miércoles, 4 de enero de 2012

RETABLO DE NAVIDAD (IV)





ESPERANDO LA NEVADA.

Entre el Papa Noel de la Coca Cola y las historias victorianas, nos dibujaron una Navidad poblada de colores rojos y dorados, flores de Pascua y árboles de Navidad, bondades de cartón piedra y calles llenas de nieve. Y nosotros, que de niños nos creímos que la Navidad era así en todo el mundo, nos pasamos toda la infancia jugando el papel de Vladimir y Estragon: esperábamos ansiosamente el Godot de la nevada, pero la nieve —ahora sabemos que era de esperar: la nieve, en Jaén, es un milagro, porque si viene, la nieve lo hace por febrero— nunca llegó.

Se nublaba el cielo por la noche, y le preguntábamos mil veces a nuestros padres si hacía frío suficiente como para que nevara, y la respuesta invariable era que estaba lloviendo y que de nieve, nada de nada. Desde el 22 de diciembre hasta el 6 de enero, lo primero que hacíamos al levantarnos de la cama era pegar la cara a los cristales helados de las ventanas para comprobar, con decepción, que no había nevado y que el paisaje de nuestras Navidades no se parecería al de la «Canción de Navidad» de Dickens ni al de esos niños afortunados que vivían en los pueblecitos de Castilla o de Cantabria y que veíamos en los telediarios haciendo muñecos de nieve el 29 de diciembre o el 3 de enero.

Para mis hermanos y para mi, el hecho de que hubiera nevado nos habría convertido en millonarios de la nieve, en los grandes afortunados: otros niños habrían tenido que compartir la nieve de las calles y de los coches, pero nosotros, que vivíamos en una casa con patios y corrales inmensos, tendríamos a nuestra disposición carros y carros de nieve, sólo para nosotros, sin necesidad de disputar con nadie una bola. Y sin embargo, la nieve nunca llegó durante la Navidad, y cuando despertábamos el 8 de enero para volver al colegio, sentíamos la voz de ese muchacho burlón que como en la obra de Beckett nos decía: «pero mañana seguro que sí»... «Pero el año que viene seguro que sí». Y cuando llegaba «el año que viene» la historia de la Navidad sin nieve se volvía a repetir.

LOS ZANGALITRONES Y LOS PETARDOS.

Para quienes éramos niños tímidos y apocados, la tarde del día de los Inocentes se convertía en un suplicio: ahí estaban los niños y los adolescentes más aguerridos —las bandas de zangalitrones— con sus bolsillos llenos de petardos llenado las calles de ruido y haciéndonos pensar a los otros niños que nos podíamos quemar. (Mi hermano Juanito era de esos que se gastaban en «los carrillos» unos cuantos duros en petardos, y que armado con un rollo de cinta adhesiva los pegaba a los porteros automáticos de los pisos, llamaba y encendía la mecha para que cuando el infeliz de turno contestaba «¿Quién es?» el petardo respondiera con su vozarrón de trueno «¡¡¡¡¡¡SOY YO!!!!!!», entre las carcajadas de los petardistas que, veloces como las balas, corrían ya en busca del siguiente objetivo.)

Qué ironía. Cuando era niño sentía verdadero pavor por los petardos, y creo que nunca he llegado a encender uno —«petardísticamente» hablando, sigo virgen—, y ahora hecho de menos el runrún en las calles de los tontos del petardo. Había petardos y molestaban y asustaban, es cierto: pero es porque había niños en las calles, los mismos niños que se habían comido los mantecados un rato antes como si fueran un manjar real. Difícilmente pueden explotar petardos los niños que aguantan una hora de frío y cola para montarse en un tren publicitario o que no salen de su casa porque los ojos se le han pegado a la videoconsola. Y además, «los carrillos» desaparecieron cuando las obras aquellas de devastación que convirtieron la Plaza Vieja en un parking y un erial.

DISFRACES.

Verdaderamente no lo sé porque nunca se lo he preguntado a mis padres o mis tíos o mis abuelos o mis primos mayores: ¿es que antes de que nos refinásemos y celebrásemos cotillones de corbata y lentejuela, la gente se disfrazaba para celebrar la Nochevieja? La verdad es que no lo sé.

Y sin embargo, yo recuerdo una madrugada de Año Nuevo cuajada de disfraces.

Habíamos cenado y nos habíamos comido las uvas en casa de mi abuela Juana, con mis tíos y mis primos, y mi hermano Juanito —una vez terminado su repertorio de tonterías que hacían que todos se partiesen de risa— y yo, decidimos, como cada año, quedarnos a dormir con mis tías y mi abuela, en aquel piso de suelo de madera y calefacción que todavía tenía portero. Debían ser las dos o las dos y pico de la madrugada del Año Nuevo cuando se fueron mis padres con mi hermano Jose Miguel y mis tíos, y cuando nos acostamos. Y debían ser las cinco o así de una mañana de frío grande cuando debajo de las ventanas de los dormitorios oímos el estruendo de un coro que cantaba pidiéndole a Juana, mi abuela, y Antonia, María y Guadalupe, mis tías, que echasen las llaves —no había portero automático porque había portero de carne y hueso, que a esas horas debería estar durmiendo, lógicamente— para poder abrir la puerta y subir. Mis tías, como era de esperar, se asustaron y no echaron las llaves hasta que no recocieron a los que se ocultaban bajos las máscaras y los trapos viejos: mis primos y mis primas mayores y sus novios y novias y amigos y amigas, que se habían juntado en la cochera de la casa de mi tío Pepe, se habían disfrazado y habían decidido echarse a las calles sin miedo al escarchazo que estaba cayendo a esas horas para personarse, como alguaciles mayores del 1 de enero, en casa de la abuela a comer borrachuelos y mantecados y a beber aguardiente.

Y allí estaban mis tías y mi abuela con sus batas y mi hermano y yo con nuestros ojos abiertos como platos, absolutamente felices, viendo a toda aquella tropa de disfrazados intentando bailar con mi abuela, aporreando panderetas y lustrando zambombas, cantando algo parecido a los villancicos, despanzurrados en sofás y sillones y comiendo borrachuelos como si no hubieran comido desde que los destetó su santa madre. De nada valía que mi prudente tía Antonia les pidiese un poco de silencio porque «hay qué ver los vecinos lo que van a decir»: era Nochevieja y tal vez porque entonces la inocencia de las fiestas no había sido violentada por la estupidez y el consumismo, la diversión estaba permitida. Aún al precio de despertar a una anciana de ochenta y tantos años, a dos mujeres solteras, a una monja y a dos niños que no cabían en si del gozo provocado por la sorpresa. Ese precio, ¿no era realmente poco si lo que se conseguía era llenar de magia las horas recién nacidas del Año Nuevo?

(IDEAL, 2 de enero de 2012)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

FELIZ CUMPLEAÑOS!!! Y no cambies nunca, gente como tú es hoy más necesaria que nunca

Uvejota dijo...

Amigo Manolo, eso de los "Disfraces" en la Noche Vieja, era casi PRECEPTIVO, en mis tiempos mozos, nos reuníamos todos los primos junto con los tíos-as en casa de mi abuela (Molino de Alises), donde había espacio y estancias para esas fiestas familiares que, al menos yo tanto añoro, jejeje...
A uvejota que le gustaba vestirse de las mas diversas formas (de mujer a menudo, de vieja, de borracho etc.)le ha durado esta afición hasta la última que fue ya casado y con hijos, de la que tengo un vídeo casero, que quizá algún día vea la luz, jejeje....
P.D. Ah, no me acordaba, recientemente tengo una grabación disfrazado de "Pregonero" en una de las QUEDADAS en "Uvejotilándia de los Cartaginenses.