de que, más allá de añoranzas y recuerdos lacrimógenos, hay algo objetivo en este pensamiento mío. Cuando yo era niño tal vez no hubiera platos tan sofisticados –canapés, patés de lujo, algas liofilizadas o huevo hilado– en nuestras mesas ni trajes tan pomposos para los brillantes cotillones ni tantos regalos en la mañana de Reyes: pero todo tenía el sello de lo auténtico, de lo que por escaso se disfruta con todo el corazón. Fuimos niños de una generación que no careció de nada, pero que por no tenerlo todo sabía disfrutar lo que tenía.
Ahora nos preguntamos por qué nuestros adolescentes o nuestros niños están hartos de todo y son incapaces de apreciar el valor de nada. ¿Nunca hemos pensado que los tenemos hartos, atiborrados y que uno no disfruta de las cosas si carecen del valor de lo extraordinario? Los hemos idiotizado, comprándolos con mil artilugios, negándoles el derecho de aprender que la vida es algo precioso porque se fundamenta en la difícil consecución de la felicidad, ese don escurridizo en cuya búsqueda hay aciertos y fallos: los hemos hecho infelices porque los hemos atiborrado de miles de sucedáneos de la felicidad y les hemos robado la posibilidad de equivocarse.
La Navidad pierde su magia porque ya no dura un par de semanas sino tres meses. Y tres meses adobados con toda clase de artificios inútiles, fatuos, vanos. Cada vez menos sencilla, más artificial, más televisiva, más lejana, más comercial, más glamourosa, se ha convertido en algo inútil para llenar los corazones. Soy incapaz de descifrar el enigma del corazón de nuestros niños y no puedo alcanzar a averiguar si dentro de unos años, cuando sean adultos, sentirán nostalgia de las Navidades de su niñez. No sé si sus experiencias de hoy son de las que dejan huella convirtiéndose en vivencias o –simplemente– saturan y pasan, como el bombardeo publicitario de luces, lentejuelas y vajillas de lujo. Me temo que será esto último: lo efímero es el sello del capitalismo postmoderno, su actualización de la sentencia latina: consumamos y gastemos, que mañana moriremos.
* * *
La tarde de Nochebuena me gusta sentarme solo, en el brasero, cerrar los ojos mientras escucho algunas arias de ópera –Dios habla en la música delgada de la ópera– y recordar... recordar aquella tarde que fuimos mi hermano Juanito y yo a la cocina de la casa grande y mi abuela Juana nos dio el viejo belén de mi padre y mis tíos, guardado en cajas redondas de sombreros... recordar la emoción de sacar aquellas figuras de barro cocido, las casas de papel ya casi rotas, las casas de corcho, el matarife sin brazos, los Reyes a caballo, la cuna de madera del Niño Jesús, el arrugado cielo de papel seda... recordar las tardes que íbamos a San Bartolomé con mi padre a por musgo y maderas de olivo para hacer las montañas, la Nochebuena fría en casa de mis abuelos mientras mataban el cordero que luego asaban en las ascuas, la misa del Gallo con mi hermano Jose Miguel, la Nochevieja en que mis primos mayores se disfrazaban y bajaban a despertar a la abuela y las titas casi al amanecer, la madrugada de Reyes en que mis primas acudían a despertarnos para ver los camiones grandes con los que jugábamos encima de la cama de mis padres...
Que aborrezca la Navidad de ahora no hace que se me borren aquellos recuerdos. Vienen cada tarde del 24 de diciembre, como el canto triste que dice que “la Nochebuena se viene / la Nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Esa Navidad pasada, sencilla y sin lujos –y tal vez por eso capaz de clavarse en el fondo del aliento que somos– es la única que me sigue llenando, que vuelve para hacer recuento de los que se fueron, para hacernos ver que nosotros nos iremos y serán otros los que nos recuenten, que la Navidad es sobre todo nostalgia y que carece de sentido si no emociona y viaja al hondón de alma en que guardamos lo más precioso que somos. Algunos de los recuerdos más felices de mi vida están ligados a la Navidad; y me resisto a que me los roben los estúpidos anuncios de una marca de cava, el debate imbécil sobre si la lotería de Navidad debe anunciarla un calvo o un melenudo o los trajes de raso con que nuestras adolescentes se visten en Nochevieja como viejas momificadas para hablar en los cotillones sobre las expulsiones de Gran Hermano... Por eso revivo los recuerdos cada Nochebuena en el silencio de la tarde gris, cuando el sol cae en los horizontes perdidos y todos los siglos –los tiempos enteros– vienen hasta los latidos del corazón y los acompasan con el ritmo lento que tienen las cosas ciertas y perdurables.
Siempre he pensado que las cosas tienen sentido si llegan cuando les corresponden: la Navidad en Navidad, la Semana Santa en Semana Santa, el calor en verano, la nieve en enero, la Feria por San Miguel...
...Llueve mientras escribo esto. Las calles, el ambiente, la televisión, anuncian la Navidad. Dicen que ya se huele la Navidad, que ya es Navidad... los estadounidenses la han inaugurado oficialmente con el Día de Acción de Gracias. Pero yo he cerrado mis sentidos a esta Navidad y los guardo celosamente para que el próximo 24 de diciembre me devuelvan las emociones de la infancia, el temblor antiguo que esta fecha concita: nosotros nos iremos y no volveremos más. El 24 de diciembre volveré a sentir que me iré para no volver y que entonces se habrán perdido esos recuerdos, esa luz que viene a contarme su historia vieja de sonrisas y serrín.
Las luces que se cuelgan para lucir dos o tres semanas antes de la Nochebuena, los mantecados en los supermercados desde el día de Todos los Santos, los anuncios de juguetes o de adornos navideños en pleno otoño, con los escaparates vestidos ya para las fiestas de Nochevieja... ¿No les cansa esto? ¿No se sienten empachados cuando llega la Navidad? ¿No desean que pasen cuanto antes esos días artificiosos y americanizados? Me va pasando lo mismo con la Semana Santa: bandas que ensayan todo el año –cada vez va siendo más fácil comprender las quejas de los vecinos–, infinitos actos cofrades desde dos meses antes... Todo se adelanta, todo se agranda, todo se alarga... nada llega ya en su fecha porque puede que ya no queden fechas para nada. Y esto satura, cansa, harta, hastía...
Los de mi generación fuimos los últimos en sentir la llegada de la Navidad con la fiesta en el colegio el 22 de diciembre, con las voces de los niños de San Ildefonso, con su retahíla de pesetas y números. Entonces, esa mañana tan especial en las aulas, sabíamos que llegaban unos días sencillos, mágicos... Pero entonces las Navidades comenzaban dos días antes de la Nochebuena, no pasado el día del Pilar. Con la Semana Santa ocurría igual: la Cuaresma tenía el poder mágico de hacernos revivir mientras oíamos las bandas ensayar en las noches oscuras de marzo y la ciudad, al llegar el Viernes de Dolores, se precipitaba en un torbellino de emociones que sólo se desplegaban con las palmas del Domingo de Ramos. Ahora, cuando los cohetes anuncian la fiesta del Borriquillo... ¡estamos ya tan hartos de cornetas y timbales y procesiones menores como de mazapanes y panderetas el 22 de diciembre!
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A lo mejor me voy haciendo mayor y pienso que en esto de las celebraciones cualquier tiempo pasado sí fue mejor. Puede que la edad –y sus nostalgias– nos haga pensar que sólo la Navidad de nuestra infancia es verdaderamente navideña. Pero me resisto a abandonar la idea de que, más allá de añoranzas y recuerdos lacrimógenos, hay algo objetivo en este pensamiento mío. Cuando yo era niño tal vez no hubiera platos tan sofisticados –canapés, patés de lujo, algas liofilizadas o huevo hilado– en nuestras mesas ni trajes tan pomposos para los brillantes cotillones ni tantos regalos en la mañana de Reyes: pero todo tenía el sello de lo auténtico, de lo que por escaso se disfruta con todo el corazón. Fuimos niños de una generación que no careció de nada, pero que por no tenerlo todo sabía disfrutar lo que tenía.
Ahora nos preguntamos por qué nuestros adolescentes o nuestros niños están hartos de todo y son incapaces de apreciar el valor de nada. ¿Nunca hemos pensado que los tenemos hartos, atiborrados y que uno no disfruta de las cosas si carecen del valor de lo extraordinario? Los hemos idiotizado, comprándolos con mil artilugios, negándoles el derecho de aprender que la vida es algo precioso porque se fundamenta en la difícil consecución de la felicidad, ese don escurridizo en cuya búsqueda hay aciertos y fallos: los hemos hecho infelices porque los hemos atiborrado de miles de sucedáneos de la felicidad y les hemos robado la posibilidad de equivocarse.
La Navidad pierde su magia porque ya no dura un par de semanas sino tres meses. Y tres meses adobados con toda clase de artificios inútiles, fatuos, vanos. Cada vez menos sencilla, más artificial, más televisiva, más lejana, más comercial, más glamourosa, se ha convertido en algo inútil para llenar los corazones. Soy incapaz de descifrar el enigma del corazón de nuestros niños y no puedo alcanzar a averiguar si dentro de unos años, cuando sean adultos, sentirán nostalgia de las Navidades de su niñez. No sé si sus experiencias de hoy son de las que dejan huella convirtiéndose en vivencias o –simplemente– saturan y pasan, como el bombardeo publicitario de luces, lentejuelas y vajillas de lujo. Me temo que será esto último: lo efímero es el sello del capitalismo postmoderno, su actualización de la sentencia latina: consumamos y gastemos, que mañana moriremos.
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La tarde de Nochebuena me gusta sentarme solo, en el brasero, cerrar los ojos mientras escucho algunas arias de ópera –Dios habla en la música delgada de la ópera– y recordar... recordar aquella tarde que fuimos mi hermano Juanito y yo a la cocina de la casa grande y mi abuela Juana nos dio el viejo belén de mi padre y mis tíos, guardado en cajas redondas de sombreros... recordar la emoción de sacar aquellas figuras de barro cocido, las casas de papel ya casi rotas, las casas de corcho, el matarife sin brazos, los Reyes a caballo, la cuna de madera del Niño Jesús, el arrugado cielo de papel seda... recordar las tardes que íbamos a San Bartolomé con mi padre a por musgo y maderas de olivo para hacer las montañas, la Nochebuena fría en casa de mis abuelos mientras mataban el cordero que luego asaban en las ascuas, la misa del Gallo con mi hermano Jose Miguel, la Nochevieja en que mis primos mayores se disfrazaban y bajaban a despertar a la abuela y las titas casi al amanecer, la madrugada de Reyes en que mis primas acudían a despertarnos para ver los camiones grandes con los que jugábamos encima de la cama de mis padres...
Que aborrezca la Navidad de ahora no hace que se me borren aquellos recuerdos. Vienen cada tarde del 24 de diciembre, como el canto triste que dice que “la Nochebuena se viene / la Nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Esa Navidad pasada, sencilla y sin lujos –y tal vez por eso capaz de clavarse en el fondo del aliento que somos– es la única que me sigue llenando, que vuelve para hacer recuento de los que se fueron, para hacernos ver que nosotros nos iremos y serán otros los que nos recuenten, que la Navidad es sobre todo nostalgia y que carece de sentido si no emociona y viaja al hondón de alma en que guardamos lo más precioso que somos. Algunos de los recuerdos más felices de mi vida están ligados a la Navidad; y me resisto a que me los roben los estúpidos anuncios de una marca de cava, el debate imbécil sobre si la lotería de Navidad debe anunciarla un calvo o un melenudo o los trajes de raso con que nuestras adolescentes se visten en Nochevieja como viejas momificadas para hablar en los cotillones sobre las expulsiones de Gran Hermano... Por eso revivo los recuerdos cada Nochebuena en el silencio de la tarde gris, cuando el sol cae en los horizontes perdidos y todos los siglos –los tiempos enteros– vienen hasta los latidos del corazón y los acompasan con el ritmo lento que tienen las cosas ciertas y perdurables.
Siempre he pensado que las cosas tienen sentido si llegan cuando les corresponden: la Navidad en Navidad, la Semana Santa en Semana Santa, el calor en verano, la nieve en enero, la Feria por San Miguel...
...Llueve mientras escribo esto. Las calles, el ambiente, la televisión, anuncian la Navidad. Dicen que ya se huele la Navidad, que ya es Navidad... los estadounidenses la han inaugurado oficialmente con el Día de Acción de Gracias. Pero yo he cerrado mis sentidos a esta Navidad y los guardo celosamente para que el próximo 24 de diciembre me devuelvan las emociones de la infancia, el temblor antiguo que esta fecha concita: nosotros nos iremos y no volveremos más. El 24 de diciembre volveré a sentir que me iré para no volver y que entonces se habrán perdido esos recuerdos, esa luz que viene a contarme su historia vieja de sonrisas y serrín.
(Publicado en IBIUT, año XXVII, núm. 153)
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