LA CAJA DE MATA.
Ahora la Navidad se anuncia desde la festividad de Todos los Santos: para entonces, los supermercados encienden luces, lanzan ofertas de juguetes y de los más variopintos dulces navideños, sacan a pasear a los papanoeles de turno y nos bombardean con mil mensajes distintos que invitan a que gastemos mucho y pensemos poco. Cuando yo era niño, la Navidad no llegaba hasta bien mediado diciembre, un día en el que su trabajo como conductor de un camión lo llevaba a Alcaudete y regresaba, ya de madrugada, con una fantástica caja roja de cinco kilos de surtido Mata. Nosotros, en la cama, oíamos el trajín de mi madre para esconderlos mientras susurrábamos: «Ya han llegado los mantecados», deseando que llegase la hora de levantarse para ver si había suerte y caía alguno antes de la Nochebuena, lo que inevitablemente acababa sucediendo en un acto de supervivencia mental de mis padres: ¿qué criatura es capaz de soportar a cuatro chiquillos pidiendo mantecados?
La caja de Mata era todo un tesoro, de piezas contadas que teníamos que repartirnos «como buenos hermanos», nunca mejor dicho: peladillas, alfajores, hojaldrinas, almendras de turrón. Había mil dulces distintos —o la distancia del tiempo transcurrido hace que a mí me parezca que había tal variedad de cosas—, pero al final, todos queríamos los mismos mantecados: los de vainilla, limón y chocolate eran las joyas de la corona que había que pelear con verdadero tesón, aunque no le quedaban a la zaga unos mantecados que creo recordar se llamaban «angélicas», que yo no he probado desde hace más de veinte años y que todavía sigo recordando con un sabor a verdadera gloria. ¿Qué extraño, no? Un grupo de niños discutiendo y repartiéndose los mantecados, para que todos pudieran probar los que le gustaban: ahora que nos hemos acostumbrado al derroche y a que nuestros hijos lo tengan todo, lo necesiten o no, esa imagen de los mantecados de mis Navidades niñas —cuando la caja de Mata era un regalo maravilloso cuyo recuerdo me convierte la boca en agua—, levanta en mi interior la valoración de lo realmente importante, que es el pan nuestro de cada día, el mantecado nuestro de cada Navidad. No el pan de mañana, ni el de dentro de diez años, no la Navidad de noviembre ni la del año 2018: lo importante es lo de hoy, lo que llega en la fecha en que «toca», lo que se espera y se busca como ese tesoro que colma el corazón de felicidades y recuerdos. La caja de surtido Mata que mi madre escondía a penas por unas horas y que después de las comidas y las cenas, todos los días de Navidad, se convertía en un premio.
Hace muchos años de todo esto. Hace muchos años que no veo esas cajas espléndidas de surtido. ¿Siguen existiendo las cajas de surtido Mata? Y, más importante: ¿esas cajas siguen haciendo felices a los niños o los niños ya sólo se emocionan delante de un videojuego? (¿Qué sabor tendrán los mantecados de las videoconsolas?)
EL TIEMPO DE LA HOLGANZA.
Si tu padre tenía un olivarejo, cuando cumplías catorce o quince años, los días de Navidad se convertían en una tortura: había que darse un madrugón de aupa para ir a «la aceituna». Y las vacaciones se transformaban en un recuerdo de la escuela, que se figuraba como una especie de paraíso al lado de aquella escarcha de la mañana casi oscura y de las horas larguísimas adornadas de varas, mantones y espuertas. Pero antes de todo eso, en la pura niñez, la Navidad era un tiempo maravilloso para una holganza muy diferente a la del verano: si ésta se basaba en la alberca y los corrales empedrados y llenos de sol y la calle llena de niños, la holganza navideña se sustentaba en los juegos de mesa, en los programas especiales de la televisión —¿quién, de los que fue niño con «Barrio Sésamo», puede olvidar los capítulos en los que los Reyes Magos visitaban a Espinete?—, en los libros y los comics, en algún paseo por las calles para ir a visitar el «belén de Marta» o en los juguetes tirados en el suelo del comedor, cerca de la mesa camilla para aprovechar el calor. La de la Navidad era una holganza de brasero, cálida, maternal. La vagancia del verano es activa y nerviosa, llena de sol y calle; pero la vagancia de las vacaciones de Navidad era perezosa, lánguida, tranquila.
EL OLOR DE LA NAVIDAD.
La Navidad tiene su luz y su color, su sonido y sus sabores. Pero la Navidad, también tiene su olor. ¿A qué huele la Navidad? Sí, claro: nuestra Navidad —la Navidad de los niños de los años 80, la Navidad de los adolescentes de la década de 1990— olía a musgo y serrín, a frío azul en las mañanas llenas de sol, a escarcha. Y sin embargo, hay un olor sin forma ni perfil, difuso, un olor desorientado que se cuela aún por las rendijas de las puertas del corazón y que lo va inundando todo como una nube vaporosa de recuerdos: es el olor a comida de las mañanas de los días de Nochebuena y Nochevieja, de los días de Navidad y de Año Nuevo.
Era aquello que hemos dicho: la vagancia de estar recostados en la cama, paladeando la pereza de no tener que madrugar, posiblemente leyendo con la lamparita encendida, viendo como el sol se filtraba por las persianas de madera. Lejos, apagado por el silencio de la casa —las Navidades de entonces también tenían sus silencios—, se oía el trajín de nuestra madre en la cocina. Se había levantado antes que nadie, se había tomado furtivamente su café con leche y se había puesto a trabajar con sus perolas y sus cucharones, con sus sartenes y sus cazos, mezclando, como una hechicera de lo cotidiano, esos alimentos reservados para los días grandes con otros tan de andar por casa como la cebolla y el tomate o las almendras de las salsas, y poco a poco, su tarea iba tomando una forma concreta, que no era física sino más o menos espiritual: el olor. El olor de la comida, que navegaba por los pasillos y se colaba por las puertas cerradas y que llegaba hasta nuestros sentidos adormilados, acunándonos con no sé qué viento de eternidades: así debieron oler siempre las mañanas de los días grandes de la Navidad, ese olor a algo especial originado por el trajín amortiguado que llegaba de la cocina era el olor de la Navidad. Olor a horno y especias, a frito especial, a dulce recién cocido, olor a promesa de sabores íntimos y extraños, especiales por ocasionales.
¿Cómo huele la Navidad? La Navidad huele a las mañanas de fiesta de nuestros días niños.
(IDEAL, 31 de diciembre de 2011)
1 comentario:
Qué precioso artículo!!
Gracias a ti he podido recordar lo que parecía olvidado, olores sabores, sensaciones..pero q indudablemente permanecerá en la memoria...
Qué pena que nuestros hijos no puedan sentirlo como nosotros lo hicimos en su día..creo que también depende de nosotros, los padres, ofrecerles alternativas, lejos del consumismo y el derroche, quizás podríamos ofrecerle algo más de nuestro tiempo, seguro q serían niños más felices y seguros de si mismos..
Felicidades por esta inigualable narración y por volver a recordar la Navidad de mi infancia, también te deseo Feliz Año.
Juani.
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