jueves, 20 de diciembre de 2007

LA VIEJA CASA DEL DOLOR



“Muchos materiales”.– El Hospital de Santiago tiene prestancia de catedral. Y aunque ahora el moderno urbanismo haya mermado su visión, debemos imaginárnoslo hace ochenta, cien años, cuando los tapiales de sus corrales eran la última frontera de Úbeda: visto desde el camino de Baeza debía presentar entonces un aspecto imponente, de navío varado sobre el caserío. Tal vez ante esa visión alguien pensó que sus torres habían sido elevadas para acariciar el viento… aunque la mole gigantesca de piedra que es el Hospital de Santiago más que acariciar lo que hace es empequeñecer el alma, como preparándola para saber de los muchos dolores que sus piedras han conocido. Porque el Hospital es, sobre todo, una vieja casa del dolor.

Como tal ordena su erección –en el lugar de la antigua ermita de San Lázaro y frente al convento del Señor San Nicasio– el obispo Diego de los Cobos. El documento fundacional data del 17 de abril de 1562 y en el mismo ya dice el obispo que tiene comprados muchos materiales “para lo hacer”, que no era poco. Ahora sabemos la altura de los muros y la largura de la fachada, pero no podemos calcular las toneladas de piedra que allí se acumularon: “muchos materiales”, sí, que fueron dando forma a las torres –inútiles las primeras, antaño coronadas de campanas las segundas–, a la escalera que un viajero del siglo XVIII calificó como “la más bella de España”, a los patios… y a la extraña capilla en forma de H, que hoy es imposible apreciar. Porque el Hospital ha sufrido mutilaciones y vejaciones importantes: ahí siguen las torres de su fachada en una situación surrealista, impropia del más grande edificio de la provincia tras la Catedral de Jaén.

“Mejor curados y alimentados”.– Hay en el Hospital de Santiago deseo de manifestar el poder de una estirpe, la de los Cobos ubetenses, que había dado grandes hombres de Estado en la España poderosa de Carlos V: sólo así se entiende la escalera palaciega y las dimensiones monumentales del edificio. Pero, si nos atenemos al documento matriz de la Fundación, hay sobre todo un deseo de paliar los dolores del mundo: “que los pobres e las demas personas que estubieren en el dicho hospital sean mejor curados y alimentados”.

El documento que firma el obispo en Jaén transmite una emoción intensa: debía ser deplorable el cuidado que en aquellos años se dispensaba a los enfermos, y por ellos se preocupa ese hombre –miembro del Consejo de Estado de Felipe II– que ordena que se separen las habitaciones de los hombres y de las mujeres, para que estén honestamente. Pero preocupado del alma, no olvida el cuerpo devorado por la fiebre y la enfermedad: y por ello dispone que a las puertas se le pongan cancelas, para que estén más abrigados los enfermos, y quiere que estén alumbrados toda la noche por una lámpara, pues sabe el obispo como se derrota en la oscuridad el esfuerzo que hace la salud para imponerse. Y continúa ordenando que haya cincuenta camas, con sus ropas –¡ah, el miedo del frío, en las noches de enero!–, para que los cincuenta pobres enfermos puedan ser bien tratados.

“Una cama de damasco azul”.– Muy presente está el tema del alimento en el documento de abril de 1562: y así, manda don Diego que a los enfermos sean atendidos durante un máximo de quince días en su Hospital, sin que durante ese tiempo les falten las medicinas y los alimentos.
Dispone, igualmente, la retribución alimentaria que tiene que recibir el personal del Hospital: las seis mujeres –“honestas, de buena vida y fama que no sean casadas para que mejor puedan servir”– encargadas de cuidar a los enfermos cobrarían “una libra de baca y libra y media de pan cocido y medio acumbre de vino”, el veedor “una libra de carnero y dos libras de pan y medio acumbre de vino” y los despenseros “una libra de baca, dos libras de pan” y la correspondiente porción de vino, todo ello diario y sin perjuicio de los maravedíes que cobraban como salario anual.

¿Por qué tanto interés por el hambre por parte del obispo de los Cobos? Aunque se le ve delgado en los retratos que de él se conservan, dudamos mucho que el obispo hubiera tenido nunca el estómago vacío, salvo que cumpliese con los duros preceptos de la época para el ayuno de Viernes Santo. Pero estamos seguros de que el obispo, como todos los grandes y poderosos hombres de la época, había visto a la gente morir de hambre, en las calles, en los sembrados, en los caminos. La España rutilante de los primeros Austrias es la España del Lazarillo, que es la España no de la picaresca, sino del hambre. Y allí está el obispo cediendo sus bienes –juros en La Iruela, censos en Quesada, casas y viñedos y huertos de granados e higueras en Úbeda– a la obra pía que funda para calmar el hambre del siglo, el dolor del cuerpo, la agonía del alma. Todo lo cede el obispo a su Hospital: en sus últimas voluntades –de 2 de julio de 1565– le deja en herencia hasta la lujosa cama que tenía en la zona palaciega de Santiago: “una cama de campo de damasco azul, y quatro sobreventanas de tafetán dobles azul y amarillo”, que tiene que quedarse en el Hospital para que en ella, a modo de Monumento, se encierre el Santísimo Sacramento el día de Jueves Santo.

“Vestido de Pontifical”.– Quiere el obispo que lo entierren en la capilla del Hospital una vez se acaben sus obras –reposó mientras su cadáver en su capilla del monasterio de La Merced–, pero cumplido el traslado de su cuerpo, no se cumplió su orden de hacerle un sepulcro “de mármol blanco muy bien labrado”, sobre el que debía situarse su efigie, vestido de Pontifical. Dispuso también la celebración de una magna procesión, todos los años, el día de Santiago. No sabemos si, igualmente, se incumplió esta disposición de un hombre quizá atormentado, que por no haber paliado en vida el dolor de los pobres quiso dejar remedio para cuando él muriese. Sabemos, sí, que sus restos siguen descansando en la capilla de su Hospital, perdidos entre los armazones que han arruinado la visión de tan original planta, olvidados. Sabemos, sí, que durante siglos acogió el Hospital las agonías de los ubetenses, los llantos nuevos de los recién nacidos, las oraciones dejadas en su capilla en noches de operación grave, la mirada suplicante a la Virgen de Guadalupe cuando en el Hospital paraba dos veces cada año, en recuerdo de aquella visita de 1681 en que en compañía de Jesús Nazareno dio por milagrosamente finalizada la epidemia de peste.

Sabemos, por último, que alza el Hospital de Santiago su prestancia de catedral, su corazón inmenso de piedras y mármoles. Y no deberían la fanfarria social y los espectáculos que en su recinto se suceden hacernos olvidar ese temblor de siglos: porque atravesar su puerta –siempre que se atraviesa una puerta se entra en otro mundo– es atravesar mucha historia de Úbeda, y aún resuenan los silencios de treinta generaciones en sus corredores, en sus galerías luminosas, en su capilla blanca. Basta disponer el alma para poder escucharlos.

(Publicado en Diario IDEAL el 11 de diciembre de 2007)

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