VILLANCICOS.
Hago un repaso de los villancicos que don Jenaro nos enseñó en la escuela, con ese tesón de los buenos maestros que entonces eran jóvenes y todavía estaban cargados de ilusión, que se contraponían a aquellos vetustos maestros como don Florentín que todavía iban a clase con chaqueta y corbata. Don Jenaro era de aquellos maestros que se esforzaban no sólo para que aprendiésemos a leer y a contar sino también para que afinásemos un villancico que al final sólo cantaríamos en la intimidad del aula; y de mis meses de diciembre de 3º, 4º y 5º de EGB, me vienen a la memoria el «Campana sobre campana», el «Fun fun fun» y «El tamborilero». Y sin embargo, hay un lugar que no recuerdo y en el que tuve que aprender el villancico estrella para los niños de entonces, que no era otro que el que anunciaba la llegada de los Reyes Magos: «Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén, olé, olé y Holanda, olé, Holanda ya se ve». Y luego, claro, venía el verso que nos volvía locos: «Cargaditos de juguetes, cargaditos de juguetes...».
Por lo general los villancicos, reconozcámoslo, suelen tener una letra abiertamente tonta y sin sentido: ¿qué invita a los peces del río a que beban y beban y vuelvan a beber por ver a Dios nacido? Pero de todas las letras surrealista, esa del olé y del Holanda bate todos los récord: no creo que exista nadie sobre la faz de la tierra que pueda dar una explicación plausible de lo que ese villancico significa. Y sin embargo, ya digo, era nuestro villancico favorito de cuando niños, el que a partir del día de Año Nuevo tarareábamos una y otra vez —solo el estribillo, es cierto, porque era lo único que nos sabíamos: «Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos...»—, como si a fuerza de repetirlo pudiéramos recortarle horas a los días que restaban para la llegada de la madrugada mágica del 6 de enero... Y es que la Navidad va cumpliendo inexorable sus rituales: poner al Niño Jesús en el pesebre la noche de la Nochebuena, comerse las uvas entre risas y atragantamientos la noche de la Nochevieja... y esperar la noche de los Santos Reyes con un manojo de nervios, contando y descontando horas, repitiendo que «Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén, olé, olé y Holanda, olé, Holanda ya se ve. Cargaditos de juguetes, cargaditos de juguetes...».
LA ESTRELLA DE ORIENTE.
¡Qué inocentes éramos los niños de hace muchos años! Nos decían nuestros padres que en los días previos a la llegada de los Reyes Magos era posible ver en el cielo la Estrella de Oriente, y nosotros —como minúsculos astrónomos que corretean por el cosmos infinito— nos asomábamos cada noche a través de los cristales empañados por la escarcha para escudriñar el cielo oscuro y poderoso de enero, señalando con el dedo cualquier estrella que viésemos más luminosa que el resto y pensando que esa sí, que esa era la estrella que anunciaba que los Reyes Magos venían ya por los caminos de los olivares cargados con nuestros juguetes.
Donde sí teníamos una Estrella de Oriente era en el nacimiento. Hecha con cartón, recortada y cubierta con papel de plata, estaba puesta en el trozo de papel de seda azul que quedaba justo encima del portal de Belén, perpendicular a la cuna del Niño Dios. Nosotros, al montar el belén allá por las vísperas de la Lotería —esos días que de pronto se nos figuraban muy lejanos—, habíamos puesto mucho esmero en que ese fuese el sitio de la estrella, para que el camino que con serrín había trazado nuestro padre y que atravesaba todo el nacimiento como un río polvoriento, tuvieran un punto seguro de llegada, no fuera a ser que los Reyes Magos se perdieran y no llegarán a buen puerto la mañana del 6 de enero. Nuestros Reyes no iban montados en camellos sino en caballos —un caballo negro para el rey Melchor, uno pardo para el rey Gaspar, un caballo blanco para Baltasar—, y cada noche los movíamos un poquito por ese camino, acercándolos al lugar señalado por la estrella. No tenían pérdida: la estrella de papel de plata les decía donde pararían el 6 de enero, y nosotros buscábamos en el cielo otra estrella de luz y gases incandescentes que les dijese a los Reyes de verdad —a los de carne y hueso y espíritu volátil y misterioso, a los que venían cargados con nuestros juguetes y con los juguetes de todos los niños del mundo, pensábamos nosotros, sin saber que hay niños a los que toda la felicidad le está negada— donde estaba nuestra casa, dónde vivíamos nosotros, los que le habíamos escrito una carta contándoles lo que queríamos y que siempre llegaba, más o menos ajustado a nuestros deseos.
LA CARTA DE LOS REYES MAGOS.
¿De qué está hecha la carta de los Reyes Magos? ¿Es simple papel en el que se fija simple tinta? ¿Es un papel que viene de los árboles o nació en la fábrica de los sueños y llegaba a nuestras manos de niños de manera misteriosa e inesperada? Y esa tinta o ese carboncillo de lápiz con el que se escriben las cartas de los Magos de Oriente... ¿qué son? ¿Minerales cosificados o ilusiones vertidas en ríos diminutos de esperanza?
Las tardes de las vacaciones de Navidad, sobre todo a partir del Año Nuevo, no tenían más función —o no tenían función más importante— que pensar, repensar, escribir, rescribir, la carta que teníamos que dirigirle a los Reyes Magos y el sobre dentro del que iba metida.
(—Mamá... ¿dónde tenemos que mandar la carta?
—Pues al castillo de los Reyes, en Oriente...)
Escribir la carta de los Reyes Magos parece tarea fácil, pero debe serlo para los adultos, que somos como troncos sin esperanza, pero no para los niños. Porque los niños podíamos tener más o menos claro lo que queríamos pedirles y hasta pasadas unas horas de reflexión delante del papel blanco, podíamos entender que no se puede pedir todo lo que se desea sino sólo aquello que se anhela con una fuerza infinita. Pero luego venía la hora de la trampa, que era tan inevitable como los nervios de la espera y la responsabilidad de la escritura: ¿no nos habían dicho nuestros padres y nuestros abuelos que para que los Reyes te traigan algo tenías que portarte bueno?... ¿y quién no había cometido alguna trastada o se había enfadado durante la Navidad? ¿Y cómo solucionar ese problema en la carta, en la que teníamos que poner, invariablemente, que habíamos sido buenos para que los Reyes no pasaran de largo por nuestros zapatos? ¿Qué a ustedes, lectores, les parece fácil burlar a los Reyes? No, no lo es: costaba sangre, sudor y lágrimas eso de escribir «me he portado bueno» sabiendo que no era exactamente cierto. Así que había que transigir y cruzar los dedos mientras escribíamos, confiando en la infinita bondad de los Magos, «me he portado bueno... casi siempre».
(—Mamá... ¿qué tenemos que poner en el remite?
—Pues vuestro nombre y calle Don Juan número diecinueve de Úbeda, ¿qué vais a poner si no?...)
(IDEAL, 7 de enero de 2012)
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