CAMINO DEL BUZÓN.
Lo mismo que el camino de vuelta a la escuela después de las vacaciones de Navidad, el 8 de enero, cuando nuestros flamantes juguetes se quedaban recogidos en el comedor, era el camino más triste que andábamos en todo el año, el camino que llevaba de nuestra casa a la cabeza de león del buzón de Correos era el camino más feliz que se podía recorrer. ¡Qué mañana aquella del cinco de enero! ¡Qué sensación tan plena de inminencia! ¡Qué presentimiento irresistible de felicidad!
Allí estábamos los cuatro hermanos en el portal de la casa, sobre las losas grandes piedra viva, esperando nuestro turno para que nuestra madre nos pusiera los abrigos y los gorros y las bufandas, apretando en la mano las cartas más importantes del año. Y luego, todos de la mano hasta la calle Trinidad, hasta el buzón, donde por orden, y con gesto serio y solemne, conscientes de todo lo que nos jugábamos, echábamos las cartas que por arte de absoluta magia, de una magia radical, le tenían que ser entregadas por los carteros a los Reyes Magos que esa misma tarde veríamos en la cabalgata.
IMAGINARIA.
Supongo que las primeras cabalgatas de Reyes Magos de Úbeda tuvieron que celebrarse siendo yo un niño de tres, cuatro o cinco años. El caso es que no guardo muchos recuerdos de aquellas cabalgatas, salvo de una en la que los Reyes Magos fueron acompañados por pajes vestidos con relucientes trajes rojos y montados en caballos —¿eran blancos aquellos caballos?— que yo no sé por qué siempre he pensado que eran de la Academia de la Guardia Civil. No tengo muchos más recuerdos de mis cabalgatas de la infancia remota, porque además, como era torpón de naturaleza, no gané nunca ningún premio por coger muchos caramelos, a diferencia de mis hermanos Juanito y José Miguel, que siempre llenaban una bolsa hasta los bordes...
Pero si recuerdo la imaginaria de esa noche, donde sin rechistar nos acostábamos bien temprano, porque «nadie sabe a qué hora van a venir los Reyes y si llegan y os ven despiertos, se van sin dejar los juguetes», nos decían nuestros padres. Juanito y yo dormíamos en la misma cama, y nada más acostarnos llegábamos a un acuerdo: dormir por turnos para, haciéndonos los disimulados cuando fuera necesario, poder ver a los Reyes Magos cuando se colasen por el balcón y dejasen los regalos en nuestros zapatos. El pacto era que uno dormía mientras el otro velaba, para luego cambiar las tornas, pero al final, los dos acabábamos fritos como chicharrones, completamente felices y confiados.
AMANECER DORADO.
El 6 de enero amanecía siempre antes que el sol, antes incluso que el canto de los gallos en los corrales: el 6 de enero amanecía cuando mi prima Maricarmen llamaba a la puerta, todavía de noche, y subía como un tropel por las escaleras mientras nosotros ya habíamos saltado de la cama y nos lanzábamos a ver qué habían traído los Reyes... ¡Ah, bendito amanecer del día de Reyes, que amontona papeles de regalo arrugados, lazos deshechos, chocolatinas, niños saltando sobre la cama de sus padres con camiones gigantescos llenos de animales de plástico, castillos de fantasmas, fuertes de vaqueros, circos de playmobil, barcos piratas, pelotas, baterías... y también alguna que otra lágrima y algún que otro berrinche cuando los Reyes se equivocaban y dejaban algo que no se correspondía a lo que habíamos pedido en la carta!
Estoy convencido de que los despertares más bellos que todos tenemos, grabados a fuego en el fondo de la memoria del corazón, son esos amaneceres del 6 de enero, precedidos por un runrún de pasos sospechosos en la oscuridad de la noche y por un duermevela desasosegado, interrumpido con alegre brusquedad por niños ansiosos de lanzarse a la búsqueda de su tesoro. El simple hecho de que hoy los falsos profetas de las nuevas (des)esperanzas postulen que el 6 de enero deje de ser fiesta, sacrificando así algo tan sumamente sagrado como es el derecho a soñar de los niños, indica cuán enfermo de codicia y estupidez está nuestro país.
SER COMO UN NIÑO.
Hay un día de mi trabajo que me gusta especialmente: porque me devuelve intacto al niño que fui, todas esas Navidades pasadas que conforman mi retablo personal de la Navidad, con su carga imprescindible de nostalgias y anhelos. Ese día es el 5 de enero, con su trajín de compañeros que preparan barbas y pelucas y coronas para los Santos Reyes, con el goteo de niños vestidos de pajes que acuden a la tarde a los patios renacentistas para esperar la llegada de los Reyes a los que acompañarán en la magna cabalgata, con las colas larguísimas y pacientes de niños que aprietan las manos de sus padres esperando que los Reyes los cojan en brazos para escuchar lo que quieren que dejen en sus zapatos, con el tránsito de carrozas y pasacalles y bandas de tambores y trompetas que conforman el séquito real... Este día, esta tarde de la Cabalgata de Reyes, reinventan las viejas Navidades de la infancia y devuelven a mi corazón una esperanza, una ilusión desvaída, que sólo es posible, en este trabajo, si se hace abstracción de todos los otros días del año, que son los días en los que no se trabaja para los niños, para la felicidad y la sonrisa de los niños, sino para los adultos y sus miserias.
HASTA SAN ANTÓN...
Y en lo alto del personal retablo de nuestras Navidades —con su carga de añoranzas infantiles y con esa satisfacción profesional del 5 de enero de cada año de la madurez—, el medallón dorado del viejo refrán popular: «hasta San Antón, Pascuas son». La memoria hilvana todos los viejos recuerdos y las vivencias nuevas, todas las piezas encajadas para dar forma a un espíritu de la Navidad y se descubre alargando, con plena legitimidad, hasta la noche del 16 de enero, víspera del día de San Antón, el sabor macizo de los mantecados y los mazapanes, los juegos y las lecturas con lo que trajeron los Reyes. Porque hasta San Antón, sigue siendo, de algún modo, Pascua de Navidad...
¿Cuándo acaba la Navidad, cuándo acaba nuestra Navidad? Cuando en las plazas arden las ramas de olivo y se cenan churros y chocolate. La Navidad no empieza cuando decretan las grandes superficies sino cuando cantan los Niños de San Ildefonso, y no termina cuando los comerciantes bombardean con las rebajas sino con los fuegos de San Antón.
(IDEAL, 8 de enero de 2012)
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